Cultura

5 noviembre, 2014

Estadío barroco del capitalismo

Primera entrega de «Seriamente (todos somos personajes)», una construcción colectiva y fragmentaria sobre series de televisión, esos productos pensados para meterse en las grietas de un tiempo atiborrado y durar lo que dura una sesión de terapia. En ese rato resuelven, intrigan, abonan con misterio. Y su consumo anatomiza la vida metropolitana.

Hoy. Extraño a los caballos. Compañero fiel, eran una buena medida. Fue una conquista suficiente por milenios, el caballo. El mundo humano tenía suficiente movilidad y escala cuando su estandarte callado y compartido eran los equinos. Ya en los estribos convivía su nobleza con el albor del Dios Metal, en estadíos bajos de su larga gesta imperial. Hoy todo es brillo o no es. El caballo brilla pero solo ante quien se acerca a verlo a una distancia en la que también percibe su olor. No es bicho de brillo perenne y farabute como pretende hacer creer el hipódromo.

A caballo recuperaron Stalingrado los soviéticos; los nazis, súbditos subidos al dios técnico (némesis atávica de toda piedad), esos nazis con pelo metálico y sin olor perdieron con la caballería de las estepas. Ruido de galope… Histórica paliza a los superhombres del cálculo, a la mayor voracidad de igualación del mundo, porque los nazis fueron los peores igualitaristas de la historia, querían que todo se aplanara en su igualdad. Los nazis perdieron, pero parte de lo que los movía no fue completamente derrotado. Yo lo veo a diario. Esa infantil exacerbación del individuo en la que se apoya tanta cháchara, y también el derecho arrogado de eliminar a los que molestan a su visión del mundo. Chácharas asesinas que casi siempre buscan hacer cagar a los de siempre. Hoy hay muchos que no son nazis solamente por cuestiones de grado, de ocasión histórica, de quórum, de oportunidad y de viento.

La expansión total es otra bolilla nazi que se disimuló, se dispersó, y florece en el capitalismo tardío mucho más de lo que la maquinaria del Tercer Reich podía soñar: autopistas virtuales, con bajadas incontables, inundan el planeta por completo. Al menos es la tendencia. Las fronteras son cosa del pasado. No para los pueblos; lo migrantes viven con normas más viejas que las que gozan los bits, las imágenes, también las mercancías. El imperio está en retirada, dicen, pero lanza por este nuevo estrato civilizatorio (de posnaturaleza) bombas de fragmentación que difunden su mundo en todo el mundo.

Acá muchos miran el mundo como si fuéramos una sucursal defectuosa e indignante de los yanquis. Nos mandan sus espejitos de colores, son cristales con los que miramos y vemos nuestro contexto con estereotipos de ellos. Cada uno en su espacio privado, cada uno cuando no le da el sol, cada uno en la suya haciendo la misma. Nadie tiene a nadie obligándolo. No necesitan más que productoras, no necesitan organizar una dominación material en las colonias -aunque la embajada y el consulado están, y no es poco lo que debería hacer quien quisiera reventarlas-. Cables por doquier dibujan esa red pegajosa de entretenimiento inteligente. Y el aire también, tiene un uso invisible, está la red ahí. Esa red ocupa el territorio de los países y los centros urbanos casi sin que se note, líneas imperceptibles que no obstaculizan el movimiento de la gente en la ciudad, aunque la abarcan toda. Las líneas de distribución del imperio se les aparecen a sus destinatarios como líneas de una red sin centro. Como algo que simplemente está ahí, que circula, que es de todos. ¿A dónde iba a volver a reportar y a capitalizar esta red tan extensa, a qué centro puede llevar su botín y recargar estrategia? Es impensable, es demasiado, va más allá.

En los reinos romano-germánicos, y durante todo el Medioevo salvo quizá con el imperio Carolingio, las unidades de dominación, los feudos, se medían por rango de alcance. Desde el castillo tenían que poder mandar jinetes que fueran y volvieran en el mismo día, ese punto de alcance era el límite del feudo. Ahí se vivía, ahí dominaba el señor y explotaba a los trabajadores, que le exigían seguridad. La distancia que un caballo puede hacer ida y vuelta antes de que se haga de noche.

Hoy. Breaking Bad. ¿Cómo no verla? El tipo aparece manejando como loco en el medio de la nada, claramente llegó con nafta hasta ahí así que no deja de ser un centinela de la civilización, en raje como fueron siempre las expansiones de la civilización, rajando, el desierto es rico para este tipo que maneja un camión en calzones y con una máscara sofisticada de científico o alguien que lidia con sustancias químicamente peligrosas. Y con un fierro y una cámara: partes centrales del sistema capitalista-imaginista. Por un lado la materia en su irreversibilidad -¡pum!- y por otro la realidad como ente multiplicable, al que multiplicándolo se lo vuelve también versátil, manipulable.

