31 mayo, 2014
Adolfo Bioy Casares, el primer escritor peronista
El vendedor de humo. Primera entrega de esta columna en la que el dibujante Lucas Nine se propone «garantizar una provisión de teorías escandalosas para discutir en la sobremesa y munir al pastenaca de un material que le permita impresionar a sus amistades».

El vendedor de humo. Primera entrega de esta columna en la que el dibujante Lucas Nine se propone «garantizar una provisión de teorías escandalosas para discutir en la sobremesa y munir al pastenaca de un material que le permita impresionar a sus amistades».
El escenario es seguramente alguna playa de Mar del Plata o Chapadmalal, pero faltan elementos que permitan precisar un momento: apenas las olas barriendo metódicamente la arena, apenas las gaviotas. Un sol discreto como una rodaja de limón ha ido trepando por los cielos con la paciencia de un aficionado a los crucigramas y ahora se distrae en prolongar la sombra de dos figuritas que recorren la costa.
Aunque el bramido del mar se impone como telón de fondo, una de las voces es atiplada, metálica, y va asomando por acá y allá a medida que se acerca a nosotros: expone una serie de puntos de manera programática. El tono es monocorde y fatal, aunque el idioma parezca ir cambiando entre ola y ola: francés, inglés, español, italiano. “Shhh”, pide inútilmente la espuma del mar de tanto en tanto; “shhh”.
Una mano con el índice extendido pone acentos sobre el discurso: el dedo señala la costa, el mar, un faro lejano: abarcando el todo y la nada para ilustración de un acompañante que es todavía menos preciso que el campo de acción de ese dedo. El turbante de un hindú de pacotilla, la ligera barbita de un orientalista italiano o la frente romboidal de un intelectual francés asienten vagamente a la uña que recorre la cresta de las olas.
Vistas de espaldas, las figuras resultan ligeramente ridículas: cosa que aprovechan los dos amigos que van detrás para mofarse en silencio de ellas.
Se encuentran a una prudencial distancia de los paseantes, siguiendo las huellas marcadas en la arena húmeda. Las más firmes resultan invariablemente las de los tacones de la señora Victoria Ocampo; las otras pueden ser la raya como de bigotito fino trazada por el bastón del místico vegetariano Lanza del Vasto, (rebautizado con el mote de “Panza de Pasto”), pueden ser ligeras como las sandalias del místico Rabindranath Tagore (alias «Cagore»), o acaso tan discretas como los pasitos cartesianos de Monsieur Callois («La Cocotte»).
Amparados por cierta distancia (acaso envalentonados por el hecho de hallarse fuera del ángulo de visión de Victoria y su acompañante), los dos amigos, Adolfito y Jorge Luis, se encuentran planificando una especie de venganza discreta, una rebelión mínima al alcance de los niños: el arte de parodiar a los adultos. Las novelas policiales, el cine de género, el cuento fantástico, son apenas algunas de las travesuras que nuestros muchachones evalúan como escapada frente al severo programa que el grupo “Sur”, la flamante creación de Victoria Ocampo, ha diseñado para encuadrar al intelectual argentino dentro del mapa de las corrientes culturales de Europa. (*)
Jorgito se encoje de hombros, saboreando de antemano la perspectiva de sintetizar el programa cultural de la vanguardia francesa en la figura de uno de sus autores, un tal Pierre Ménard (“autor del Quijote”), que podría resumir en su continente ficticio al huésped ideal de la señora Ocampo. Ménard será invitado por él, por Jorgito, (que también puede darse ciertos lujos) a unirse al tropel de figuras estelares convocadas por “Sur” a nuestras pampas; y en su rol de invitado deberá ser tan real como los otros, los de carne y hueso, que se van sucediendo por las playas de Chapaldmalal. O acaso un poco más: se sabe que esos terminan por desvanecerse al punto de creerse fantasmas salidos de la pluma de Victoria.
Adolfito, en cambio, contempla la costa con una sonrisa de arrobamiento, ensimismado en la regularidad de sus procesos digestivos: la promesa de la salsa golf que lo espera el mediodía obra como un sedante en su organismo. Estudia la playa, la sucesión infinita de sillones de mimbre que acaban de dejar atrás, la elegante estructura “decó” que se levanta más adelante. La canción “Valencia” (que vamos a suponer que está de moda) es traída por el viento desde algún gramófono lejano. Podemos agregar algunas raquetas de tenis, esparcidas artísticamente aquí y allá: y no es raro que Adolfito se sienta deambular por una isla perdida.
Precisamente la isla del Doctor Morel, la creación en la que está trabajando en ese momento: perdida en un archipiélago en el fin del mundo pero dotada con las más modernas instalaciones, resulta un duplicado literario perfecto del universo cultural de la señora Ocampo. Adolfito lo ha trasladado a los mares del Pacífico, fértiles en ficción literaria. En cuanto a la isla, será conocida por todos gracias a la invención que contiene: una creación del propio Morel.
