Nacionales

2 abril, 2015

La guerra de Malvinas en la literatura argentina

Extrañamente, la literatura argentina no se ha ocupado mucho de la guerra de Malvinas. Apenas algo más de una decena de novelas en 33 años acerca del único conflicto bélico nacional del último siglo parece demasiado poco. Los Pichiciegos y diez más.

En Wikipedia en inglés existe una entrada para “desmalvinización” pero no hay un equivalente en la versión castellana. Más claro, echale agua del Atlántico sur. En la versión inglesa explican que el término apareció en nuestro país después de la derrota en la guerra de 1982, cuando los medios se “abstenían de mencionarla” y los soldados argentinos que retornaban al país eran “casi ignorados”.

Si bien el concepto suele atribuirse al politólogo francés Alain Rouquié, que habla del tema en una famosa entrevista que le hiciera Osvaldo Soriano en marzo de 1983 para la revista Humor, lo cierto es que el Proceso militar tambaleante después de la derrota del “conflicto del Atlántico sur” comenzó a desmalvinizar decididamente apenas la armada inglesa mostró que estaba dispuesta a pelear en serio por las islas. Así la dictadura impulsó, vergonzosamente, la construcción de uno de los más grandes agujeros negros de la memoria nacional, que sucesivas políticas democráticas no dudaron en profundizar.

La literatura argentina, por acción u omisión, no ha sabido sustraerse a la desmalvinización y son llamativamente escasas las producciones de ficción acerca de la única guerra patria que tiene protagonistas aún vivos para recordarla. Las novelas sobre Malvinas se cuentan con los dedos. E incluso cuando se acercan al tema lo hacen de costado, tratando algún tema colateral a la guerra misma, usándola como metáfora o situando el conflicto en un contexto fantástico. Tal vez aún sea un tema demasiado doloroso para abordarlo de lleno, tal vez sea necesario ese abordaje lateral.

Ejemplos de esta estrategia de acercamiento tangencial al conflicto pueden ser desde el clásico del gordo Soriano, A sus plantas rendido un león (1986), en el que Malvinas es apenas un telón de fondo para un descabellado conflicto diplomático en una republiqueta africana; Las islas (1999), de Carlos Gamerro, en la que un hacker descubre en archivos de la SIDE que diez años después la guerra con Inglaterra continúa por otras vías, o Una puta mierda (2007), novela de Patricio Pron en la que tras los paisajes y situaciones delirantes se puede adivinar sin esfuerzo el trasfondo malvinero.

Ya traspasando el manto de neblina y acercándonos a las costas agrestes de las islas, podemos encontrarnos con dos novelas de la guerra en el mar. Una es la muy interesante Trasfondo (2012), de Patricia Ratto, que transcurre íntegramente a bordo del submarino ARA San Luis, espacio claustrofóbico en el que treinta cinco hombres soportan precarias ochocientas horas de inmersión patrullando los mares del sur. Aunque ficcional, el relato se encuentra minuciosamente basado en horas de entrevistas a los tripulantes. La otra es Los viajes del Penélope. La historia del barco más viejo de la Guerra de Malvinas (2007), de Roberto Herrscher, investigación periodística que cuenta las aventuras de la decomisada goleta malvinera Penélope, reconstruidas puntillosamente a través de las voces de sus marineros.

Ya en el pedregoso suelo del archipiélago parece no haber mucho por contar. Pero, por poco que haya habido, las concentradas 160 páginas de Los pichiciegos (1983) de Rodolfo Fogwill casi alcanzan para compensar todo el silencio y toda la desmalvinización, para expresar todo el odio, el dolor y el miedo de los chicos de la guerra ante ese enfrentamiento ridículo. La novela, famosamente escrita en una semana insomne de junio de 1982 mientras los combates llegaban a su angustioso final, probablemente siga siendo durante muchos años lo mejor que se ha escrito sobre el conflicto.

Lo notable, según supo confesar el mismo Fogwill, no fue tanto su cocainómano tour de force literario sino la capacidad de ósmosis respecto del espíritu de la época, logrando plasmar la realidad de la guerra con una verosimilitud estremecedora. El eje de la historia es un grupo de desertores argentinos que se esconden en un refugio subterráneo mientras esperan que acabe la aventura belicosa. Para ello no dudan en comerciar con las fuerzas argentinas e inglesas ni tienen ningún empacho en mandar al muere a esos sádicos y cobardes oficiales que los maltrataron sin piedad. La mirada de Fogwill se aleja tanto del pacifismo bobo como del nacionalismo acrítico y nos sumerge en la cotidianeidad dislocada de una tribu juvenil luchando por no morir.

Según un comentario de Beatriz Sarlo, quien solía ser interesante, “la novela de Fogwill muestra que esa identidad nacional es lo primero que se disuelve cuando sus hipotéticos portadores han sido jugados como peones en una escena donde la debilidad de los principios unificadores se potencia con la proximidad de la muerte”. Entonces los pichis no le deben fidelidad a nadie y se reconocen por una lengua apenas compartida tanto como por la necesidad de sobrevir.

En algún momento el autor contó que ni siquiera se propuso escribir informada y meticulosamente acerca del conflicto: “Como decía por entonces, estaba escribiendo sólo acerca de mí, de la revolución, la contrarrevolución, el amor, el comercio, la democracia que sobrevendría”. Pero leer Los pichiciegos es vivir la guerra, sentir su impacto en el cuerpo y en las pesadillas, entrar a una pichicera oscura y fétida de la que no se saldrá siendo el mismo.

Casi como contraejemplo, está Iluminados por el fuego (1993), la novela del ex combatiente y periodista Edgardo Esteban, que no hace mucho diera lugar a una muy mediocre película. La novela de Esteban apenas ofrece la ventaja del punto de vista de quién efectivamente estuvo allí. Algunos detalles de la cotidianeidad colimba en las islas pueden iluminar, aunque sin quemar, la trágica realidad de la guerra de Malvinas. Pero por regla general la seguidilla de lugares comunes de su prosa y de sus ideas nos trae a la memoria la famosa descripción del elefante por los ciegos. Haber estado, haber sido testigo, garantiza poco si no se logra mirar, si no se sabe contar. Una cosa es una suerte de diario personal llevado a los ponchazos y otra una novela.

Según clama el viento y ruge el mar, Los pichiciegos es la mejor novela sobre Malvinas. Lejos. Mucho más de 200 millas náuticas.

Pedro Perucca – @PedroP71

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