7 octubre, 2014
Volteados
Por Andrés Scharager. La Presidenta denunció la semana pasada que algunos sectores concentrados quieren hacer caer al gobierno. Los grandes empresarios ya no confían en el arbitraje del Poder Ejecutivo y buscan marcar la cancha hacia 2015, mientras que el gobierno se encuentra atrapado en sus propias limitaciones políticas e ideológicas.

Por Andrés Scharager. La Presidenta denunció la semana pasada que algunos sectores concentrados quieren hacer caer al gobierno. Los grandes empresarios ya no confían en el arbitraje del Poder Ejecutivo y buscan marcar la cancha hacia 2015, mientras que el gobierno se encuentra atrapado en sus propias limitaciones políticas e ideológicas.
Los argentinos estamos acostumbrados al fin anticipado de gobiernos. Desde el inicio de la “Década Infame” hasta la etapa política inaugurada en 2003, numerosos períodos presidenciales fueron interrumpidos por golpes de Estado, como el de Yrigoyen (1930), Perón (1955), Frondizi (1962), Illia (1966) y Martínez de Perón (1976). Pero los casos más recientes no fueron suscitados por alzamientos militares ni fueron sucedidos por dictaduras: Alfonsín (1989) renunció en medio de turbulencias económicas (un “golpe de mercado”), lo cual llevó al adelantamiento de la asunción del presidente electo Menem. De La Rúa (2001), por su parte, abandonó la presidencia por la azotea de la Casa Rosada en medio de una gran movilización popular, y fue seguido por cinco presidentes más, el último de los cuales, Duhalde, tuvo que adelantar el llamado a elecciones (abril de 2003).
La caída de gobiernos, entonces, está lejos de ser una excepción en la vida política del país. Resulta ilustrativo en este sentido que Alvear (1928) haya sido el último presidente radical en terminar su mandato. Este hecho ha colaborado a que, desde el regreso a la democracia, se pueda afirmar que sólo el peronismo es capaz de garantizar la denominada “gobernabilidad”, o, en otras palabras, el orden social necesario para el funcionamiento de un proyecto económico-político.
Sin embargo, los últimos dos peronismos tuvieron características divergentes. El menemismo fue una experiencia política de escasa autonomía respecto del poder económico hegemónico, es decir, aquel que crecía a la luz del modelo de valorización financiera en desmedro de los sectores industriales locales. Y aunque el período de auge económico y recuperación del consumo de los primeros años redundó en una mejora temporaria de las condiciones de vida de los sectores populares y medios que venían golpeados de la hiperinflación, en el mediano plazo las tensiones económicas del modelo hicieron que el gobierno comenzase a perder sus bases de sustentación electoral conforme se agudizaba la crisis social. Llegado el año 2001, el debate dolarización-devaluación se saldó en favor de esta última opción, lo cual, sumado a la expansión de las luchas populares y una serie de cambios económicos y políticos a nivel internacional, generó las condiciones para el ascenso de un nuevo bloque al poder del Estado.
A diferencia del menemismo, que actuó como representante y ejecutor prácticamente directo de los mandatos del poder económico, el kirchnerismo supo construir un modelo político de mayores márgenes de autonomía respecto de los “poderes fácticos”. Si bien en el período 2003-2007 mantuvo una alianza de considerable armonía entre industriales, agropecuarios, sectores medios y sectores populares, la llegada a la presidencia de Cristina Kirchner estuvo signada por el agotamiento del “rebote” económico poscrisis y la aparición de tensiones en torno a la distribución del ingreso (síntoma de lo cual fue la alta tasa de inflación a partir de 2008). En este marco, el gobierno confrontó con ciertos sectores del poder económico (patronales agropecuarias, Grupo Clarín, AFJP) y propició avances para los intereses populares (Asignación Universal por Hijo, mejoras en las jubilaciones, Fútbol para Todos, aumentos salariales iguales o superiores a la inflación, entre otros), aunque optó por no tomar medidas de transformación estructural (como una reforma tributaria, auditoría de la deuda externa, o la nacionalización de la banca, el comercio exterior y los recursos naturales).
Sin embargo, los últimos años estuvieron signados por una agudización de las tensiones económicas y un crecimiento de la incertidumbre política hacia 2015. El clima de aceptable convivencia que se había construido entre los grandes empresarios y el gobierno con las medidas más ortodoxas del verano y otoño (devaluación, arreglo con el Club de París, el CIADI y Repsol) comenzó a desmembrarse a partir de la derrota judicial frente a los fondos buitre, la resistencia a pagarles (en un clima de cada vez mayor beligerancia verbal con Estados Unidos), y la adopción de decisiones antipáticas para los sectores dominantes y la oposición conservadora (reforma de la Ley de Abastecimiento, creación de un Observatorio de Precios, resistencia a una nueva devaluación).
Los empresarios se irritan frente a la dificultad de doblegar al gobierno; la devaluación de enero no los satisface y presionan para una mayor depreciación del tipo de cambio que reimpulse sus márgenes de rentabilidad y acabe de licuar los aumentos salariales. A su vez, buscan marcarles la cancha a todos los precandidatos, mostrando que a partir de diciembre de 2015 se deberán haber acabado los tiempos de rebeldía y volverán las relaciones carnales con la Casa Rosada.
En este contexto, la Presidenta denunció la semana pasada que “algunos sectores concentrados de la economía quieren voltear al gobierno y (planean) hacerlo con ayuda extranjera”. La acusación no carece de asidero en la experiencia política del país. Más aún, el caso de Alfonsín demuestra que estar cerca del fin de un mandato no es impedimento para la caída de un gobierno. Pero si bien es discutible que exista una voluntad del poder económico de pasar a una etapa de desestabilización intensa, efectivamente se ha erosionado la legitimidad del kirchnerismo frente a los sectores dominantes como fuerza política capaz de garantizar sus intereses a cualquier costo.
El gobierno intenta mantener a flote sus banderas mientras en un contexto recesivo negocia de qué modo comenzar a emprender una retirada ordenada que no dañe en demasía su identidad e ideales políticos. Esto explica cómo en un mismo año concedió una pronunciada devaluación que degradó los salarios reales y, a su vez, evitó implementar todas las medidas de ajuste que se le reclamaban, aprobó un nuevo marco legal para intervenir en las cadenas de valor, y esté reinstalando la agenda de ampliación de derechos a partir del debate por la despenalización del consumo de drogas.
En un marco económico complejo, la limitación a la que se enfrenta el gobierno es política e ideológica. Culpa al capitalismo por no dejar que la Argentina practique un buen capitalismo, y acusa a las corporaciones oligopólicas por llevar adelante prácticas oligopólicas corporativas. Pero el capitalismo y los sectores dominantes no hacen más que lo que saben hacer. El obstáculo reside en creer que es posible para la Argentina un capitalismo donde todos ganen, y en pensar que a las corporaciones se las combate regulándolas y no desarticulándolas por medio de una intervención activa del Estado en los ejes estratégicos de las cadenas productivas. Esto implica que las denuncias de desestabilización deben pasar del atril a una convocatoria popular a enfrentar a los que vienen por todo.
Si llegaste hasta acá es porque te interesa la información rigurosa, porque valorás tener otra mirada más allá del bombardeo cotidiano de la gran mayoría de los medios. NOTAS Periodismo Popular cuenta con vos para renovarse cada día. Defendé la otra mirada.