Batalla de Ideas

20 diciembre, 2021

El 2001 en su laberinto

Historizar diciembre del 2001 para pensar las causas de largo, corto y mediano plazo que desembocaron en la mayor crisis social, política y económica de nuestra historia.

Crédito: Sub Cooperativa

Juan Manuel Soria

@ratherbeJuan

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I.

Para comprender las causas de largo plazo de esos días, es necesario remontarnos al año 1976. A partir del golpe de Estado que dio origen al Proceso de Reorganización Nacional se sentaron las bases para la instauración del proyecto neoliberal en nuestro país. Este golpe militar, que contaba con apoyos extranjeros, como los de Estados Unidos, organismos internacionales de crédito como el FMI, pero también de medios de comunicación locales, los sectores patronales, de una parte del arco político local, y también de buena parte de la población, tenía como objetivo reorganizar el modelo de país. Para evitar cualquier tipo de resistencia a esto, la dictadura secuestró, torturó y desapareció a más de 30.000 personas. Gracias a este “trabajo sucio”, los sectores exportadores, empresariales y vinculados al capital financiero dieron rienda suelta a la ortodoxia liberal en materia económica con José Alfredo Martínez de Hoz a la cabeza del Ministerio de Economía.

Las claves del plan económico de la dictadura se basaron en la toma de deuda externa –que creció un 700%- la desregulación a la entrada de capitales, una fuerte devaluación, una mayor carga impositiva sobre el consumo y el comienzo de un proceso de privatización del sector público. Los resultados de este plan no se hicieron esperar: la industria nacional se vio fuertemente afectada por el ingreso irrestricto de las importaciones con la consecuente quiebra y cierre de miles de establecimientos, los salarios reales cayeron en un 40% y los niveles de desocupación aumentaron de forma veloz: la participación de los asalariados en el PBI –nos dice el historiador Ezequiel Adamovsky- pasó de un 45% en el año 1974 a un 34% en 1983, año de finalización de la dictadura.

Ese mismo año, las elecciones presidenciales darían como ganador a Raúl Alfonsín, candidato de la Unión Cívica Radical (UCR). Al llegar al poder, el gobierno se encontró con una economía devastada y casi en una situación de default, con una deuda externa astronómica y una inflación casi ingobernable. Si bien la situación fue relativamente estable durante los primeros años de su gobierno, el riesgo de una hiperinflación llevó a la UCR a la aplicación de medidas económicas ortodoxas.

De la mano del Ministro de Economía Juan Sorrouille llegó el Plan Austral: a través del congelamiento de precios, salarios y tarifas, pero también de una nueva moneda, el Austral, se buscaba frenar la inflación y estabilizar la economía. Pero el plan fracasó y el gobierno, bajo tutela del FMI, profundizó su rumbo neoliberal en términos económicos. El Plan Primavera del año 1988 sería el reflejo de esta orientación. El Estado era –bajo la lógica económica imperante- el responsable de los problemas económicos del país y por lo tanto era urgente achicarlo. En 1989 el FMI y el Banco Mundial anunciaron que dejarían de otorgarle créditos al país.

Lo que sobrevino fue una catástrofe económica sin precedentes: la inflación llegó al 3.600% anual y la pobreza e indigencia llegaron a cifras cercanas al 50%. Con esta situación económica y con una derrota electoral en 1989 que provocaría la llegada de Carlos Saúl Menem y el peronismo al poder, Alfonsín debería adelantar el traspaso electoral seis meses. La hiperinflación dio lugar a una serie de saqueos de alimentos por parte de una población harta, hambrienta y sumida en la miseria a lo largo y ancho del país. Los “nuevos pobres”, resultado de años de políticas de ajuste, hacían su entrada en la arena política del país. Su presencia se volvería insoslayable en los años por venir.

II.

1989, entonces, es plausible de ser visto como un punto clave en el mediano plazo de este proceso. La llegada de Menem va a estar enmarcada por un lado, en la caída del bloque socialista y el final de la Guerra Fría en el bienio 1989 – 1991 y, por otro, por la nueva hegemonía norteamericana, que a través del Consenso de Washington traducía el credo neoliberal para un mundo que ya no podía avizorar alternativas al capitalismo. Era el “fin de la historia”.

