Medio Oriente

27 enero, 2015

Egipto, de la primavera al invierno

Este domingo 25 de enero se conmemoraron cuatro años de la rebelión que terminó con 30 años de gobierno de Hosni Mubarak en Egipto, pero lo que se respiró en las calles de El Cairo y otros grandes centros urbanos del país estuvo lejos de ser festivo.

Este domingo 25 de enero se conmemoraron cuatro años de la rebelión que terminó con 30 años de gobierno de Hosni Mubarak en Egipto, pero lo que se respiró en las calles de El Cairo y otros grandes centros urbanos del país estuvo lejos de ser festivo.

El clima se hallaba encendido tras la polémica confirmación acerca la decisión de la Justica de revisar y levantar las condenas que penden sobre Mubarak y sus dos hijos, Ala’a y Gamal, por cargos de corrupción, enriquecimiento ilícito y responsabilidad política en torno a la represión de 2011. Con esto, viene a desmontarse el que quizá haya sido uno de los mayores logros de la rebelión del 25 de enero: hacer a un gobernante rendir cuentas ante la sociedad por sus acciones.

Los choques que tuvieron lugar este fin de semana entre manifestantes y fuerzas de seguridad, en distintos puntos del país, han dejado al menos 20 muertos confirmados. Entre las víctimas, han trascendido las imágenes de la muerte de Shaimaa al-Sabbagh, militante del partido Alianza Popular Socialista, formación de izquierda surgida tras la rebelión de 2011.

En la plaza Tahrir, así como en otros puntos céntricos de la capital, se reunió una multitud conformada, en parte, por organizaciones de derechos humanos, juveniles, partidos de izquierda, sindicatos y uniones de estudiantes. El objetivo era rendir homenaje a los muertos de aquellas jornadas, como también, denunciar el giro autoritario adoptado por el gobierno del Mariscal Abdel Fattah Al-Sisi.

Su gobierno es visto como un regreso a los años previos a la revolución, un proyecto contrario a las consignas de “pan, libertad y justicia social” enarboladas durante la revuelta de 18 días de 2011.

Colectivos y partidos islamistas, entre los que destaca la Hermandad Musulmana, convocaron por su parte a concurrir a sus propias movilizaciones, en protesta contra la creciente persecución que el gobierno ha ejercido sobre sus organizaciones y representantes. Pidieron por la libertad del depuesto presidente Mohamed Morsi, así como de otros representantes y dirigentes islamistas. Morsi encabezó una coalición de gobierno, liderada por el partido “Justicia y Libertad”, expresión electoral de los Hermanos Musulmanes, desde noviembre de 2012 hasta su derrocamiento en julio de 2013.

Una crisis económica rampante, una guerra abierta dispuesta entre el poder Ejecutivo y el Judicial (señalado como uno de los pilares remanentes del viejo régimen), y una escalada en los choques callejeros entre partidarios y detractores del gobierno, dieron el pie para la intervención castrense.

Sectores medios urbanos, organizaciones laicas, liberales y nacionalistas, así como también las entidades representativas de las minorías religiosas, al principio dieron la bienvenida a la intervención militar, temiendo que el gobierno de Morsi supusiera el principio de un proceso de islamización de la vida política y cultural del país. Prueba de la polarización política que impreganaba a la sociedad se visualiza en las más de 22 millones de firmas que alegó reunir el Movimiento Tamarod (“rebeldía”), organización civil surgida para canalizar el creciente activismo social contra el gobierno de entonces. Con esto, terminaba el breve experimento de un gobierno civil encabezado por un islamista moderado.

Los partidarios de Morsi procedieron a una larga campaña a escala nacional de desobediencia civil, consistente en movilizaciones y acampes. Para mediados de agosto de 2013 el nuevo gobierno desató una fuerte represión sobre las concentraciones islamistas que dejó 595 civiles muertos, según el comunicado oficial del Ministerio de Salud. Un breve gobierno interino, precedido por el Juez de la Corte Constitucional Suprema, Adly Mansour, allanó finalmente el camino para unas elecciones que tuvieron como vencedor al Mariscal Al-Sisi.

Apoyándose en el llamado a la normalización, la unidad nacional y la lucha contra el terrorismo, el gobierno procedió a decretar un estado de queda que se prolongó por un mes, afirmando su política de tolerancia cero ante la movilización callejera, al tiempo que derogaba la constitución de 2012 y cerraba medios de comunicación disidentes. Desde entonces, se estima que más de 16.000 militantes y simpatizantes del gobierno depuesto han muerto en hechos de represión a manos de las fuerzas de seguridad.

Decepcionados y radicalizados por la forma en la que se han desarrollado los hechos, una cantidad mayor de militantes islamistas se ha volcado a la acción directa, lo cual ha devenido en una serie de atentados nunca vista en el país. Esta situación adquirió un nuevo cariz luego de que insurgentes islamistas de Ansar Bait Al-Maqdis (en árabe, “Defensores de la Casa Sagrada”), hace tiempo apostados en la península del Sinaí, jurasen lealtad al líder del Estado Islámico en Irak y Siria, el autoproclamado “Califa” Abu Bakr Al-Baghdadi, en medio de una oleada de incursiones sobre objetivos del Estado.

Desde 2012, el Ejército sostiene un intensivo operativo de seguridad bajo el nombre de “Operación Sinaí”, en esta región de importancia estratégica al dominar las rutas de intercambio que atraviesan el Canal de Suez; así como también limitar con la Franja de Gaza y la frontera sur de Israel, país con el que Egipto mantiene una fluida cooperación en materia de seguridad. Mientras que el gobierno de Morsi era visto con suspicacia por la dirigencia israelí por sus afinidades con Hamas, Al-Sisi se muestra como continuador del principio de buena vecindad característico del periodo de Mubarak.

Tras 4 años de esos hechos sin precedentes, la sociedad egipcia se debate entre aquella experiencia de empoderamiento y el retorno del antiguo orden.

 

Julián Aguirre – @julianlomje

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