Derechos Humanos

14 diciembre, 2021

Detuvieron a 10 genocidas que participaron de la masacre de la calle Corro

Hace 45 años el Ejército, la Policía Federal y la Gendarmería ejecutaron la “masacre de Corro” en la que murieron cinco militantes de Montoneros, entre ellos Vicky Walsh, y cuatro fueron desaparecidos.

El 29 de septiembre de 1976 más de cien efectivos de las fuerzas de seguridad rodearon la casa de la calle Corro 105 del barrio porteño de Villa Luro donde se encontraba un grupo de militantes montoneros. El operativo represivo terminó con la muerte de cinco de ellos (Alberto José Molina Benuzzi, Ignacio José Bertrán, Ismael Salame, José Carlos Coronel y “Vicki” Walsh, la hija del reconocido periodista que se quitó la vida antes de que la acribillaran) y con el secuestro de otras cuatro, que luego fueron llevadas a centros de detención clandestinos (Lucy Matilde Gómez de Mainer, Juan Cristóbal Mainer, Maricel Marta Mainer y Ramón Alcides Baravalle). “Abatieron a importantes jefes de la subversión”, tituló Clarín días más tarde.

Tras 45 años de impunidad por estos hechos el Juzgado Criminal y Correccional Federal Nº 3 a cargo del juez Daniel Rafecas ordenó la detención de diez genocidas del Grupo de Artillería 101 del Ejército: Carlos Alberto Orihuela, Ricardo Grisolía, Gustavo Antonio Montell, Hugo Eduardo Pochón, Guillermo César Viola, Domingo Armando Giordano, Héctor Eduardo Godoy, Gustavo Gilberto Tadeo Juárez Matorras, Danilo Antonio González y Abel Enrique Re.

La investigación de la “masacre de Corro” fue iniciada en el año 2015 y forma parte de la megacausa “I Cuerpo del Ejército”.

“Años de lucha de familiares, organismos de derechos humanos y los miles que seguimos peleando contra la impunidad, consiguieron que luego de decenas de testimonios y producción de otras pruebas, se llegara a estas detenciones”, señaló la diputada nacional por el Frente de Izquierda (FIT), Myriam Bregman, quien también es abogada defensora de Patricia Walsh y Lucía Coronel, miembros de la querella, junto a Matías Aufieri y la CeProDH.

Patricia se presentó como querellante en el año 2017, y meses más tarde se incorporó Lucía, hija de José Coronel y de María Cristina Bustos, desaparecida en la ex ESMA.

“Uno de los aspectos que más nos conmueve de esta causa es que los diez detenidos se encontraban en libertad, en sus casas, sin causas previas. Son diez genocidas impunes durante 45 años, que desde hoy están en prisión. Uno de ellos, Guillermo Viola, fue ascendido a coronel durante la presidencia de Fernando de la Rúa y la Alianza”, indicó Bregman en diálogo con Página 12.

Y continuó: “Tras la nulidad de las leyes de impunidad impulsada por la entonces diputada Patricia Walsh, y la lucha de familiares y organismos, Viola promovió la Unión de Promociones del Ejército y los actos en Plaza San Martín de reivindicación del genocidio”. Durante sus últimos años de libertad, tal como recuerda la periodista Luciana Bertoia, Viola se dedicó a informar las detenciones de sus compañeros de armas y las muertes de los represores que cumplían alguna modalidad de arresto.

Reproducimos la carta que en su momento escribió Rodolfo Walsh al enterarse de la muerte de su hija:

Carta a mis amigos

Hoy se cumplen tres meses de la muerte de mi hija, María Victoria, después de un combate con fuerzas del Ejército. Sé que aquéllos que la conocieron la han llorado. Otros, que han sido mis amigos o me han conocido de lejos, hubieran querido hacerme llegar una voz de consuelo. Me dirijo a ellos para agradecerles pero también para explicarles cómo murió Vicki y por qué murió.

El comunicado del Ejército que publicaron los diarios no difiere demasiado, en esta oportunidad, de los hechos. Efectivamente, Vicki era oficial 2° de la Organización Montoneros, responsable de la prensa sindical, y su nombre de guerra era Hilda. Efectivamente estaba reunida ese día con cuatro miembros de la Secretaría Política que combatieron y murieron como ella.

La forma en que ingresó a Montoneros no la conozco en detalle. A los 22 años, edad de su posible ingreso, se distinguía por decisiones firmes y claras. Por esa época comenzó a trabajar en diario La Opinión y en un tiempo muy breve se convirtió en periodista. El periodismo en sí no le interesaba. Sus compañeros la eligieron delegada sindical. Como tal debió enfrentar en un conflicto difícil al director del diario, Jacobo Timerman, a quien despreciaba profundamente. El conflicto se perdió y cuando Timerman empezó a denunciar como guerrilleros a sus propios periodistas, ella pidió licencia y no volvió más.

