12 octubre, 2021
Ley de medios: entre lo que fue y ya no es y lo que necesitamos que vuelva a ser
Doce años atrás la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA) materializó un marco legal propicio para avanzar en la democratización de un ámbito tan crucial para el ejercicio del poder en las sociedades actuales. En esta nota ensayamos algunas ideas para una discusión tan abierta como necesaria.

La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual legitimó derechos preexistentes y amplió el campo de acción para los actores subordinados del sistema mediático y las experiencias producidas por fuera de la lógica comercial. En términos de balance, lo más evidente es la distancia entre ese marco legal y lo que se llegó a aplicar. De hecho, el poder de fuego y el peso económico de los “medios dominantes”, que la ley venía a regular y a limitar, hoy es mayor que entonces.
¿Cómo se explica esa situación? ¿En qué áreas la aplicación tuvo avances más concretos? ¿Por dónde pasa una estrategia que permita retomar el legado más positivo de aquella experiencia y recrear la batalla por la democratización de las comunicaciones?
¿Qué fue la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual?
La llamada “Ley de medios” instauró el principio de la comunicación como “derecho humano”, puso límites a la concentración de la propiedad, dio la posibilidad de acceder a licencias para los medios populares y reconoció derechos de las audiencias.
El proceso que llevó a su sanción democratizó y legitimó el debate sobre los medios, como no había pasado desde la vuelta a la democracia en 1983. El proyecto inicial fue debatido durante meses en audiencias públicas que se hicieron en todo el país, permeó al sistema mediático y obligó al sistema político a sentar posición sobre un tema incómodo, dada la dependencia creciente de ese sistema respecto de los medios masivos.
La comunicación y sus principales actores –los grupos empresariales más importantes– fueron objeto de un debate público que excedió ampliamente los círculos de especialistas. Su efecto más notorio fue el debilitamiento de un sentido común acerca de esos medios: “el mito del periodismo independiente” no volvió a tener la fuerza del pasado. Ese fue el principal quiebre cultural generado por aquel proceso.
Una vez aprobada por el Congreso, la Ley tuvo que afrontar la estrategia de judicialización que adoptó, principalmente, el Grupo Clarín para evitar adecuarse a sus directrices. En paralelo, algunos grupos mostraron disposición para acatarla, pero el efecto de los gestos judiciales favorables y la estrategia gubernamental de centrar la confrontación en el principal actor del sistema, debilitó el avance de esos cambios.
El Estado tampoco mostró la destreza técnica que ameritaba la toma de decisiones sobre el manejo del espectro radioeléctrico y la adjudicación de licencias en un universo caracterizado por la diversidad de conflictos e intereses. En donde dio señales de querer avanzar más decididamente fue en zonas geográficas menos conflictivas, dónde llegó a realizar algunos concursos para medios comunitarios, y en la puesta en marcha de programas de incentivo para el sector sin fines de lucro.
En perspectiva histórica, la sanción de la LSCA terminó siendo más parte del pico de un proceso de acumulación de fuerza social que un peldaño a partir del cual impulsar la avanzada que se necesitaba para imponer los cambios que habilitaba la normativa. Como es sabido, la ley fue fruto de –y respuesta a– una coyuntura especial. El conflicto por la Resolución 125 en 2008 reconfiguró el tablero político y los principales grupos mediáticos asumieron de ahí en más el rol de vanguardia de la oposición al gobierno y de la regeneración de un proyecto liberal-conservador en el país.
La ley también fue fruto de un largo trabajo previo de sindicatos, medios comunitarios e investigadores, que tuvo su ícono en la Coalición por una Radiodifusión Democrática, y de la legitimidad que le otorgaba el hecho de que la normativa vigente databa de la última dictadura militar.
En este sentido, la LSCA fue parte de la radicalización experimentada por el bloque social encabezado por el kirchnerismo a partir de la “crisis del campo” y de la derrota electoral de 2009, que se tradujo en sus medidas más progresivas, todas puestas en práctica entre ese año y comienzos de 2012. Hay que interpretarla como parte del momento de mayor productividad política de un imaginario “antineoliberal” que se había fortalecido a partir de la crisis de 2001-2002 y que entraría progresivamente en crisis una década más tarde, en el marco de la contraofensiva neoliberal que aún hoy está en marcha.
Entre 2012 y 2013 la Corte Suprema dio a conocer los fallos que respaldaron de manera definitiva el carácter constitucional de la Ley. Sin embargo, la situación se había dilatado demasiado y requería de una fuerza social y de un nivel de definición política por parte del gobierno que nunca llegó.
No fue un escenario que debamos acotar a este terreno, fue el común denominador de un espacio político que desde entonces postergó las grandes confrontaciones que se derivaban de los pasos dados hasta ese momento, y que implicaban intentar resolver los límites que su propio proyecto había alcanzado en materia política, económica y social. Una situación que también tiene su correlato con la actualidad.