(Llegados a este punto, podemos suponer que haya lectores que no estén informados de la naturaleza de la invención de Morel; en cuyo caso no queda más que rogarles -con amabilidad pero con firmeza- que desistan de seguirnos en este paseo por la playa bajo pena de perderse la sorpresa que les aguarda en las páginas de ese libro. Son libres de imaginar un patovica gigantesco que les pone una mano en el pecho y les impide seguir adelante, si les place.)
¿Es consciente Adolfito del diseño especular que propondrá en “La Invención de Morel”? ¿Cómo hay que leerlo? ¿Como un juego, como una sospecha confesada a medias en alguna reunión de amigos, como una denuncia ante el mundo? Nunca lo sabremos, a juzgar por la naturaleza idiota de su sonrisa.
Y sin embargo, basta con recorrer un poco la trama que Adolfito repasa ahora mentalmente para deducir que el infeliz disfruta con la idea de esconderse bajo el disfraz un tanto obvio del “intelectual venezolano”. Prófugo de un crimen abstracto, acaba de llegar a la isla. ¿Desierta o habitada? En la ficción, un grupo de veraneantes franceses (o al menos francófonos) recorre el lugar condenados a repetir al cabo de un cierto número de días los mismos movimientos y palabras, que ejecutarán con la displicencia típica de los turistas. Una pequeña dosis de misterio va agregándose en cuotas a lo largo del camino: ¿por qué no parecen sentir el terrible calor? (si de hecho, hay dos soles en el cielo); ¿qué comen? (en el lugar no hay alimento alguno); ¿por qué repiten periódicamente, con una fijeza maquinal, sus idas y vueltas, las palabras que cruzan entre ellos?
Porque ocurre que solamente hablan o interactúan entre ellos: nuestro narrador, hambriento, enamorado de una de las mujeres, ha salido de su escondite para dirigirle la palabra en perfecto francés (será latinoamericano pero es intelectual): inútilmente. Ni ella ni el resto de los veraneantes pueden verlo. La interacción es imposible.
El chillido de las gaviotas distrae momentáneamente a Adolfito: diríase que las aves, en su infinita sabiduría, los putean a todos. Adolfo baja la vista y prosigue sus quimeras, contemplando como la espuma de las olas evoluciona por la arena húmeda con un dedo sobre los labios.
Claro, claro, por supuesto: finalmente el misterio parecerá aclararse. La mujer y los suyos (entre los que se encuentra Morel, el inventor) no son reales sino meras “proyecciones anímicas”, obtenidas mediante un mecanismo disimulado. La misma máquina que los fijó para siempre en su papel de hologramas también los ha destruido (radiaciones, por supuesto), permitiéndoles paradójicamente cierta especie de vida eterna bajo la forma de esa proyección especular. Nuestro venezolano descubre esa máquina, y decide eliminarse con ella: se “filmará”, sabiendo que el proceso es mortal. Pero, si estudia bien su papel, si es consciente de cómo meterse en los huecos que dejan los otros, inalcanzables para él, y suma acá y allá alguna frase en francés al conjunto (atención: practicar pronunciación), podrá dar la impresión de estar integrado al resto del grupo, a pesar de que ellos jamás se enteren de su presencia.
Es cierto que la pantomima, la ficción de formar parte de una escena a la que nunca perteneció, implica una destrucción necesaria en el plano físico; pero está dispuesto a pagar ese precio.
Hasta aquí, resumida en la trama de una historieta fantástica, el programa cultural de “Sur” y sus gestores: La ilusión, practicada como sistema cultural. La pantomima como mecanismo de existencia. Pero si el simulacro implica la destrucción del actor, también sugiere la necesidad de un espectador ideal que asista a la función en calidad de público. ¿Quién será el afortunado?
Adolfito todavía no lo sabe, pero no puede reprimir una risita ahogada. Si, si, lo hará. Está aterrado.
Jorgito apenas necesita mirarlo; lo ha adivinado todo.
Es entonces cuando caen en la cuenta de que el grupo que les llevaba la delantera se ha detenido, algunos metros más allá. Victoria les observa fijamente.
Sus ojos refulgen como un segundo sol en el cielo y de pronto el calor se hace insoportable. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares bajan la vista y apuran el paso, disolviéndose en la nada.
* «Sur» (como revista y como grupo intelectual) representa la persistencia y la crisis del europeísmo como tendencia dominante en la literatura argentina del siglo XIX. En mas de un sentido, habría que decir que es una revista de la generación del 80 publicada con 50 años de atraso. De allí que la revista conserve, todavía hoy, el prestigio, un poco ingenuo, de su anacronismo. Llega tarde a esa tradición y eso explica sus excesos, su provincianismo: la política cultural de la revista se afirma en la idea de que es preciso modernizar la cultura argentina y ligarla con las novedades europeas. Este programa ya había sido formulado por Juan Bautista Alberdi. Haberlo retomado en 1931 es sin duda una muestra de civismo. (Ricardo Piglia, Crítica y Ficción. Anagrama, 2001)
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