Fue a militar a una villa miseria. Era su primer contacto con la pobreza extrema en cuyo nombre combatía. Salió de esa experiencia convertida a un ascetismo que impresionaba. Su marido, Emiliano Costa, fue detenido a principios de 1975 y no lo vio más. La hija de ambos nació poco después. El último año de vida de mi hija fue muy duro. El sentido del deber la llevó a relegar toda satisfacción individual, a empeñarse mucho más allá de sus fuerzas físicas. Como tantos muchachos que repentinamente se volvieron adultos, anduvo a los saltos, huyendo de casa en casa. No se quejaba, sólo su sonrisa se volvía más desvaída. En las últimas semanas varios de sus compañeros fueron muertos: no pudo detenerse a llorarlos. La embargaba una terrible urgencia por crear medios de comunicación en el frente sindical, que era su responsabilidad.

Nos veíamos una vez por semana, cada quince días. Eran entrevistas cortas, caminando por la calle, quizá diez minutos en el banco de una plaza. Hacíamos planes para vivir juntos, para tener una casa donde hablar, recordar, estar juntos en silencio. Presentíamos, sin embargo, que eso no iba a ocurrir, que uno de esos fugaces encuentros iba a ser el último, y nos despedíamos simulando valor, consolándonos de la anticipada partida.

Mi hija no estaba dispuesta a entregarse con vida. Era una decisión madurada, razonada. Conocía, por infinidad de testimonios, el trato que dispensan los militares y marinos a quienes tienen la desgracia de caer prisioneros: el despellejamiento en vida, la mutilación de miembros, la tortura sin límite en el tiempo ni en el método, que procura al mismo tiempo la degradación moral, la delación. Sabía perfectamente que en una guerra de esas características, el pecado no era no hablar, sino caer. Llevaba siempre encima una pastilla de cianuro, la misma con que se mató nuestro amigo Paco Urondo, con la que tantos otros han obtenido una última victoria sobre la barbarie.

El 28 de septiembre, cuando entró en la casa de la calle Corro, cumplía 26 años. Llevaba en brazos a su hija porque a último momento no encontró con quién dejarla. Se acostó con ella, en camisón. Usaba unos absurdos camisones blancos que siempre le quedaban grandes.

A las siete del 29 la despertaron los altavoces del Ejército, los primeros tiros. Siguiendo el plan de defensa acordado, subió a la terraza con el secretario político, Molina, mientras Coronel, Salame y Beltrán respondían al fuego desde la planta baja. He visto la escena con sus ojos: la terraza sobre las casas bajas, el cielo amanecido, y el cerco. El cerco de 150 hombres, los FAP emplazados, el tanque. Me ha llegado el testimonio de uno de esos hombres, un conscripto.

“El combate duró más de una hora y media. Un hombre y una muchacha tiraban desde arriba. Nos llamó la atención la muchacha porque cada vez que tiraba una ráfaga y nosotros nos zambullíamos, ella se reía”.

He tratado de entender esa risa. La metralleta era una Halcón y mi hija nunca había tirado con ella, aunque conociera su manejo por las clases de instrucción.

Las cosas nuevas, sorprendentes, siempre la hicieron reír. Sin duda era nuevo y sorprendente para ella que ante una simple pulsación del dedo brotara una ráfaga y que ante esa ráfaga 150 hombres se zambulleran sobre los adoquines, empezando por el coronel Roualdes, jefe del operativo.

A los camiones y el tanque se sumó un helicóptero que giraba alrededor de la terraza, contenido por el fuego.

“De pronto, dice el soldado, hubo un silencio. La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien. Era flaquita, tenía el pelo corto y estaba en camisón. Empezó a hablarnos en voz alta pero muy tranquila. No recuerdo todo lo que dijo. ‘Ustedes no nos matan’ dijo el hombre ‘nosotros elegimos morir’. Entonces se llevaron una pistola a la sien y se mataron enfrente de todos nosotros”.

Abajo ya no había resistencia. El coronel abrió la puerta y tiró dos granadas. Después entraron los oficiales. Encontraron a una nena de algo más de un año, sentadita en una cama, y cinco cadáveres.

En el tiempo transcurrido he reflexionado sobre esa muerte. Me he preguntado si mi hija, si todos los que mueren como ella, tenían otro camino. La respuesta brota de lo más profundo de mi corazón y quiero que mis amigos la conozcan. Vicki pudo elegir otros caminos que eran distintos sin ser deshonrosos, pero el que eligió era el más justo, el más generoso, el más razonado. Su lúcida muerte es una síntesis de su corta, hermosa vida. No vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella.

Esto es lo que quería decir a mis amigos y lo que desearía de ellos es que lo transmitieran a otros por los medios que su bondad les dicte.

La casa de los agujeros": la muerte de Vicki, la hija montonera de Rodolfo  Walsh y la feroz balacera a metros de un colegio - Diario 26
Baldosas frente al edificio del combate en memoria de los caídos del 29 de septiembre de 1976

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