17 febrero, 2016
Ese hombre
Por Lucila Matteucci. La visita del Papa Francisco a México. Primer recibimiento para un obispo de Roma en el Palacio Nacional. Entre las reuniones oficiales y el contacto con quienes se acercaron al Zócalo.

Por Lucila Matteucci, desde México DF. La visita del Papa Francisco a México. Primer recibimiento para un obispo de Roma en el Palacio Nacional. Entre las reuniones oficiales y el contacto con quienes se acercaron al Zócalo.
“Aquí no ha cambiado nada porque venga ese hombre, señorita”, me dice el guarda de la estación del metro de la Ciudad de México, mientras intento pasar con mi mochila de más de 1 kilo. Sigo camino y lo que eran pasillos vacíos pronto comienzan a llenarse de gente como en una escena de Truman Show. Aparecen carteles a derecha e izquierda con un titular rosa que informa: “Visita Papal: Cierre de estaciones” y desechan en un santiamén la palabra del guarda. El rosa chicle decora e iconiza al nuevo nombre del Ex DF. Ahora es femenino y es rosa. Ahora se escribe así: CDMX.
CDMX recibe al Papa. Al Sumo Sacerdote. Mientras me como un taco en el único bar que queda abierto en todo el casco histórico, la tv transmite paso a paso cómo bajó las escaleras del avión, cómo saludó a un nene con problemas motrices, cómo le cantaron “mensajero de paz” e iluminaron con celulares todas las gradas. Todo sobre Jorgito, como le llaman sus amigos del barrio, que se convirtió en el representante máximo de una de las instituciones más grandes del mundo, la Iglesia Católica.
El Papa que vocea, el primer papa latinoamericano, llegó a la Ciudad de México y la capital se vistió de gala: las calles limpias, muy limpias. Los barrenderos con trajes nuevos. Impecables. Vallas también nuevas decoradas con gigantografías de un simpático Papa saludando. Con ellas sitiaron el casco histórico. “Al Zócalo no se puede pasar hasta el domingo, señorita”, me dice el policía para dejarme mirar con deseo y angustia como un niño que pide un chupetín y que no, que más tarde se lo dan.
Mañana por la mañana se dará el primer encuentro entre el abuelo de sotana color crema y manos benditas con el caballero de traje oscuro, representante de los Estados Unidos Mexicanos, de palmas blancas aunque non-sanctas. Por primera vez, un Papa será recibido en el Palacio Nacional. Después, el intendente de CDMX le entregará las llaves de la ciudad y los obispos escucharán al gran psicólogo que llega en su papamóvil.
Logro atravesar un par de vallas por mostrar las llaves de mi hostel, ubicado dentro de la zona prohibida, y avanzar algo más hacia una de las cinco entradas que llegan Zócalo. Cayó el sol, vino el frío. Las piedras de las calles brillan y reflejan la luz de antiguos faroles coloniales. Están cubiertas por buses, motos de policías y algún que otro equipo de prensa. Doce horas antes del gran show, sobre las veredas, se recuestan los feligreses envueltos en mantas gordas con dibujos de Pepa Pig, Snoopy o de colores planos: marrón, por ejemplo. No falta el gorro de lana y los guantes. Como una comunidad de orugas, esperan el día siguiente donde se convertirán en mariposas para la polinización de la fe. “Yo quiero que mi diosito me ayude con las enfermedades. Y que venga el Papa y me ayude a calmar los dolores”, me dice una señora sentada sobre un cartón y abrigada hasta el cuello. “¿Van a dormir acá?”, le pregunto a una monja parada como una estatua viviente abrigada con una sotana moderna de polar. “Pues claro mi’hijita, aquí nos quedaremos para ver a nuestro querido papa”.
El sol salió, las orugas se levantan y van transformándose a medida que atraviesan las vallas. Baten las banderitas como queriendo volar para llegar lo más cerca del Papa. Pero el Papa está dentro del Palacio Presidencial con el “chato”, como le dicen a Peña Nieto, y otra imagen en pantalla gigante. Sin embargo gritan ante el discurso que da y en cambio abuchean a su presidente. “Nadie lo quiere aquí”, me dice la señora con su pelo recién salido de la peluquería.
El show despliega toda su belleza natural en un perfecto ecosistema: los policías revisan bolsos, carteras, quitan encendedores, cigarrillos y banquetas; los vendedores ambulantes cantan su venta “la foto del papa por 10 pesitos, dos fotos por 10 pesitos”, “Sra. llévese la medalla. Ya viene bendecida”; los voluntarios de la Ciudad pintan de rosa gran parte de la plaza con sus gorras y remeras que tiene inscripción en la espalda que dice: “yo estuve en la visita del Papa Francisco”. Se mueven como panchos por su casa y piden: “Despacio, por aquí, por aquí”. Otros servidores visten de amarillo y blanco. Todo queda repartido entre un color que llama a la santidad y el otro, ese rosita, que llama a la inocencia. Una moneda, dos caras.
Los últimos ayudantes, estacionados estratégicamente a la salida del vallado, serán los primeros. Regalan viandas, café y galletas y la gente se abarrota justo allí. Antes y después que nada toman una, dos, tres viandas preparadas en pequeñas cajas de plástico. Las apilan sobre su pecho buscando el equilibrio justo que impida dejar caer alguna. Adentro del predio, los corderos avanzan lento haciendo uso de la amplitud del espacio que queda libre. Se acomodan en sus estancos y le gritan al rey, ese “mensajero de paz”, ‘una vuelta más’, como en un recital: una más y no jodemos más.
Pero el Papa no canta, ni vuelve a pasar. Ya está en la Catedral Metropolitana, una de las tantas casas del “Señor”: fue a indicarles a sus ovejas que ya no se dejen seducir por la carne podrida del narcotráfico. En el estanco, sin embargo, las mariposas siguen aleteando libres, contentas por el espacio que hay. Los corderos siguen esperando una vuelta más. Se puede caminar paseando por ahí. Se puede sentarse a mirar la pantalla tranquilamente con pochoclos incluidos y sentir que ‘aquí no ha pasado nada porque venga ese hombre’.
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