Lo que Macri nos dejó
Ni bien asumió, a través del DNU 267, el Gobierno de Cambiemos barrió con los aspectos más relevantes de la LSCA. Un año después Macri firmó otro decreto (DNU 1340) referido a servicios de comunicación audiovisual y telecomunicaciones. A partir de esas normas, que fueron avaladas en el Congreso, el macrismo concretó una orientación clara: intervenir en el terreno de las comunicaciones para garantizar condiciones de rentabilidad para los grandes grupos económicos, bajo la premisa de que la inversión iba a generar mejores condiciones de acceso para les usuaries.
En concreto, creó una nueva autoridad de aplicación dependiente del Poder Ejecutivo –el Enacom, que pasó a regular medios y telecomunicaciones–, flexibilizó los límites a la concentración y excluyó a la TV por cable de la regulación audiovisual. También habilitó a los multimedios a prestar telefonía y habilitó a las empresas de telecomunicaciones para brindar TV paga (por cable) en ciudades medianas y grandes.
El mayor beneficiario fue el Grupo Clarín que pasó de tener que desinvertir a estar en condiciones de expandirse. El paso final para consolidar ese avance fue la fusión con Telecom, avalada por el Gobierno de Cambiemos. Se trata de la fusión más importante en la historia del país. La compañía resultante está en el podio de las que más facturan y cristaliza un nivel de concentración en la provisión de servicios de telecomunicaciones y de difusión de información y productos culturales que no tiene parangón en América Latina. Dispone de la red de fibra óptica privada más extensa del país y ostenta un dominio abrumador en los grandes centros urbanos, siendo la única que brinda telefonía fija y móvil, TV por cable e Internet.
En tanto, para el sector de medios comunitarios, si bien no puso en marcha ninguna medida legal que empeoró directamente su situación, el macrismo dilató la entrega y subejecutó los recursos correspondientes al Fondo de Fomento Concursable de Comunicación Audiovisual (Fomeca) y llevó a cabo varios decomisos. Más allá de las dilaciones, el Enacom completó procesos de legalización mediante los que algunos canales y radios obtuvieron permisos para explotar sus frecuencias.
Mirando para adelante
En un escenario marcado por la incertidumbre, son muchas las batallas posibles que se divisan en el horizonte comunicacional. Aunque podemos identificar algunas que se perfilan como las más decisivas:
- Es imprescindible poner en un primer plano el retroceso que implica la fusión Clarín-Telecom y trabajar sobre sus consecuencias negativas para los derechos más elementales de les usuaries, de sus trabajadores y para el ejercicio del derecho a la comunicación.
- El desarrollo de la infraestructura de internet (física y satelital) y el acceso a la red son temas nodales que no pueden quedar en manos de megaempresas. El decreto que en agosto de 2020 estableció el carácter de servicio público esencial para internet, la telefonía móvil y la TV por cable –una de las medidas más importantes del Gobierno del Frente de Todes– viene siendo resistida por las corporaciones del sector, que consiguieron neutralizarla en la justicia. El oficialismo está impulsando desde el Senado una ley que ratifique el espíritu de ese DNU y que le de un mejor marco al Estado para poder aplicarla. La necesidad de contar con una empresa pública de telecomunicaciones que brinde todos los servicios en base a lo que ya realiza Arsat está ausente en el debate, pero sería un factor que reconfigure fuertemente el escenario.
- Todo esto se da en un momento en que a nivel mundial se discute sobre la necesidad de regular a los gigantes de las tecnologías. En la Argentina también está pendiente un debate acerca de la regulación de las plataformas y redes sociales en tanto actores económicos y canales de acceso al discurso público.
- Desde los medios populares se viene insistiendo en la necesidad de una ley de distribución de la pauta oficial que los contemple como actores relevantes. Cuestión que cobra más sentido si tenemos en cuenta que, más allá del discurso a favor de la eficiencia empresarial y en contra de la intervención estatal en la economía, los grandes medios comerciales tradicionales serían inviables sin el aporte que hacen los distintos organismos estatales en este rubro.
- Los medios públicos siguen siendo un tema poco discutido y cuyo papel actual está muy por debajo del que podrían desempeñar. Luego del virtual desguace que sufrieron durante la presidencia de Macri, sería fundamental un plan de relanzamiento que involucre a sus trabajadores y organizaciones de la sociedad civil.
Probablemente estemos en un contexto en que la estrategia más inteligente para afrontar los desafíos actuales sea más una guerra de posiciones que una de movimientos. Si algo parece más claro es que no hay cambios importantes sin fuerza social que los empuje y sin una vocación de confrontación en los espacios de conducción política.
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