El gobierno de Menem completó la tarea económica que había iniciado la Dictadura y que había proseguido durante el alfonsinismo tardío: “achicar el Estado es agrandar la nación” decía el referente liberal Álvaro Alsogaray. “Nada de lo que deba ser del Estado permanecerá en manos del Estado”, decía Roberto Dromi, Ministro de Obras Públicas de Menem. El triunfo de Menem vino acompañado de medidas que iban contra las promesas de “salariazo” y “revolución productiva” pregonadas durante su campaña. A través de la Ley de Emergencia Económica y la Ley de Reforma del Estado profundizaba las reformas en sentido neoliberal, mientras reducía el rol del Estado a la par de impulsar las privatizaciones de los servicios públicos. Controló la escalada inflacionaria a través de la Ley de Convertibilidad, propuesta por Domingo Cavallo. A través de la misma, la paridad del peso argentino y del dólar estadounidense eran un hecho. El “éxito” de estas medidas, que se dejaba entrever a través de viajes al exterior, compra de productos importados y una sensación de estabilidad económica gracias al control inflacionario tenía otra cara: el crecimiento de la miseria de amplios sectores sociales, a partir del corrimiento del Estado como mediador en la vida social y garante de derechos básicos como la salud, la educación y la seguridad, pero también de la destrucción de millones de puestos de trabajos tanto del sector público como el privado en todo el país.

Lo que se vivió durante los dos períodos menemistas fue una enorme transferencia de recursos a los sectores concentrados de la economía. Se impulsaron diversas leyes de flexibilización laboral, que generaron el crecimiento del trabajo precario, a la vez que creció la duración de la jornada laboral mientras se reducían los aportes patronales a la seguridad social. Por otro se asistió a un proceso de reprimarización de la economía, que benefició al sector agroexportador y a los grupos de inversores nucleados en pooles de siembra. El precio de la tierra aumentó de la mano de  la concentración de la misma, provocando un éxodo del campo a la ciudad de miles de personas. La sensación de “estabilidad” a la que hacíamos referencia previamente, con una inflación controlada, respondía a la convertibilidad del peso a dólar.

Con la venta a precio vil de enormes empresas del sector público, tales como YPF o Aerolíneas Argentinas, el país se aseguraba la entrada de divisas que permitían mantener la paridad cambiaria. La contracara de esto es harto conocida: miles de empleados estatales fueron despedidos. La red ferroviaria que conectaba al país quedó reducida a la mínima expresión. La apertura irrestricta de las importaciones agudizó el proceso de desindustrialización comenzado en la década de 1970. La quiebra de pequeñas y medianas empresas dejó a miles de familias en las calles. 200.000 puestos de trabajos perdidos en cinco años y un desempleo del 33,8% son, según Adamovsky, algunos de los números que el menemismo iba cosechando a medida que profundizaba el rumbo neoliberal de la economía.

III.

A partir de 1998 la situación se tornaría insostenible, dado el enorme crecimiento de la miseria, la protesta social y la corrupción de la gestión menemista. En 1999 triunfó la Alianza, una coalición integrada por la UCR y el Frepaso, un espacio de centroizquierda que llevaría a Fernando de la Rúa y a Carlos “Chacho” Álvarez a la presidencia y la vicepresidencia, respectivamente. Frente a la corrupción menemista, se mostraban como los garantes de un “neoliberalismo con rostro humano”. La situación pronto se iría de las manos.

Y así entramos en los últimos años del proceso que venimos analizando. Rápidamente el gobierno de la Alianza dio por tierra todas las esperanzas que gran parte de la población había depositado en ella. El “Blindaje” fue una de las medidas más resonantes del gobierno: una nueva toma de deuda externa que, en teoría, iba a brindar estabilidad a la agonizante economía argentina. La mayor parte se fugó del país. Los escándalos de corrupción, como las coimas a senadores para aprobar la reforma laboral impulsada por el gobierno, llevó a la renuncia del vicepresidente Álvarez en el año 2000. Para este año, la posibilidad de tomar deuda para mantener calma la economía era imposible: la salida que vislumbró la coalición gobernante fue la de un feroz ajuste.

