30 diciembre, 2014
El Perro Molina: Sangre de acá
El Perro Molina, último largometraje de José Celestino Campusano, es un western conurbanero con todas las obsesiones de su director: los códigos no escritos del barrio, de la pelea, de la venganza, del honor, de la fidelidad y de la traición.

El Perro Molina actualiza el género tradicional de la gauchesca en un lejano conurbano -Marcos Paz, tercer cordón- y cuenta una historia de una venganza femenina. Natalia, esposa de un policía malhabido decide irse de la casa, después de tolerarle infidelidades predicadas y justificadas por él: una venganza terrible para el comisario.
Con actores no profesionales, pero que se apropian de los personajes en gestos y diálogos para nada pretenciosos, este séptimo largometraje del director, productor y guionista José Celestino Campusano, oriundo de Quilmes pero militante del oeste, se estrenó la semana pasada y aparece después de Vil Romance, Vikingo, Fantasmas de la ruta, Fango, Paraísos de sangre y del documental de motoqueros Legión, tribus urbanas motorizadas. El cineasta adelanta que su próxima película, a pesar de lo que esperarían los espectadores, se filmará íntegramente en la Capital Federal.
Tema fetiche de Campusano: los códigos no escritos del barrio, de la pelea, de la venganza, del honor, de la fidelidad, de la traición. En esta película recrea cabarets de un conurbano semi rural, donde la prostitución no sólo no se condena sino que es un laburo altamente codificado: “No hay que enamorarse de las putas. Hay que usar preservativo. Hay que cuidar la higiene”. De las comisarías entran y salen policías comepizzas, post-milicos y maltratadores de mujeres, además de matones y chorros que trabajan free-lance para la Bonaerense.
El paisaje es el de barrios en trance que mutan en algo desconocido para sus vecinos y, por ello, peligroso, que se transforman en escenario de contiendas en las que novatos matarifes negocian alianzas y una nueva ley no escrita con la policía. Marginales melancólicos de un pasado que, como en todo tango, fue mejor, mientras que lo nuevo es desconocido y provoca incertidumbre. Esto le sucede a Calavera cuando se enamora y no sabe qué hacer, al igual que a Molina si quisiera dejar su oficio. Lo inesperado en la gauchesca es tragedia y algo así sucede: los nuevos se equivocan y los viejos pecan por melancólicos.
Un western nacional cuya originalidad de género radica en relatar adónde se disputa lo local. En la lucha por la redefinición del poder, de quién tiene la gorra, hay una patente nuestra que explica entramados urbanos que sólo se dibujan si se recorre un colectivo de línea de terminal a terminal. Eso sí, la violencia no escaseará en ningún tramo del recorrido.
Hay una mirada masculina de un territorio donde la mirada masculina manda: las mujeres sí se adaptan más a los cambios pero, en la medida en que quieran motorizar acciones fuera del ala masculina, están entregadas a un destino trágico.
Quizás, las muertes en El Perro Molina duelen más que en un western, porque son personajes que conocemos, con los que esperamos el semáforo. El Calavera, Molina y Gonzalito no son personajes queribles, a algunos se los puede compadecer y con otros se podría tomar una cerveza. También hay quienes son completamente deleznables pero, comparados con un gringo malo, hasta ellos terminan siendo buenos por conocidos.
Libertad Fructuoso
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