Batalla de Ideas

6 abril, 2021

Otro avatar de la grieta: los debates sobre la “corrección política” (I)

Estas discusiones surgen dentro de la lógica polarizada que se despliega con particular aspereza en las redes sociales. Más aun, cobran importancia en un contexto de encrucijada histórica, en que las izquierdas enfrentan la falta de alternativas sistémicas y las derechas no parecen capaces de ofrecer proyectos sostenibles de recomposición social y económica.

Victoria García

@vicggarcia

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La “corrección política” es como la grieta: existe y opera en el debate social, pero no se la puede asumir sin más como paradigma orientador de una intervención –teórica y práctica– en la cultura y en la política. Tampoco se la puede adoptar acríticamente como punto de partida para pensar las relaciones entre arte y política, relaciones que históricamente –y no solo en la actualidad– han sido complejas y multifacéticas.

La revitalización actual de los debates sobre corrección política, que tuvieron su auge inicial en los Estados Unidos durante los años 90, no es ajena a los marcos de polarización social y política que en la Argentina designamos metafóricamente como “la grieta”.

La polémica surge, de hecho, dentro de esa lógica polarizada, que se despliega con particular aspereza en las redes sociales. Si, por un lado, esta polarización puede resultar productiva desde un enfoque que reivindique lo conflictivo de la historia como presupuesto de cualquier intento de transformación social, por otro lado existe el riesgo de que el conflicto se convierta en mero juego de espejos, en un enfrentamiento binario que reafirma identidades prefijadas y, en ese sentido, no genera transformaciones sustantivas. Como si, en última instancia, los debates encarnizados de Twitter constituyesen sólo un sesgo de los debates sociales, un sesgo ligado a los “núcleos duros” localizados a uno y otro lado de la llamada “grieta”.

Un ejemplo: el debate sobre el “lenguaje inclusivo”

Las discusiones sobre el “lenguaje inclusivo”, que proliferan en un contexto de expansión de los feminismos, ejemplifican los vínculos entre polarización y corrección política a los que nos referimos arriba. Parecería que adoptar la e en reemplazo del binarismo masculino/femenino implica ubicarse del lado progresista o simplemente “K” de la grieta, mientras que ponerse en contra llevaría a alinearse al polo “gorila”. Y es que, en efecto: ¿quién si no un reaccionario podría asumir la defensa acérrima de la RAE y de la “lengua correcta”, un constructo tan científicamente inexacto como políticamente funcional al statu quo de los vínculos entre lengua y política?

Mirado del otro lado de la grieta, sin embargo, el asunto es más complejo: allí, el uso del “lenguaje inclusivo” puede significar no solo la posibilidad de eludir en lo simbólico la discriminación de género que existe en nuestra sociedad –como lo promoverían los defensores de lo “políticamente correcto”– sino también, y un poco contrariamente, la posibilidad de molestar, de intervenir disruptivamente en el debate social, mediante un uso del lenguaje tildado como “incorrecto”.

Esta es, por ejemplo, la posición de la escritora Gabriela Cabezón Cámara, para quien el atractivo de este lenguaje reside no tanto en el hecho de ser correcto hacia las mujeres y el colectivo LGTBI+, sino en la incomodidad que genera: en su capacidad de suscitar miradas extrañadas sobre la lengua y de habilitar, así, una desnaturalización de las desigualdades inscriptas en ella.

Hay quienes, en el mismo sentido, consideran que la denominación “lenguaje inclusivo” no da cuenta de la potencia política de estas prácticas de discurso y, sobre todo, de las prácticas políticas de las que surgen. En efecto, si decimos que el feminismo viene a cambiarlo todo, entonces la noción de inclusión, asociada a un sistema que sabemos constitutivamente desigual, no expresaría cabalmente ese objetivo.

Politizar la “corrección política”

Las consideraciones anteriores interesan si queremos politizar las discusiones sobre “corrección política”. Y también historizarlas. Porque, aunque no se trata de un problema nuevo, en nuestra etapa histórica plantea una serie de matices específicos.

Los debates sobre “corrección política” resurgen en un momento de encrucijada histórica, en el que, por un lado, las izquierdas deben afrontar la falta de alternativas sistémicas que consagró el declive del bloque socialista a fines del siglo XX y, por el otro, las derechas tampoco parecen capaces de ofrecer promesas creíbles de recomposición social y económica, especialmente después de la crisis financiera disparada en 2008.

En ese contexto, las disputas simbólicas se vuelven centrales en la arena política. Las nuevas derechas hacen del racismo, la xenofobia y la misoginia un componente central de sus prácticas y discursos. Lo que estos sectores llaman “incorrección política” no es sino un cínico intento de capitalizar en términos conservadores el descontento social frente a un mundo en crisis.

Por su parte, las opciones progresistas enfrentan limitaciones y dificultades diversas. La moderación no resulta sostenible ante desigualdades estructurales cada vez más profundas. En ese marco, los límites del progresismo se expresan a menudo en el desfase entre dichos y hechos, entre un discurso “políticamente correcto”, atento a las inequidades sociales, y una realidad en la que esas inequidades no dejan de reproducirse.

¿Qué hacer?

¿Qué rol toca a las izquierdas en todo este contexto? Volviendo a lo que sugeríamos más arriba, podríamos decir que, así como en el marco de la “grieta” es posible ser anti-antiperonista sin ser peronista (vale para la relación con el kirchnerismo, con las salvedades del caso), también se puede asumir una perspectiva crítica respecto de la noción de “corrección política”, sin necesariamente reproducir la instrumentación que las derechas contemporáneas hacen de esa crítica.

Pero el equilibrio es delicado. Un ejemplo de ello lo constituyen las intervenciones del autoproclamado “feminismo disidente” local, que ha hecho de la crítica a posiciones consolidadas dentro del movimiento un fetiche más proclive a la acumulación de capital intelectual individual que a la discusión política efectiva. Estas intervenciones parecen asumir que, en un contexto de masificación e institucionalización creciente de los feminismos, la radicalidad ya no puede residir en los planteos históricos del movimiento, sino en discutir sus propios límites. Pero, mientras tanto, los datos de la realidad de mujeres y disidencias no dejan de golpear. Mientras tanto, Bolsonaro en Brasil y Trump en los Estados Unidos apelan al discurso misógino para interpelar a los sectores más retardatarios del electorado. En ese contexto, resulta dudoso que haya que dar por ganadas las batallas históricas del feminismo.

En definitiva, la izquierda no puede adoptar sin más la defensa de lo políticamente correcto, porque haciéndolo corre el riesgo de reducir a un asunto formal desigualdades que son ineludiblemente reales. Así, puede incluso contribuir a enmascarar las desigualdades y, consecuentemente, a reproducirlas, como señala Slavoj Žižek.

Pero tampoco es posible abstraerse de las disputas políticas en que se despliegan estos debates. Cuando las papas queman, como sucede tan frecuentemente en el mundo contemporáneo, la defensa de las y los desprotegidos es lo que importa. Por momentos será necesario asumir esa defensa en lo simbólico, aunque se sepa que no es suficiente, que se trata solo de un punto de partida para generar cambios sustantivos.

*Investigadora del CONICET y secretaria de Géneros de ATE-CONICET Capital

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