Deportes

30 agosto, 2020

Veintiséis años no es nada: Vélez campeón de América 1994

El cuero se une. Los cueros, el del botín y el de la pelota, se funden en una caricia violenta. El balón toma altura y en su trayecto se topa con el travesaño. Pica adentro. Es gol y 31 de Agosto de 1994, Vélez se consagra campeón de América.

Federico Coguzza

@Ellanzallama

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El cuero se une. Los cueros, el del botín y el de la pelota, se funden en una caricia violenta. El balón toma altura y en su trayecto se topa con el travesaño. Pica adentro. Es gol y 31 de Agosto de 1994. El camino iniciado por Roberto Trotta en la serie de los penales, convirtiendo fuerte y a media altura del palo derecho defendido por Zetti, encuentra su epílogo triunfal en el botín de otro Roberto: el “Tito” Pompei. En el estadio Morumbí de San Pablo, Véléz Sarsfield se consagra campeón de la Copa Libertadores de América.

A unas cuadras del estadio José Amalfitani, está el Hospital Santojanni. Lleva su nombre por la donación de los terrenos que hiciera Francisco Santojanni y se emplaza entre las calles Pilar, Patrón, Martiniano Leguizamón y Accassuso en sentido de las agujas del reloj, siendo la ancha Pilar las doce clavadas. Allí está desde el 18 de mayo de 1940.

Las plazas que lo rodean son parte de la donación. En ellas, el potrero ha sido la razón de su existencia. Hay juegos, canteros, eucaliptos. Hay bancos, piedritas rojas y senderos. Pero hay, siempre hubo, espacio para el picado. A fines de los setenta y principios de los ochenta, para los clásicos del barrio en torneos relámpagos armados por los mismos protagonistas. En los noventa, para aquellos que se rehusaban a pagar por jugar. Ahora, juegan debajo del autopista.

La leyenda barrial sostiene que Pompei era espectador de esos nostálgicos clásicos de barrio entre pibes de una misma cuadra o intersección de calles. El mito se refuerza con la imagen que lo describe con ambas manos agarradas del alambrado y mirando el partido de ocasión luego de caminar las veredas del pasaje Carlos Encina, túnel ineludible al gran terreno de juego que fueron esas plazas.

Durante unos años, en una de las esquinas que veían de frente los partidos en terrenos de juegos imaginarios y con geometrías irregulares, hubo una parrillita. En la esquina de Patrón y Murguiondo podía uno comerse un choripan al paso; una tirita de asado con un pingüino de tinto. Común era ver a algunos médicos del hospital ocupando alguna mesa y comiendo de entrada unas empanadas fritas de carne. El taxista, el artista invitado.

Por fuera y en la vereda, unas mesas. Media pared blanca, media azul. Un gran ventanal con vista a la parrilla. Una barra con servilletas, chimichurri y criolla. En el interior, la escenografía velezana: pósters, banderines, camisetas. Una foto de Luca y otra de Daniel Willington. El espíritu de Eduardo Luján Manera. Los pibes de Vélez, antes y después. Y el talismán.

Sobre un estante de madera barnizada, con las arrugas del tiempo de juego y el que transcurrió desde aquella noche, el calzado deportivo. Ese que unió su cuero con el cuero de la pelota. Que con sus cordones ató la historia de un club social y deportivo con la gesta heroica. Ese botín, desde el que partió la sentencia de un equipo ideado por Manera, dirigido por Carlos Bianchi y con Chilavert en el arco.

Antes del juicio final, ya habían quedado en el camino Palmeiras, Cruzeiro y Boca en la fase de grupos. Defensor Sporting de Uruguay por penales, en octavos. En cuartos, el Minervén de Venezuela. El Junior de Barranquilla en semifinales tentó a la suerte pero Chilavert atajó los que había que atajar y a la final.

Fue 1 a 0 en Liniers con gol de Asad. En Brasil, derrota por el mismo resultado y penales. La historia ya es sabida. Pompei, ese que desde la otra esquina y agarrado al alambrado miraba los desafíos entre barriadas, unió cuero con cuero. Un par de meses más tarde llegaría la frutilla del postre: el Milán y la inolvidable victoria en Tokio.

En la parrillita, algún que otro flan con dulce de leche se podía degustar, sin embargo lo que siempre los comensales de ocasión elegían para cerrar la mesa y pedir la cuenta era una foto con el botín. Ese que hace veintiún años atrás, unió cuero con cuero, con hierro, con césped pero sobre todo con gloria.

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