3 agosto, 2016
Una profunda mirada argentina sobre el cine de Tarkovski
La editorial marplatense Letra Sudaka reeditó la imprescindible investigación del maestro Pablo Capanna sobre el cine del ruso Andréi Tarkovski: El ícono y la pantalla. Uno de los trabajos más importantes, documentados y serios que se han producido en el mundo sobre la obra del director de Stalker y Sacrificio.
Cuando el cine no es documento, es sueño.
Por eso Tarkovski es el más grande de todos.
Se mueve con naturalidad absoluta en el espacio de los sueños.
Él no explica, además ¿qué iba a explicar?
Ingmar Bergman
No hay dudas de que Pablo Cappana es el tipo que más sabe de ciencia ficción en nuestro país, pero su erudición no se agota ni de lejos en ese terreno. Además autor de estudios fundamentales sobre diversos autores de ciencia ficción, es filósofo, docente univeritario, ensayista y periodista. Fue vicedirector de la revista Criterio y colaborador habitual de El Cronista, El País, Revista Ñ y el suplemento Futuro de Página 12, además de aportar siempre interesantes artículos a revistas imprescindibles del género tales como El Péndulo, Minotauro y Axxón.
Cappana, nacido en Italia en 1939 e instalado en nuestro país desde los diez años de edad, es autor, entre otros títulos, de El sentido de la ciencia ficción (1966), un estudio pionero e imprescindible sobre el género, de El Señor de la Tarde. Conjeturas en torno de Cordwainer Smith (1984, gracias al que fue designado «Señor de la Instrumentalidad» por la Cordwainer Smith Foundation), Idios Kosmos, claves para Philip K. Dick (1991), J.G. Ballard. El tiempo desolado (1993), Excursos, grandes relatos de ficción (1999, donde analiza vida y obra de J. R. R. Tolkien, C. S. Lewis, Olaf Stapledon y Ernst Jünger).
En el año 2003 publicó un trabajo que se corre levemente de su área habitual de estudio para meterse de lleno en el mundo del cine: Andréi Tarkovski: El icono y la pantalla. La obra, material de consulta obligatorio para todo amante de la obra del director ruso más trascendente junto con Eisenstein, era inconseguible en su edición original de De la Flor. Por suerte, la muy interesante editorial marplatense Letra Sudaca lo volvió a ponerlo en circulación el año pasado en una edición cuidadísima.
De todos modos, los vínculos entre Tarkovski y la ciencia ficción saltan a la vista. Dos de sus obras más conocidas, Solaris (1972) y Stalker (1979), se basan en relatos clásicos del género: Solaris, del polaco Stanislav Lem, y Picnic extraterrestre, de los hermanos rusos Arkady y Boris Strugatski. Capanna relata en la introducción del libro que descubrió a Tarkovski “el día que fui a ver Solaris en el viejo cine Cosmos de la calle Corrientes”. Y agrega: “Ignoraba quién era el director de la película y ni siquiera me importaba mucho. Esperaba encontrarme con un film inteligente, con más ideas que efectos especiales. Pero lo que vi fue algo totalmente inesperado, que iba mucho más allá tanto del cine como de la ciencia ficción a los que estaba acostumbrado”.
Ese deslumbramiento inicial se mantuvo en el tiempo y es el origen de esta obra en la que Cappana recorre y analiza con exquisita profundidad la breve (en comparación con autores más prolíficos) obra del cineasta ruso que supo explorar como nadie las posibilidades estéticas de su arte. El genial director sueco Ingmar Bergman supo decir al respecto: “Tarkovski ha inventado un nuevo lenguaje que le permite aprehender la vida como apariencia, la vida como sueño”.
El crítico y divulgador cinematográfico Salvador Sammaritano supo decir del presente ensayo: “El trabajo de Capanna sobre Tarkovski es el más importante, documentado y serio de los que yo conozca, y está a la altura de las mejores investigaciones de la literatura especializada cinematográfica”.
En El ícono y la pantalla, Cappana no sólo recorre exhaustivamente la filmografía de Tarkovski (incluso “los films que no fueron”, como Viento luminoso, Sardor y Hoffmanniana) sino que ofrece múltiples claves analíticas para rever la obra completa del director de La infancia de Iván y Sacrificio (por mencionar su primer y último largometrajes). Y siempre con una mirada más cercana a la del espectador reflexivo que a la del analista académico especializado, por lo que, agradecidamente, la lectura se torna mucho más amena sin perder un ápice de profundidad crítica.
La siempre impresionante erudición de Capanna va de la mano con su didactismo y de su apasionamiento, por lo que puede saltar sin inconvenientes de la definición cinematográfica del plano al análisis de la noción escolástica de materia signata de Santo Tomás o la haecceitas de Duns Escoto, pasando por Paracelso, los neoplatónicos renacentistas y Bergson.
Así, luego de revivir cada uno de los films del ruso, para quien “los primeros cincuenta años de la historia del cine habían sido sólo un preludio para el surgimiento de un verdadero arte cinematográfico”, y de proponer claves interpretativas para los símbolos tarkovskianos, Cappana nos sumerge en el análisis de su concepción de la imagen cinematográfica como “tiempo sellado”. Tarkovski consideraba que la materia prima del cine es el tiempo: “El tiempo, impreso en sus formas y manifestaciones fácticas, constituye la idea suprema del cine como arte”. Pero este tiempo no debe ser considerado como mera secuencia de hechos, ni siquiera en su dimensión histórica, sino como “dimensión espiritual de la existencia”. Y, si el tiempo es la materia del cine, la tarea del director será la de esculpir el tiempo.
Pero su cine no es impresionista, sostiene Capanna, “no celebra el devenir por el devenir mismo y se diría que busca en lo fugaz el emblema de lo perdurable”. Tarkovski, un autor que supo sentirse inspirado y predestinado y que volcó todo ese compromiso en una obra relevante como pocas en la historia del cine, entendía que el arte se vuelve religioso “cuando se inspira en un compromiso con un fin trascendente”. Y, aún más, le asignaba al arte “la elevada misión de darle al hombre fe y esperanza” y de “ayudar a la gente para que le encontrara sentido a la vida y estuviera preparada para la muerte”.
Por eso, por esta explícita vocación trascendental e incluso religiosa, su cine fue tan resistido en la Unión Soviética donde produjo casi toda su obra siempre al borde de la proscripción y la censura, aún manejando vastos recursos estatales sin los que, paradójicamente, no se hubieran podido producir estas obras de arte.
Si bien finalmente las contradicciones con el régimen se tornan insostenibles y debe exiliarse, la inicial bienvenida de Occidente rápidamente se tornará en nuevas incomprensiones y repudios cuando no se resigne a cantar loas al capitalismo y mantenga una crítica impiadosa al mismo por su torpeza y falta de espiritualidad. Así, su obra postrera se encontrará marcada por la preocupación “por el vacío espiritual del hombre posmoderno que ya no cree en Dios ni en la utopía”.
Sin embargo, en la obra tarkovskiana siempre predomina la esperanza, aún en medio de la denuncia incansable contra un mundo desquiciado y materialista. Por eso, concluye Capanna, “Cuando una obra como la de Tarkovski tiene la marca del genio, alienta la esperanza de los agobiados y está respaldada por la autenticidad, entonces se vuelve testimonio profético”.
Pedro Perucca – @PedroP71
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