Medio Oriente

26 octubre, 2016

Crónicas de la ocupación: Hebron, ciudad ocupada

Por Julián Aguirre, desde Ramallah. El centro de Hebrón (conocida como Khalil en su nombre árabe) ofrece el más variado arco de ruidos y colores propios del corazón comercial de los territorios palestinos. Su Ciudad Vieja, el casco histórico de la urbe con más de cuatro mil años de antigüedad, ofrece un contraste inquietante.

Por Julián Aguirre, desde Ramallah. El centro de Hebrón (conocida como Khalil en su nombre árabe) ofrece el más variado arco de ruidos y colores propios del corazón comercial de los territorios palestinos. Su Ciudad Vieja, el casco histórico de la urbe con más de cuatro mil años de antigüedad, ofrece un contraste inquietante.

Parte de la razón de ser del aire viciado de violencia y tensión que se respira allí es que en su corazón se encuentra la “Cueva de los Patriarcas”, conocida por los musulmanes como la Mezquita Al-Ibrahimi.

Dicta la tradición que allí se encuentran las tumbas de Abraham y su esposa Sara, su hijo Isaac y su esposa Rebeca, y su nieto Jacob junto a su esposa Leah, figuras de valor histórico y simbólico inabarcable para las tres religiones monoteístas más importantes del mundo (cristianismo, judaísmo e islam). Pero lejos de ser sinónimo de convivencia, hoy Hebrón ha sido convertida en el nombre de la exclusión.

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En virtud del Acuerdo de Hebrón del 17 de enero de 1997, la ciudad se encuentra dividida en dos zonas administrativas: el sector H1, bajo la gestión de la Autoridad Nacional Palestina; y el sector H2, bajo control político y militar israelí, donde un contingente de cerca de seis mil soldados protege a un número de 400 a 600 colonos y amedrenta a la población árabe local.

Hebrón/Khalil es, junto con Jerusalén, la única ciudad donde los asentamientos de colonos israelíes (condenados como ilegales por la ONU) no solo se hallan en los alrededores y accesos a la ciudad, sino también dentro. Esto contribuye a una situación de conflicto siempre latente, con choques constantes en la relación cotidiana entre la población palestina local y las fuerzas de ocupación israelí.

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Nasser está entre los compañeros que nos guía y hace de intérprete. Aunque su hogar queda en una aldea de los alrededores de Hebrón, es la segunda vez en diez anos que consigue entrar al a Ciudad Vieja. Para acceder se debe atravesar un estricto control repleto de rejas, molinetes, cámaras de seguridad y soldados israelíes. La entrada está restringida a determinados horarios y una diferencia de minutos para un palestino puede representar quedar atrapado en la boca del lobo.

Se entra en fila, de a uno a la vez y una bocina suena cada vez que una persona atraviesa la barrera. Cualquier semejanza con un corral de animales es una oscura ironía.

La calle Maarda supo ser una de las más bulliciosas y vivas de la Ciudad Vieja, con más de 200 comercios que llenaban de vida sus sinuosos callejones y corredores. Hoy se respira el silencio de los cementerios; el estado de excepción impuesto por el ejército israelí tradujo todo a ese lenguaje. La calle fue desalojada alrededor de 20 años atrás cuando la ciudad fue reocupada militarmente y el tránsito de vehículos fue restringido para el uso exclusivo de colonos israelíes.

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Fue entonces cuando la calle Maarda se volvió la sombra que es hoy, desalojada para conectar los cuatro asentamientos de colonos israelíes en el corazón de la ciudad. Estacionamientos solo para judíos, barreras y alambres de púa, puestos militares y cámaras de seguridad.

Pueden reconocerse las casas árabes aún habitadas por las rejas de color verde, compradas por el consejo municipal de Hebrón. Fueron puestas ahí para proteger a las familias palestinas que persisten en no abandonar sus hogares frente al hostigamiento de colonos y soldados. El agua estancada cubre las veredas ya que los servicios básicos están restringidos exclusivamente para el uso de colonos, que arrojan su basura en las puertas palestinas.

Casas y locales abandonados pueblan la ciudad, las autoridades israelíes prefieren ello a que retornen sus ocupantes originales. A menudo ofrecen recompensar con grandes cantidades de dinero a las familias palestinas que accedan a irse, pero estas se niegan sabiendo lo que significa abandonar la ciudad para la reivindicación de sus derechos sobre un territorio que en virtud de los acuerdos internacionales les pertenece. Prefieren resignarse a vivir con servicios deficientes y bajo el acoso diario a rendir una parte de su historia. Unos pocos comerciantes persisten en captar la atención de turistas y trabajadores internacionales.

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Pintadas de “muerte a los árabes” pueden leerse de vez en cuando en las paredes. Una reja similar a las otras, pero color naranja cubre el acceso a la única escuela árabe que queda en el lugar. Parecen jaulas y lo son. Esta imagen capta perfectamente lo que es ser palestino bajo la ocupación y como el régimen colonial israelí se cuela en cada aspecto de sus vidas. Hasta desplazarse puede ser una osadía.

Soldados israelíes patrullan las calles mientras un grupo de personas pasea por plazas y baila al son de música haredi, una variedad de música electrónica especialmente popular entre ciertas comunidades judías ortodoxas. Los soldados son jóvenes que no hace mucho alcanzaron la edad para votar, venidos de los distintos rincones del mundo para habitar la que sienten como la patria realizada para su pueblo.

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Con la población local se manejan con la soberbia propia de quien tiene en sus manos un arma de fuego y la impunidad para decidir sobre los demás. Con los extranjeros son más distantes, hasta respetuosos y algo curiosos.

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El 25 de febrero de 1994, el extremista sionista Baruch Goldstein ingresó a la Mezquita Al Ibrahimi. Casualmente, la guardia de soldados israelíes apostada no se encontraba presente aquel día. Era el encuentro de las festividad judía de Purim y el mes sagrado islámico de Ramadan, por lo que la mezquita se encontraba sumamente poblada. Fue entonces que Baruch abrió fuego desde uno de los accesos al recinto de oración. Veintinueve personas resultaron asesinadas hasta que el atacante fue reducido y ultimado por los presentes.

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A este ataque terrorista le siguieron manifestaciones de la población árabe que pronto se convirtieron en un levantamiento. La chispa había hecho estallar el polvorín y el ejército israelí regresó para ocupar la ciudad hasta que se restableció la “normalidad” que persiste hasta hoy. Los impactos de bala del arma de Baruch aún pueden encontrarse en las paredes de la mezquita.

Después del ataque, se impuso una veda sobre la mezquita que impidió el acceso de los creyentes musulmanes por un periodo de 45 días. Al finalizar, se encontraron con que el interior del templo había sido dividido por una barrera interior, quedando el 60% de la estructura para uso exclusivo de la población judía. Ni Dios puede reunir lo que el hombre dividió.

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Durante diez días que coinciden con diferentes festividades judías, los colonos y peregrinos pueden recorrer la totalidad del recinto, que permanece cerrado para los musulmanes. Muchos ni siquiera se retiran el calzado, norma básica que se pide a todo visitante al entrar a los sitios sagrados islámicos. Cámaras de seguridad y micrófonos fueron instalados para monitorear la actividad de quienes entran.

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Cerca de las 18 se cierran los accesos. Volviendo por la misma calle por donde entramos arde una palmera. Nadie hace nada. Los soldados miran desinteresados. Hebrón toda parece ser una ciudad dispuesta a arder y nadie haría nada.

@julianlomje

Fotos: Julián Aguirre

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