4 septiembre, 2019
Si la inflamación no se va, ¿el dolor vuelve?
Vivimos en una sociedad en la que operan mecanismos deficitarios en la atención y promoción de la salud y el primero de ellos es una medicalización y farmacologización de la misma. La automedicación y su opuesto (como el movimiento antivacunas) son dos problemas de un negocio de fondo para los grandes laboratorios farmacéuticos.


Laura Fischerman*
Muchos recuerdan con gracia la publicidad de un analgésico que ronda una década de antigüedad en la que, comenzando con la frase “ante cualquier duda consulte a su médico y/o farmacéutico”, se invoca recurrentemente en diversas situaciones de lo más absurdas a la sabiduría de profesionales de la salud que confirman que si la inflamación no se va el dolor vuelve.
Cuarenta segundos son suficientes para validar una serie de preconceptos sobre la salud y su cuidado reproduciendo, sin hacerlo explícito, un modelo sanitario basado en las corporaciones y los mercados. Y es que la efectividad del marketing anida en su capacidad de montarse sobre el sentido común y los imaginarios colectivos.
Una enumeración rápida de las moralejas que nos deja la publicidad: la palabra de cualquiera que anteponga “doctor” a su nombre para aconsejarnos sobre cómo cuidarnos vale (aunque se trate de un abogado); quienes saben qué es lo mejor para nosotres son fundamentalmente varones blancos mayores de 40 años (salvo que quien consulte sea un joven varón senmidesnudo, caso en el cual la imagen de la salud es una médica hegemónicamente aspectada); por más respetado que sea el consejo de profesionales, quien prescribe medicación y define cómo administrarla es el usuario y si un laboratorio multinacional pone en su anuncio que la venta de un fármaco se inscribe en la división “consumo masivo” debe ser bueno. Y el corolario de telespectador es “si es bueno, cuanto más, mejor”.
Después de todo, el mensaje se reproduce y funciona. Que arroje la primera piedra quien no tenga analgésicos en su casa, su mochila, su oficina, en en neceser de cada viaje.
¿Cuántas veces algún amigue nos ofreció cualquier píldora de venta libre para combatir el cansancio, la cefalea, una contractura o el dolor de ovarios, que en realidad es de miometrio? ¿Cuántas veces fue conociendo la droga implicada en el efecto terapéutico? ¿Cuántas midiendo la dosis apropiada para nuestra talla, peso y dolencia? ¿Cuántas veces llegamos al uso de esa droga por indicación médica o con asesoramiento farmacéutico?
Un breve ejemplo para ser el alma de la fiesta un sábado por la noche: la dosis recomendada de ibuprofeno sin prescripción en guías de farmacología para manejar el dolor, fiebre y dismenorrea (o sea, dolores menstruales) es de entre 200 y 400 mg. Siempre suponiendo que somos un varón (menstruante) con un metabolismo compatible con el de un individuo caucásico que pesa 70 kg, cada 6 horas.
Usando una dosis mayor no se incrementan los efectos terapéuticos pero sí los efectos adversos, derivados de los mismos mecanismos moleculares por los cuales la droga ejerce su acción, como la acidez estomacal. Sin embargo, en la farmacia uno de los medicamentos más vendidos es el ibuprofeno de 600 mg. Es que, al fin y al cabo, siempre va a haber alguien cerca para convidarnos omeprazol, ¿no es cierto?
Para que la anterior sea una situación normalizada se conjuga una sumatoria de mecanismos deficitarios en la atención y promoción de la salud y el primero de ellos es una medicalización y farmacologización de la misma. Opera sobre nuestro inconsciente que el momento de referirse a un agente de salud es justamente cuando carecemos de esta última, definida únicamente como negación de la enfermedad.
Aceptamos también que el acceso a la salud (pública, privada o bajo el extraño paraguas de la medicina mutual) es tan complejo, lleno de obstáculos y demoras que si nos enfrentamos cara a cara con un médico o médica, partir con las manos vacías, o sea, sin una prescripción para alguna droga o algún estudio bioquímico o funcional, es un fracaso y una pérdida de tiempo.
Pero sobre todo quiere decir que triunfó en nuestro ideario el paradigma de Farmacity, un paraíso donde consumir 2×1 es la meta, sin importar si se trata de un medicamento, un puñado de golosinas o un cosmético cuyo color no podíamos decidir si llevábamos uno solo. En definitiva, la lógica de la salud como mercancía y no como derecho del cual el Estado es garante.
Pero la salud como negocio le resulta tan rentable a los grupos empresarios que se fuerza hasta el límite de la legalidad, como podemos sospechar invocando los incisos a, c y d del artículo N°19 de la Ley de Medicamentos (16463/64) que prohíbe: “a) La elaboración, la tenencia, fraccionamiento, circulación, distribución y entrega al público de productos impuros o ilegítimos;[…] c) Inducir en los anuncios de los productos de expendio libre a la automedicación; d) Toda forma de anuncio al público, de los productos cuyo expendio sólo haya sido autorizado ‘bajo receta’”.
El problema es que el avance de los laboratorios y sus intereses sobre la salud humana y la profunda convicción lograda a partir de la segunda mitad del siglo XX de que cualquier problema puede ser solucionado con un blister también generaron un sustrato para la reacción opuesta a este movimiento, abarcando desde la promoción de medicinas no tradicionales a los movimientos antivacunas. Pero la realidad es que las distintas respuestas que quienes tratan de cuidar su salud encuentran provienen en casi todos los casos de búsquedas individuales porque seguimos entendiendo al conocimiento como algo accesible para unos pocos que sean dignos de vestir el guardapolvo blanco.
Y así, mientras reina la confusión entre quienes, escapando a la medicina tradicional confunden homeopatía con medicina natural (vale la pena destacar que los extractos de origen vegetal tienen actividad farmacológica probada y posologías adecuadas) y quienes realizan un par de días de tratamiento con antibióticos por su propia cuenta frente a un catarro hasta que se sienten mejor (cultivando así en sus propios organismos a bacterias resistentes a todas las terapias descubiertas hasta el momento) lo que no se pone en cuestión es cómo los Estados regulan a las corporaciones y protegen a la población. Incluso, una pregunta aún menos formulada es qué tipo de profesionales de la salud están formándose en las universidades, y esto, en el caso de las más prestigiosas y con mayor número de egresados, es también terreno estatal.
Entonces, en la oportunidad de imaginar modelos de país en un antagonismo con el neoliberalismo y la expansión empresarial y especulativa que nos presenta un año electoral como 2019, debe pensarse también la relación de la academia con la sociedad, la forma de abarcar proyectos de salud desde la interdisciplina y el cómo acabar con las castas prehistóricas que, en medio de la ola verde feminista, siguen dando cátedra a nuevas generaciones de médicos y médicas formados en los prejuicios, la patologización de la homosexualidad y la violencia obstétrica en vez de incorporar la perspectiva de la medicina basada en evidencia, la perspectiva de género y el buenvivir de la población en su conjunto y en relación con su medioambiente.
* Bioquímica
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