Derechos Humanos

27 julio, 2021

La noche que el apagón alumbró la complicidad cívico-militar

Nunca la noche fue tan larga y oscura como la del 27 de julio de 1976 en Libertador San Martín o Ledesma, la ciudad jujeña del ingenio azucarero de los Blaquier. Fue una de las tantas en que apagaron la luz y las camionetas y trailers de la empresa, puestas al servicio del terror genocida, se llevaron a 400 trabajadores y trabajadoras para torturarlos. Treinta y dos de ellos continúan desaparecidos.

Crédito: Bárbara Leiva

Nunca en la oscuridad se vio tan claramente la complicidad de los dueños del país y la junta militar para secuestrar, torturar y desaparecer a 30 mil argentinos y argentinas. En la noche del apagón en Ledesma, la antigua leyenda del Familiar -el monstruo que se llevaba trabajadores y nunca más volvían a aparecer- fue una realidad que nunca más se olvidará.

El Familiar era un mito difundido en la zona según el cual un ser diabólico se llevaban trabajadores pero no a cualquiera, sino a aquellos que reclamaban mejoras salariales o protestaban por las precarias condiciones laborales. Una leyenda sospechosamente funcional a los patrones.

Con rostro, uniformes de Gendarmería y listas de “subversivos” confeccionadas por el directorio del ingenio que presidía Pedro Blaquier, esta realidad, en el medio de la oscuridad, derribó las puertas de las casas para llevarse zafreros, estudiantes, amas de casa y abogados.

Un enclave feudal en el siglo XX

La familia Blaquier, fundadora y principal accionista del Ingenio Ledesma, eran los terratenientes más grandes de la provincia de Jujuy y uno de los grupos económicos que mayores ganancias obtenían en el país.

Eran los dueños de todo, incluso de jueces, políticos y hasta de la gendarmería que tenía un destacamento dentro del predio del ingenio. Al tal punto eran amos y señores que le cambiaron el nombre a la ciudad de Libertador General San Martín a Ledesma, como la empresa.

Para la década del setenta, los Blaquier ya habían diversificado la producción, además del azúcar, producían alcohol, bioetanol y papel. Sin embargo, la modernización productiva no se condecía con las relaciones de producción basadas en jornadas laborales de 12 horas a destajo donde los nueve mil zafreros recibían bonos en vez de dinero, comían mal y dormían peor.

Entre tanta inhumanidad y desprecio por la vida, llegaría un médico tucumano para ayudar a los trabajadores y sus familias sometidas a un régimen feudal de unos patrones acostumbrados a hacer lo que querían más allá de quien gobernara el país.

Luis y Olga

Luis Aredez y su compañera Olga Márquez llegaron a Ledesma a fines de la década del cincuenta. Rápidamente Luis consiguió trabajo como médico del hospital del ingenio, pero no por mucho tiempo. Tras un año allí, fue despedido por “dar demasiados medicamentos” a los trabajadores y reclamar mejoras sanitarias para ellos.

Sin embargo, continuó con su labor solidaria con los zafreros y sus familias y también con su lucha contra la bagazosis, enfermedad respiratoria derivada del bagazo, el desecho de la caña de azúcar que inunda con un olor particular a toda la ciudad.

Así empezó a ganar popularidad hasta convertirse en intendente de la ciudad. Desde allí hizo lo que nunca antes otro político había osado: cobrarle impuestos al ingenio.

Esta fue la gota que rebalsó el vaso para que la oscuridad cobarde de la dictadura cívico-militar se lo lleve para siempre.

Su esposa, que era odontóloga y enseñaba historia, se convirtió desde entonces en una incansable luchadora por los Derechos Humanos y la primera Madre de Plaza de Mayo de Jujuy. Olga se organizó con las demás esposas de obreros desaparecidos y comenzó a realizar denuncias en pleno gobierno dictatorial.

Comenzó con las rondas en la plaza de la ciudad y hasta sus últimos días marchó, incluso sola, cuando sus compañeras ya habían muerto. “Al morir Sixta, mi última compañera, entré en la disyuntiva bravísima de caminar sola o irme a mi casa. Cuando éramos muchas, después de caminar nos sentábamos debajo de un árbol. Ahí, juntas, hacíamos nuestra terapia de grupo, que recién ahora sé que era terapia”, contaba.

Olga falleció en marzo de 2005 y sus cenizas fueron enterradas en la plaza desde la cual denunció el genocidio de la dictadura en el país. Hoy su lucha sigue en pie ya que, de manera ininterrumpida, cada año se realiza una movilización en Ledesma para que su memoria arda para siempre.

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