Cultura

3 diciembre, 2014

24

Sexta entrega de “Seriamente (todos somos personajes)”, una construcción colectiva y fragmentaria sobre series de televisión, esos productos pensados para meterse en las grietas de un tiempo atiborrado y durar lo que dura una sesión de terapia. En ese rato resuelven, intrigan, abonan con misterio. Y su consumo anatomiza la vida metropolitana.

Sí, todas las series tratan sobre eso en su fondo. En su doble fondo, para ser precisos. Debajo del tema superficial y del problema de fondo, cada una tiene un vacío, un vacío flaco y finito y con un doble fondo, que es la oscuridad contra la que brillan las almas de estos dramas: ¿existimos? ¿Existo? Todos los espectadores miramos las series para ver si existimos. Todo el mundo sabe que existe, porque su angustia existe, porque existen sus pataleos en el aire que son el amarrete contacto que tenemos con la libertad. El deber de levantarse a la mañana, bañarse, usar rompa limpita y peinarse, también te abofetea la duda existencial.

Pero lo que nadie sabe es cuánto existe, en qué relevancia. Nadie cree tener primacía de existencia. Para tasar la existencia miramos la pantalla, como en un espejo opaco de cuyo reflejo nunca podemos estar del todo ciertos (miramos la pantalla para tasar nuestra existencia, y algunos creen que para darle valor hay que estar atrás de la pantalla, atrás de la cámara; es el misticismo barato de la sociedad mediática).

Me acuerdo de que era así en 24. Fue mi primera serie. La grababa todavía en vhs: tierno, ¿no? La veía como religión, la veía con ceremonia y con tiempo, con mucho tiempo. Ah, la vida sin trabajar. Qué blandura. Quizá ese apego con el vértigo de Jack Bauer fue el primer martillazo que asentó el clavo de lo que sería mi -no programada- “vocación”. Estudiaba de día, resaltaba fotocopias, apuntaba cuadros sinópticos conceptuales, pero entender, entendía de noche, con la tele. Con el fantasma inercial de la tele se entrenaba mi entendimiento, sin que yo tomara conciencia.

En 24 no había personajes secundarios. Al compartimentar la pantalla, al fragmentar el presente narrativo, mostraba un mapa asincrónico de la trama. Jack era el que iba a mil por hora y no dormía (ja, un amigo decía que la serie era un efecto doble, del estado de vigilia y actividad permanente alcanzado por la red de comunicaciones mundial, y de las drogas sintéticas hechas para bailar dieciséis horas a un ritmo implacable), todo para poder pasar por la mayor cantidad de escenarios posibles e hilvanarlos con su garbo y sus tiros patrioteros.

Pero ese protagonismo era un resto, un modo de zanjar el pacto con los televidentes, no preparados todavía para esa revolución: todos somos protagonistas, no hay personaje secundario, y la historia puede variar, consagrarse, interrumpirse, en cualquier pantalla. Un tejido interdependiente, que solo tiene líneas madre por efecto de hacer foco en alguna. Cada hebra es el centro de su punto de vista. Lo contrario a lo que experimentamos en el trabajo de oficina. La oficinización del trabajo. Cualquiera podría ocupar tu puesto. Bueno, no cualquiera, pero cualquiera. Y ningún punto del sistema puede hacer algo demasiado decisivo, ni demasiado dañino. Resiliencia, la de las neoburocracias mediáticas. Tienen una imagen de sí mismas donde nada podría salir mal. Como una eficacia inherente, irremediable. Que después se contradice con el nivel de succión que tiene de los cerebros que, siempre ocasionalmente, son su motor, su combustible.

Pero vuelvo. En 24 estaba en juego eso: todas las líneas de la trama eran vividas por sus protagonistas como eso, protagonistas, como escenarios principales de los cuales el problema “central” de la trama era secundario. Las posibilidades dramáticas que esto abre son incalculables. Pero tiene también un efecto ambiguo para el que lo mira. Porque se pueden ver en serie a unos personajes que actúan todos como protagonistas, cada uno en su pantalla, y al verlos en serie, quedan como conjunto de muppets con ilusión de centralidad y destino de intrascendencia.

Todo sucede al mismo tiempo y cada quien protagoniza su metrito. Nada más.

No había ni siquiera culpables, en 24. Los malvados, que siempre están detrás de un velo, se iban pasando la posta. Capas de cebolla de malvados culpables. Esto lo noté al contarla, cuando tuve que contar la trama. Tuve es un decir; se la conté a un profesor que me encantaba, sus clases, el mundo que enseñaba, la pasión que lo hacía contar. Yo quería acercarle esta novedad que, para mí, iba a ser una ganancia para su mundo que era input del mío. Y al contar la serie me di cuenta de varias cosas. De cuánto había entendido mientras yo solo pensaba que observaba; de que era un esquema dramático inaugural; de que no había bandos, ni jefes superiores, ninguna elevación con vista de conjunto que dominara la historia.

Había una bomba, y la bomba era la que organizaba la historia. La bomba era la verdadera protagonista. Un problema, una tensión, algo que hunde la piel de la realidad en la que se implanta. Y alarma, todo empieza a medirse según su vínculo con ella. Con la bomba. La bomba es un carretel que agrega hilos de interés de cada uno de los involucrados: un general yanqui que quiere mostrar debilidad del sistema de defensa para conseguir mayor presupuesto y poder para el complejo militar, un terrorista árabe que no queda del todo claro qué quiere pero implica la muerte de muchos libres ciudadanos de América, un fanático nacionalista local que apoya todo lo que vaya contra el gobierno federal, el novio de la hija de Jack que tiene dolor de espalda, y un largo etcétera. Todos confluyen dando lugar al problema, y el problema es el que pone en marcha la trama. Para que no haya personajes secundarios, para que el protagonismo se derrame en decenas de personajes, el verdadero protagonista tiene que ser un objeto inerte. Un objeto, con esa inocencia última que tienen los objetos, es sin embargo el que anima la trama.

Existimos porque tenemos doblemente ojos. El ojo es el órgano, y la palabra, más reversible del cuerpo, decía mi profesor. Tenemos ojo como tiene la aguja, por donde nos atraviesa un hilo que nos conecta con un objeto que –movido mágicamente por los hilos que anuda, como la copa en su juego- reina el sentido y la urgencia de la trama. Pero también ojos para mirar, con los medios de comunicación y el tráfico de informaciones informal, y ver que si vivimos como protagonistas la línea que nos toca es porque damos la espalda al caos, lleno de determinaciones, en el que somos una espina más.

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