Empieza la serie con los últimos momentos de Walter White, que obviamente no lo son. Piensa, en qué si no, pequeño burgués como último refugio identitario, en su familia. La gente que más lo constató existir, gente que lo veía cada mañana y cada noche. Bajo el terrible sol del desierto de Norteamérica, Walter White anda en calzones, mega máscara, deja el camión junto al camino se calza el fierro y: mira a la cámara. No a la que vemos los espectadores. Porque los espectadores vemos lo filmado y la cámara. La cámara antes era la parte que había que ocultar para encender el sistema; aunque me acuerdo de que ya Alf, la presentación de Alf que abría cada capítulo, era Alf con una cámara, filmando el hogar de los Tanner. Ahora, el primer capítulo de Breaking Bad tiene a la cámara como el insumo que ordena la velocidad de la historia. La velocidad es lo que llegó para quedarse. La velocidad es lo más pesado e inmóvil. Oprime el suelo de este tiempo hasta disimular su actividad y llegó para quedarse. No voy a entrar. En la velocidad, cada capítulo es un remanso. Aunque nervioso tense la mirada, aunque se mire una temporada de un saque, es otra cosa, otro territorio, otro lugar. Es nervioso pero igual es otra cosa, forma parte y no forma parte. A los nervios apunta Breaking Bad, trabaja los nervios del capitalismo actual. El talento frustrado, la vida pequeñoburguesa como cárcel, el fantasma de la muerte, el negocio que circula tanto tanto que está siempre ahí y puede conseguirse de un golpe. Salvación para los nuevos condenados de Roma.

La vida de Walter White no es una mierda, pero vivirla lo es. El tipo es una parte de un mecanismo bastante aceitado, pero él es el eslabón quemado. Y sueña, porque es yanqui, está en la parte más viscosa del capitalismo, frita de sueños. La parte donde “lo posible” es más infinito. Los yanquis hace ciento veinte años que se animan a cualquier cosa. Y lo registran. Walter se entusiasma con la idea de una vida mejor, de una vida que merezca la pena llevarse a la eternidad. El ideal, el sueño americano y de la rosa de cobre de Arlt, hoy en el desierto norteamericano es la metanfetamina. Profesor de química, es un agente productivo calificado. Tiene conocimientos de química y, también, aunque sesgados y parciales, de los jóvenes. Pero vive resentido porque lo traicionaron, quedó clavado en una función que lo subestima, lo humillan los niños ricos, es un individuo separado del sentido de su vida. Se cruza con un conflicto de valor: sus conocimientos tienen un valor u otro según el sistema en que se ubiquen. La ideología es un obstáculo para su valorización, para que sirva a su máximo como agente productivo. Obstáculo de papel. La ley sí será más problemática: lo llevará a inventar, correr, a construir el espacio y la red de su sistema de producción y distribución.

No va a trabajar para los grandes burgueses, Walter, no venderá indumentaria ni artes ni servicios para ricos. Hace droga para las masas. Droga que forma parte del modo en que se produce el valor bioeconómico en esa parte del mundo. Valorización pura y directa, negocio líquido. Toda la gente con la que hablo festeja a Breaking Bad, y la festeja como una historia increíble, por lo bien hecha que está, la cantidad de cosas inesperadas, los personajes, los lugares a donde te lleva: una pileta de un capo narco mexicano meada por uno de sus segundos; la oficina de un abogado de poca monta famoso por su jingle de difusión radial; una banda neonazi relajada y dedicada al mercenarismo; una corporación trasnacional de alimentos que financia a un cartel de droga; un largo etcétera con base en un profesor de química de secundario devenido narcotraficante y con un cuñado que es agente honesto y vivo de la DEA: toda una locura de situaciones, giros y momentos de caos, secuencias que llevan de una cosa a la otra a toda rapidez y sin que te des cuenta, una ambición que primero tiene un objetivo, un objetivo de uso (la ambición al servicio de una necesidad del personaje como identidad partícipe del cuento burgués), y luego es ambición barroca, insaciable (la ambición como sentido en sí mismo).

La ambición de Walter White es el motor obstinado de esta historia increíble, la historia con que el capitalismo muestra que no hay máquina narrativa más poderosa que el propio capitalismo: mostrar sus circuitos es un cuento alucinante. El capitalismo se expone y hace de sus entrañas un producto, inventa esta nueva literatura para comerciar con su intimidad entretenida, ¿signo del albor de su derrumbe?

 

Claudio Figazzi

 

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