Cultura

12 enero, 2015

Lo que puede un cuerpo

Reseña de la película ¿Qué puede un cuerpo? de César Gónzalez, más conocido como Camilo Blajaquis. Historias de marginación y violencia contadas desde los propios protagonistas que buscan todo lo necesario para sentirse parte de la cultura compartida.

«Los filmes sin dudas pueden ser detonadores, pero es preciso que nosotros, el pueblo, hagamos de ellos un fuego y lo mantengamos vivo. Es la única salida. Tenemos que transformar nuestro enojo, nuestra voluntad de cambio, en un movimiento global que a la larga mejore profunda y radicalmente nuestra sociedad»
Ken Loach

Si hubo un momento sísmico en el entendimiento de la relación entre públicos e industria cultural, este ocurrió cuando el foco pasó del análisis del mensaje a la capacidad de interpretación y reformulación que los receptores ponen a funcionar sobre aquello que leen, ven o escuchan cuando consumen o usan los productos que pueden y/o eligen adquirir.

Más allá de las posiciones en extremo optimistas respecto de la subversión o transformación de los mensajes, y posicionándonos desde una coyuntura en la que la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual comienza a dar algunos pasos, es tiempo de preocuparnos por las posibilidades de producir que poseen los diferentes sectores de la sociedad y en especial los más marginados del circuito, los sectores populares. Es decir, preguntarnos por la capacidad simbólica y material que poseen los mayormente excluidos de la creación cultural y su circulación, para administrar las propias representaciones sobre su mundo cotidiano. Es en esta situación que aparece César González y su segundo largometraje: ¿Qué puede un cuerpo?

El film relata las estrategias de supervivencia de algunos niños y jóvenes habitantes de las villas de Buenos Aires: el pibe que cartonea, el adolescente que decide salir a robar porque ve imposible su anhelo de convertirse en músico, los chicos que limpian vidrios en los semáforos para ganar unas monedas para la “Coca”, el grupo adulto que se conforma como una organización para afanar en arreglo con la policía y las mujeres operando satelitalmente alrededor de estas historias como madres, amas de casa o trabajadoras.

La historia acompaña al pibe que, cartonenado, consigue gracias a un vecino que se cruza en la calle, un empleo en blanco. En su primer día laboral será maltratado por los jefes y los empleados de la oficina en la que trabaja en limpieza, y despedido injustificadamente por las mentiras de una empleada administrativa caprichosa. Será la misma que mantiene relaciones con su jefe a escondidas.

Por otro lado, se continúa la historia del grupo de pibes que esperan los datos para un afano que un gendarme tiene que pasarles. Uno de ellos terminará muerto y el resto preso porque el gendarme los traiciona. En medio de estas dos historias, se suceden personajes de la villa que con sus apariciones relatan y combinan las posibilidades de vida que en esos espacios se construyen. La película se cierra como comienza: con el mismo pibe cartoneando con el carro. El círculo vuelve a comenzar porque los condicionamientos para quienes nacen en una totalidad de desventajas son en extremo difíciles de torcer.

La película resulta interesante antes de verla porque es una producción hecha casi en su totalidad por jóvenes de las villas de Buenos Aires. La posibilidad de poner a circular aunque sea en pocas salas cinematográficas un producto que ofrezca una mirada alternativa sobre la vida en los barrios marginados, un enfoque desde quienes la viven, la sufren, la disfrutan, seguramente ponga a jugar un imaginario ajeno al de películas de directores más afamados fascinados con esos contextos más que por un fin social, por una admiración acrítica sobre el crimen y la desolación como materia prima estética.

¿Qué puede un cuerpo? está atravesada por el concepto de trabajo: los múltiples sentidos que trabajar puede poseer para los más excluidos del sistema laboral legítimo y las valoraciones diferenciales que existen. Un joven es condenado tanto por su ex pareja como por la actual por “no trabajar” mientras él intenta explicar que su trabajo provisorio es cartonear hasta conseguir algo mejor. Pero resulta que ese algo mejor se evidencia en el relato como acceder a los trabajos más despreciados por la sociedad, donde la explotación física y mental es extrema: doce horas en una obra en construcción o ser operario de limpieza son dos ejemplos que la película nos pone a la mano.

La ropa frígida de la administrativa que utiliza su minúsculo poder al interior de la oficina para que echen al personaje principal en su primer día de trabajo, alude metafóricamente a la jerarquía que el orden socialmente determinado establece, y esto implica una violencia que en tanto simbólica, no deja de tener implicancias materiales en los cuerpos y por ende en las subjetividades.

Los clivajes internos entre los personajes de la villa demuestran que también se reproducen los estigmas sociales frente a los cuales uno imaginaría solidaridad de clase y no discriminación o un nuevo momento de exclusión al interior de los vínculos familiares, amorosos y de amistad. La desunión frente a la desigualdad es un gran logro para que la organización no llegue a una escala que ponga en peligro real un orden que si bien caótico, todavía funciona extrayendo plusvalía sin mayores obstáculos.

El trabajo es, entonces, abordado como la posibilidad casi remota de cobrar un sueldo en blanco. El trabajo, también, como quien sale a cartonear y vivir de lo que a otros les sobra a modo de basura. Y, por último, y el que resulta más interesante por su abordaje fílmico: el trabajo como salir a robar, meter caño. Allí González demuestra que el acto de robar es también un momento estético premeditado, una salida para la que se preparan no sólo mentalmente sino para la que también construyen una imagen.

La imagen del pibe chorro arruinado por las drogas, sin rastros de higiene, quemado, no existe más: gel, perfume, tatuajes, elección concienzuda de la ropa y su combinación. Robar es el atajo más rápido para poder consumir y sentirse parte, integrarse a ciertos grupos de referencia, sin someterse a la explotación por un sueldo magro por el que se deja más de la mitad de los días de la semana.

Si la publicidad ha logrado como nunca antes construirnos necesidades tan legítimas para todos los estratos sociales, afirmar que por pobre no deban sentirse las mismas ganas de poseer un smartphone, zapatillas caras, ropa nueva, autos, equipos de música, etc., es negar la condición de ser social de esos sujetos marginados. Y estas líneas no avalan la violencia: juzgan el proceso violento de conformación de estas prácticas y no el resultado como hecho aislado de cualquier construcción histórica. Allí reside lo que puede un cuerpo: todo lo necesario para sentirse parte de la cultura compartida.

César González tiene un futuro promisorio como cineasta y analista de su propia clase de origen. Lo necesario es que existan los recursos: una distribución que no reproduzca las desigualdades harto conocidas y que apoye la producción de los sectores populares que requieren un impulso desde el Estado y no desde el mercado que impone fórmulas de venta y publicidad.

Si no se quiere que la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual se convierta en un cinismo político que discursivamente nos habla de democratización y pluralidad de voces, se requieren proyectos serios que otorguen oportunidades basadas en las cuentas pendientes con aquellos sectores vapuleados a diario históricamente. Esta nueva película es prueba suficiente de que estos tienen muchas historias para contar y una ansiedad por transformar sus circunstancias que pocas veces es reconocida en las representaciones dominantes que de ellos se conforman.

 

Ana Clara Azcurra Mariani

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