El historiador Raúl Fradkin en su escrito “Cosecharás tu siembra” pinta un paisaje cuasi dantesco. Las condiciones de vida eran extremas: los sectores más bajos de la sociedad vivían en condiciones paupérrimas, mientras los sectores medios veían como su nivel de vida caía día a día.  Durante el año 2001 la desocupación y la pobreza crecieron de forma incontrolable, llegando la primera a casi al 18%. Más del 50% de los menores de 14 años vivían bajo la línea de pobreza y la indigencia de octubre de 2001 duplicaba a la de 1999. El “Déficit cero”, impulsado por el Ministro de Economía Domingo Cavallo es un ejemplo de este “ajuste perpetuo” que implicó una enorme baja de salarios públicos, aumentando la recesión y el déficit fiscal. Al mismo tiempo la fuga de capitales seguía sin parar y los depósitos bancarios caían en picada.

A la crisis económica debemos sumarle la crisis política: a la renuncia de Álvarez en el año 2000 se sumó una dura derrota electoral de la Alianza en octubre de 2001 con el “voto bronca” como principal protagonista: votos en blanco e impugnados que alcanzaron el 40% del padrón. La confianza en los sectores dirigentes se minaba día a día de la mano de un proceso análogo en las condiciones de existencia de la mayoría de la población. A principios de diciembre, Cavallo decretó el “Corralito”, un tope a la cantidad de dinero que podía extraerse de las cuentas de los bancos. El FMI declaró el cese de préstamos para el país. La economía se había derrumbado.

IV.

Desde los primeros días de diciembre la conflictividad sólo creció y creció en todo el país. La CGT, la CTA y ATE convocaron a diversas movilizaciones junto a organizaciones de izquierda, pidiendo la renuncia del gobierno. El movimiento piquetero y de desocupados, nacido al calor de las luchas de la década menemista, apelaban a los cortes de ruta, mientras proliferaban los cacerolazos y bocinazos de los sectores medios, afectados también por la crisis. El 13 de diciembre un paro general convocado por las principales centrales de trabajadores tuvo un acatamiento del 60%. En las provincias, los empleados estatales cuyos salarios se adeudaban se sumaban a las protestas de los desocupados. Edificios públicos de todo el país eran tomados y los funcionarios públicos, hostigados en las calles, como es el ejemplo las mujeres sanjuaninas que realizaban escraches a legisladores y al gobernador provincial.

Los saqueos de supermercados en las provincias comenzaron a mediados de mes: acuciados por el hambre y con una gran sensación de injusticia, enormes grupos de personas intentaban conseguir alimentos para sus familias, dado que el gobierno había recortado también las ayudas sociales de comedores. Las mujeres encabezaban las negociaciones, seguidas por jóvenes y hombres adultos. Frente a la negativa, tomaban por la fuerza lo que se les habían negado. Los saqueos y piquetes se replicaban. Las estructuras gremiales y políticas no eran capaces de canalizar la situación: el desborde por la furia popular era la pauta. Los nuevos movimientos sociales de piqueteros y desocupados tomaban la posta en el nuevo marco de conflicto. Los medios de comunicación y los sectores concentrados de la economía le exigían a las autoridades que salvaguarden la propiedad privada, pidiendo que las fuerzas de seguridad repriman sin miramientos la escalada de conflicto social que parecía arrasar con todo lo que encontraba a su paso.

Frente a una situación que se mostraba incontrolable, el 19 de diciembre de 2001 Fernando de la Rúa decretó el estado de sitio para frenar la avanzada de la protesta. Por la noche, los ciudadanos salieron a la calle golpeando cacerolas y yendo a las plazas centrales de las ciudades y pueblos, al grito de “qué boludos/qué boludos/el Estado de sitio/se lo meten en el culo”. Cavallo presentó su renuncia, pero las cartas ya estaban tiradas.

En Buenos Aires, la Plaza de Mayo se convirtió en el escenario de una batalla campal entre fuerzas de seguridad y manifestantes de distintos movimientos sociales, partidos de izquierda, sindicatos, organismos de derechos humanos y gente “de a pie”. El saldo fueron 39 personas asesinadas por las fuerzas represivas en todo el país. El 20 de diciembre De la Rúa presentaba su renuncia y huía de la Casa Rosada en un helicóptero, evitando el escarmiento.

La Alianza, que había asumido con promesas de cambio y mayor transparencia, abandonaba el gobierno en medio de una crisis social, económica y política nunca antes vista, con millones de argentinos y argentinas sumidos en la miseria y la falta de oportunidades, muertos por la represión policial pero también por el hambre y un Estado reducido a su mínima expresión.

