27 octubre, 2015
Un viejo Rolling Stone
Keith Richards presenta Crosseyed heart, un imperdible disco de madurez que suma 15 nuevas canciones a un historial de décadas de rock. Ojalá que en los tiempos muertos que le queden entre giras y rehabilitaciones alguien le acerque una guitarra al viejo lobo porque sigue teniendo las manos y la mente llenas de música.

Keith Richards ostenta entre sus credenciales la de ser el guitarrista de la banda más trascendental del rock and roll. Y en medio de esa enormidad de discos editados junto a Jagger y compañía, se permite lanzar Crosseyed heart, un disco que muestra una versión madura —¿adulta?— de alguien que dedicó su vida a partirse al medio y a rockear.
No bien empezado el trayecto de Crosseyed…, tras una guitarrita acústica que da inicio al álbum, suena “Heratstopper”, una canción preparada con ingredientes Stones —la guitarrita en un riff frenético, la patita que se mueve sola—, condimentada con especias propias de la escena rockera por la cual ha caminado el viejo Keith.
Se trata de un álbum sólido, casi susurrado, que funciona como píldora para morigerar las ansias de nuevo material Stone. Para ello, Richards recorre el rock, el blues, da algún paso hacia el reggae y se interna, finalmente, en lo que mejor hace: componer canciones pegadizas.
De la aventura forman parte Steve Jordan (quién tocó con Cat Stevens, Neil Young, Blues Brothers, Eric Clapton) en batería y percusión; Waddy Watchel (Fleetwood Mac, Stevie Nicks, James Taylor y el propio Richards), en guitarras; Ivan Neville (ex Spin Doctors) en teclados; Babi Floyd (un sesionista de la escena negra americana que murió en 2013 y dejó algunas voces pregrabadas) y Sarah Dash (colaboró varias veces en vivo con los Stones), ambos en coros; y el mítico Bobby Keys (grabó con los Stones, George Harrison, Joe Cocker, John Lennon, Ringo Starr, Lynyrd Skynyrd, entre muchísimos otros) participó con su saxofón, poco antes de morir a fines de 2014.
El resto es puro Richards. “Dejen que yo me encargo”, parece haber dicho. Voces, coros, guitarras, bajo, piano y teclados, todos están en su órbita. Después de un tiempo acovachado sin pisar un estudio, el viejo pirata volvió al ruedo con ganas de rendir homenaje a sus maestros haciendo rock. “En algún punto, este álbum es para Robert Johnson, Gregory Isaacs y Otis Redding, y para todos esos que funcionaron como influencia”, explica el guitarrista eterno.
La aventura de Richards en su nuevo álbum solista se completa con una decena de músicos invitados a poner manos en la masa y dar forma. Norah Jones la rompe en “Illusion”, con partes idénticas de dulzura, calidad y soft rock, para transformar el track en melodía adecuada para rendirse ante las emociones.
En “Trouble” —el corte de difusión del disco— Richards llama a Bernard Fowler para poder llenar el disco de impronta Stone y motivar a quien lo escuche a fruncir la trompa y separar los codos. Bien podría formar parte de cualquiera de los discos de la banda inglesa: el tempo, los riffs, el solo de guitarra; todo suena a Rolling Stones.
Para “Blues in the morning”, en cambio, todo parece transcurrir en un sótano recóndito, espeso, oscuro. Es un blues veloz de guitarras que suena exactamente a eso: un colchón de cuerdas, punteos para bailar y una batería a reglamento. A lo largo de todo el álbum Richards deja bien claro cuán gigante es necesario ser para que algo simple suene delicioso.
Al igual que en sus otros álbumes solistas –Talk is cheap (1988) y Main offender (1992)–, Richards se rodeó de Waddy Wachtel y Steve Jordan, dos viejos conocidos. “Grandes amigos, los conozco hace años y es un placer hacer esto con ellos”, señaló al respecto.
El legendario músico británico, tan famoso por sus performances on-stage como off-stage –entre las cuales se destaca haberse esnifado las cenizas de su padre muerto–, demuestra en Crosseyed… porqué merece respeto, admiración y aplausos.
Otra de las melodías destacables del álbum es la balada “Just a gift”, que ofrece a un Richards al borde de la confesión. “Come on, surprise me” (Vamos, sorprendeme) reclama desganado; desesperanzado, tal vez.
La salida del disco está a la altura de todo el recorrido. Con “Goodnight Irene”, una suma de arpegios acústicos con bombos acariciados con escobillas metálicas, comienza la despedida. Sube algo el volumen y se pone más joven que en todo el viaje para “Substantial damage”, con una guitarrita funky-frenética sobre una línea de bajo inquieta. Y finalmente, cuando parece necesario pedir la cuenta tras una buena hora y media de música, se despacha con la misma elegancia con la que llegó en “Lover’s plea”, una canción de amor, de súplica, de corazón abierto.
Será necesario, de ahora en más, reclamar que en cada tiempo muerto entre giras y rehabilitaciones, alguien le acerque una guitarra al viejo lobo, porque tiene las manos y la mente llenas de música. Y que cuando ocurre –aunque mal no fuese tras 23 años–, es necesario que quede registro de ello. Inoxidable, el Rolling Stone del reviente muestra cuán lejos está de ser sólo eso, un músico que vende desde su imagen. Porque cuando hace música tiene a sus espaldas un centenar de canciones que lo respaldan. Y ahora sumó otras 15.
Ignacio Merlo – @carrumbe
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