4 agosto, 2021
Un obispo pintado de pueblo
El 4 de agosto de 1976 murió en un supuesto accidente automovilístico monseñor Enrique Angelelli, obispo de La Rioja. Una de las figuras más importantes de la Iglesia Católica argentina que predicó la «opción por los pobres». Opción que le valió la vida a manos de la última dictadura.


Florencia Oroz
Dividiendo su quehacer entre sus obligaciones y el trabajo permanente en las villas miseria cordobesas, fue designado en 1960 obispo auxiliar de la provincia. En 1962, el Papa Juan XXIII lo invitó a participar como padre conciliar del histórico Concilio Vaticano II.
Anunciada el 25 de enero de 1959, a sólo tres meses del cónclave, esta convocatoria papal sorprendió a propios y ajenos. El objetivo del pontífice, en sus propias palabras, fue “abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y los fieles puedan ver hacia el interior”.
Bajo esa premisa, y en un clima de transformaciones sociales y políticas que surcaban el globo, el Concilio fue inaugurado en el otoño de 1962 marcando un récord en participantes (más de 2450 obispos de todo el mundo, con la novedad de una notoria presencia de obispos no europeos).
Se trató, en pocas palabras, de un intento de renovación y aggiornamiento de la Iglesia, poniendo el énfasis fundamentalmente en la relación del cristianismo con las otras religiones y en la necesidad de reformular el fondo y la forma de todas sus actividades. Los sectores más tradicionalistas lo recuerdan como un Concilio que enseña errores y que contiene puntos que deben ser condenados por contradecir abiertamente la Tradición y el Magisterio Papal.
Angelelli participó de las sesiones defendiendo las posiciones más radicalizadas que pugnaban por una renovación integral de la doctrina. A su vuelta al país siguió con sus actividades habituales hasta que, en agosto de 1968 y ya bajo el papado de Pablo VI, fue nombrado obispo de la Diócesis de La Rioja y debió abandonar la provincia.
Pero lo que aparecía como el camino al ostracismo devino en una actividad episcopal que movilizó a las amplias mayorías riojanas sumidas en la postergación, promoviendo desde su cargo la formación de cooperativas de trabajo y alentando la organización sindical de los peones rurales, los mineros y las empleadas domésticas.
En 1973, en ocasión de las celebración de las fiestas patronales de Anillaco, Angelelli intercedió en nombre de una de aquellas cooperativas solicitando a Carlos Menem –por entonces gobernador de la provincia- la expropiación de un latifundio. Allí fue recibido, sin embargo, por una turba de terratenientes liderada por el hermano del gobernador, que entró por la fuerza a la iglesia y apedreó al obispo mientras celebraba la misa, obligándolo a abandonar el lugar.
Angelelli declaró por aquél entonces, junto a otros sacerdotes que le expresaron su apoyo, que “los poderosos manipulan la fe para preservar una situación de injusticia y opresión del pueblo y para tomar ventaja de la mano de obra barata y mal paga”.
Así es que la segunda mitad de la década del sesenta y la primera del setenta vieron a Monseñor Angelelli convertido en unos de los principales referentes del tercermundismo, un movimiento que, inspirado en el renovacionismo del Concilio Vaticano II, atravesó a la Iglesia Católica tanto en Argentina como en toda América Latina promoviendo la llamada “opción por los pobres” y anticipando lo que sería la Teología de la Liberación.
Pero con el comienzo de la presidencia de Isabel Martínez (1974-1976) vino también el inicio del terrorismo de Estado en el país. El secuestro a manos de los militares del vicario de La Rioja y de dos miembros de un movimiento social impulsado por la diócesis de la provincia anunciaron la suerte que el régimen tenía reservada para el propio Angelelli.
Él no era ajeno a esa situación, y ya en los albores de aquel nefasto 1976 afirmó: “Llegó mi turno”. Y es que el desarrollo y progresiva masificación de las ideas de renovación y compromiso político y social al interior del catolicismo argentino era algo inadmisible para un Proceso de Reorganización Nacional que necesitaba de la legitimidad de la cúpula eclesiástica para avalar su accionar.
Angelelli, sin embargo, continuó con su labor e incluso la profundizó. Así, ya en los primeros meses del régimen militar se contó entre el grupo de obispos que más enérgicamente denunció las violaciones a los derechos humanos por parte de la dictadura.
En eso estaba el 4 de agosto de 1976 cuando conducía una camioneta junto con el padre Arturo Pinto de regreso de una misa celebrada en homenaje a dos sacerdotes asesinados, Carlos de Dios Murias y Gabriel Longeville. Según el padre Pinto, dos automóviles comenzaron a seguirlos, encerrando la camioneta hasta hacerla volcar. Monseñor Angelelli llevaba consigo tres carpetas con notas sobre esos casos que nunca fueron recuperadas.
El informe policial indicó que Pinto era quien había conducido el vehículo, que tuvo una pérdida momentánea del control y que, al intentar volver a la carretera, reventó un neumático. Según esta versión, Angelelli habría perdido la vida como consecuencia de los sucesivos vuelcos de la camioneta. Pocos días después la fiscalía aceptó el informe y recomendó cerrar el caso, calificándolo de «accidente de tránsito».
Hubo que esperar hasta el 4 de julio del año pasado para confirmar el asesinato por medio del juicio que condenó a Luciano Benjamín Menéndez y a Luis Fernando Estrella a cadena perpetua por el crimen.
El 4 de agosto de 2006, con motivo del 30º aniversario del hecho, Jorge Bergoglio -por entonces presidente de la Conferencia Episcopal Argentina- celebró una misa en la catedral de La Rioja en su memoria. Sin hacer mención explícita de la participación de la dictadura en su muerte, Bergoglio expresó que “la sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia”. Esa fue la primera palabra oficial de la Iglesia argentina sobre Monseñor Angelelli.
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