7 marzo, 2016

El discreto encanto de la ideología

Por Matías Artese y Jorge Castro Rubel. En el nuevo momento político que vive el país, la estigmatización y criminalización de la protesta social ha vuelto a estar a la orden del día. Pero, según un estudio, menos del 2,5% de los encuestados apoya el desalojo violento de los cortes de ruta o calle.

Por Matías Artese y Jorge Castro Rubel*. Nunca estuvo ausente, pero hoy cobra nuevos bríos. La conocida “criminalización de la protesta” (que para algunos debe traducirse con el eufemismo republicano de “respeto a las leyes”) se presenta ahora impulsada por el gobierno de Mauricio Macri, tan sólo dos meses después de comenzado su mandato presidencial.

El corte de rutas y calles es, nuevamente, el método predilecto de esta nueva y explícita ola de criminalización. Desde sus primeras manifestaciones, a mediados de 1996 en la estepa neuquina, se expresaron diversas estigmatizaciones: desde la acusación de acciones delictivas comunes, hasta llegar a la acusación de “infiltrados”, “subversivos”, “resurgimiento de la guerrilla”.

Pero no en todos los casos las reacciones fueron las mismas. Basta recordar que durante 2008 diversos empresarios agrícolas adoptaron esta medida de protesta a causa de la famosa Resolución 125. Un enorme y organizado sabotaje patronal que dejó sin suministros de primera necesidad a los mercados del país (tengamos en cuenta que los cortes realizados hasta mayo de 2008 superaron a todos los realizados en 2002). Hecho saludado por quienes hoy nuevamente exigen mayor control y represión en las manifestaciones populares.

Más allá de las eventuales personificaciones sociales que adoptan el corte de calles y rutas, su significado fue dejado en claro por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich: “A quienes protesten con capuchas y palos se les van a secuestrar los elementos contundentes. Y si se niegan se los va a detener». Es decir, el corte de calles es sinónimo de disrupción marginal y delincuencial, violenta, iletrada e indeseable. O, dependiendo de la magnitud de la conflictividad, también puede ser infiltrada, subversiva y sin legitimidad alguna.

¿Es responsabilidad del Gobierno esta ola de criminalización? Sin dudas, pero no únicamente. Durante años hemos asistido a estigmatizaciones de las luchas, que exceden por lejos a las esferas estatales y a los medios de información hegemónicos. Entonces, ¿de qué modos es observada la protesta por el resto de la población? Y más aún, ¿qué tantas coincidencias existen en comparación con esos intentos de criminalización?

Un pequeño pero interesante estudio que realizamos en julio de 2015 (del que también participó el sociólogo Hernán Tapia), a través de 120 encuestas realizadas a trabajadores de fábricas recuperadas, a asalariados industriales y a comerciantes de la zona metropolitana de Buenos Aires, arroja resultados singulares. La idea fue evaluar distintas percepciones sobre la protesta, según la inserción socio-ocupacional y el grado de participación en las mismas.

Una de las preguntas fue: “¿Considera que algunas personas deberían tener más derecho a protestar que otras?”, interrogación que pretende acercarse a la percepción de «equidad» que adquieren las acciones de protesta en los tres grupos trabajados. En principio se encontró una lectura que apunta a una clara noción de “equidad”: el 62,3% de los encuestados considera que todos deberían tener el mismo derecho a protestar, frente al 36,1% que considera que algunas personas tienen más derechos que otras (los más empobrecidos y marginalizados).

Incluso al indagar sobre el rol que debía adoptar el Estado frente a la protesta, las respuestas no son las que los medios masivos difunden: el 69% de los encuestados considera que se debe “dejar protestar libremente, escuchar, buscar una solución, dialogar”. Un 23% plantea que se debe desalojar pacíficamente y sólo el 2,5% considera que se debe liberar el paso con el uso de la fuerza (un 5,5% propone otras soluciones variadas).

Como vemos, la solución por la fuerza es la última opción, aunque dentro de cada grupo encuestado las cosas cambian notablemente: los trabajadores que recuperaron por sus medios los establecimientos de trabajo están de acuerdo en un 95% con que se debe dejar protestar y el Estado debe escuchar y solucionar los reclamos. Por el contrario, los comerciantes consideran en un 62% que se debe desalojar pacíficamente y un 7% por medio de la fuerza (valor que de todos modos sigue siendo bajo). Es decir, el repudio al uso de la violencia siempre está presente.

Pero el debate persiste: ¿por qué la protesta es vista de modos tan diversos? ¿Por qué algunas formas parecen ser más legítimas que otras? El problema es eminentemente político y, por ende, también ideológico. Si bien existe una carga negativa en torno a ciertas metodologías, construida y difundida de manera sistemática y desde hace muchos años, también existe un “plafón” ideológico previo, que sería imposible de entender sin tener una noción mínima de la larga historia de lucha de clases en el país, que incluye desprecios, persecuciones y violencias dirigidas a quienes menos tienen y deciden revertir activamente esa realidad.

Lo sabemos: las ideologías no son sistemas ilusorios sino, en todo caso, una compleja emulación simbólica de la realidad, incompleta y en permanente construcción. Las nociones de “libertad” e “igualdad” forman parte de esas significaciones, tan poderosas que se han naturalizado. Desde ya, esa naturalización no se produce bajo valores neutrales: somos “libres” e “iguales”, pero en un sistema en el que está legalizada la explotación del trabajo y, por ende, legalizada la desigualdad. Y en tanto esas desigualdades e inequidades generan indocilidades, todo se vuelve explícito: la conflictividad, las fuerzas enfrentadas, los cuerpos en la calle. Y, entonces, la problematización de aquellas categorías naturalizadas.

La batalla cultural (e ideológica) por delante tendrá que ver con desideologizar(nos) de las formas de interpretación de la burguesía y los sectores dominantes, anteponiendo un conocimiento que sacuda a esas entelequias que son tan poderosas desde lo discursivo como incomprobables y enclenques en el movimiento concreto de la vida social. Es decir, una ardua y larga tarea.

*Sociólogos de UBA e investigadores del CONICET

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