V.

Las jornadas de diciembre de 2001 son el corolario de un proceso histórico abierto en 1976. Si a partir del golpe de Estado de marzo de ese año los grupos dominantes de la Argentina buscan dar una solución a sangre y fuego al empate hegemónico, el 19 y 20 de diciembre de 2001 representa la explosión por los aires de ese intento. Sin embargo, esas jornadas no se explican por sí mismas. Pensarlas como el punto de intersección de diversas temporalidades (1976, 1989, 2001) nos permite dar cuenta no solo de la importancia de aquellos días, sino también comprenderlas en un marco histórico de más amplia duración.

Por otro lado, el estallido social no comienza en diciembre de 2001, sino que también condensa diversas temporalidades y nuevos y viejos actores y repertorios de lucha y organización de los grupos subalternos. Porque es imposible pensar el 19 y 20 de diciembre sin la década del 90 y la experiencia de conflicto que atravesaron diversos sectores de la sociedad. Ahí está el movimiento piquetero, surgido a partir de las luchas contra las privatizaciones en Cutral Có y Plaza Huincul. Ahí está el movimiento y las asambleas de desocupados, otro de los saldos que dejó la política de desguace de la matriz productiva de un país. Están las clases medias pauperizadas, que vieron caer drásticamente su nivel de vida. Está la CTA y el FRENAPO. Está el movimiento de fábricas recuperadas y puestas bajo control de sus propios trabajadores, las asambleas barriales, los HIJOS y las organizaciones contra el gatillo fácil. Pero también estaban las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, viejos y nuevos partidos de izquierdas, referentes del movimiento de Derechos Humanos, gremios, sindicatos y la (cada vez más golpeada) clase trabajadora. Estaban las huelgas, las tomas de edificios públicos, los piquetes, los saqueos y las cacerolas. La feminización de la pobreza hizo que la extensa lista estuviese ocupada y en muchos casos dirigidas por mujeres que, frente a la falta de trabajo, salieron a parar la olla y aportaron desde su experiencia a la organización y combatividad popular en diversos sectores.

En resumidas cuentas, diciembre de 2001 condensa también un proceso de lucha marcado por rupturas y continuidades, por experiencias más antiguas de organización en diálogo, coordinación y disputa con las nuevas subjetividades y herramientas surgidas al calor del neoliberalismo.

Lo que asistimos en diciembre del 2001 fue, entonces, el estallido abierto una crisis de hegemonía en el sentido de lo que planteaba Antonio Gramsci. El filósofo italiano plantea que la misma es producida porque “la clase dirigente fracasa en alguna empresa política” o porque “las masas han salido de la pasividad política y plantean una serie de reivindicaciones”. Una ruptura entre representados y representantes. Una crisis del Estado en su conjunto. Lo que vuela por los aires en esos días es un modelo de acumulación impuesto a sangre, fuego y miedo en nuestro país. Ese estallido se produce frente a los resultados catastróficos de las políticas neoliberales en la Argentina.

Para muestra falta un botón: según Ezequiel Adamovsky, para 1974 el 10% más rico del país contaba con ingresos en promedio 12,3% mayores que los del 10% más pobre. Para el año 2002, esa diferencia era del 33%. Los años de la hegemonía neoliberal en Argentina implicaron una brutal transferencia de ingresos de los sectores populares a los sectores concentrados. El hambre, la falta de trabajo, la pobreza y la destrucción de la matriz productiva del país son algunos de los efectos palpables y dolorosos de ese modelo.

Las causas inmediatas de la misma son resultado de un proceso histórico más largo. La reacción popular ante esta situación también responde a esas temporalidades y efectos. Es en esa dialéctica, en ese cruce entre la larga, mediana y corta duración que podremos develar las causas del 2001. Las consecuencias y balances sobre lo hecho y lo pendiente no son el tema de esta nota. Sin embargo, es imposible negar que el ciclo histórico abierto por el estallido del 2001, la forma en que las clases dominantes y las clases subalternas se apropiaron y apropian y abrazan o rechazan  esa experiencia sigue operando sobre la cotidianeidad y  frente a cada encrucijada histórica, a cada crisis que se asoma, un fantasma recorre la Argentina. Es el fantasma del 2001. Habrá que decidir qué hacer con él.

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