Géneros

24 marzo, 2021

Pequeña historia de la literatura sobre la dictadura en clave feminista

Las mujeres protagonizan la literatura sobre la dictadura en la misma medida en que integraron la experiencia política de los años 70 y que sufrieron el impacto del proceso represivo. Aquí un recorrido por escrituras de mujeres que se propusieron, desde los años 80 hasta el presente, hacer memoria sobre el genocidio.

Victoria García*

@vicggarcia

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La historia de la literatura sobre la dictadura de 1976-1983 puede pensarse en clave feminista. No solo porque muchas mujeres escribieron sobre la represión estatal y sobre las militancias que ese proceso represivo se propuso derribar. También porque en el entramado de la Historia y las historias que surge en los textos literarios es posible leer formas de opresión de género, y modalidades de resistencia y supervivencia en las que la sororidad fue fundamental.

La lectura hace irrumpir la potencia feminista, como la denomina Verónica Gago, reformulando la potencia plebeya de Álvaro García Linera. Se trata de una lectura que se realiza inevitablemente a contrapelo, porque discute con dispositivos de construcción de legitimidad y de poder simbólico que deciden el privilegio de los varones también en lo relativo al canon literario.

Las mujeres protagonizan la literatura sobre la dictadura -la escriben, son escritas en ella- tanto como protagonizaron la experiencia social y política de los 70. Elizabeth Jelin, socióloga especializada en temas de memoria, señala que cuantitativamente las mujeres fueron menos que los varones entre los detenidos-desaparecidos, pues debido a la división sexual del trabajo eran también menos entre los sectores militantes de la población, que fueron el blanco primordial de la represión.  

No obstante, en términos cualitativos existió un particular ensañamiento de los represores con las mujeres. Las prisioneras en los centros clandestinos de detención fueron doblemente castigadas: por su condición de militantes, que cuestionaban el orden social imperante, y por su condición de mujeres, que subvertían el imaginario patriarcal de la reclusión femenina en el ámbito doméstico.

La literatura es un espacio propicio para visualizar estos rasgos del proceso represivo específicamente ligados al género. A partir de los años 80, algunas exdetenidas sobrevivientes de los campos de concentración y de las prisiones políticas se propusieron dar testimonio no solo en el ámbito judicial sino también más allá, en libros que apelan a diversos recursos literarios para complejizar el relato de la experiencia personal de la represión.

Karin Davidovich, quien ha estudiado las escrituras de mujeres sobre el terrorismo de Estado en la Argentina, afirma que una diferencia central entre aquellas y los testimonios elaborados por varones reside en que estos últimos suelen pretender “objetividad” y buscan construir narrativas homogéneas y totalizadoras; los escritos de mujeres, en cambio, suelen focalizar en las dimensiones subjetivas de la represión, y se presentan a menudo en formatos fragmentarios, como si desplegaran en su misma materialidad la imposibilidad de dar cuenta en forma completa de una experiencia tan compleja.

La Escuelita de Alicia Partnoy (1986), Pasos bajo el agua de Alicia Kozameh (1987), Una sola muerte numerosa de Nora Strejilevich (1997) y Diálogos de amor contra el silencio de María del Carmen Sillato (2006) son algunos de los textos en los que las exdetenidas cuentan sus experiencias, con el objetivo de acercarse a la verdad sobre los hechos y de denunciar los crímenes de Estado, pero también con el propósito de hacer de la experiencia límite algo más vivible, no bello aunque sí literario. En estos textos, un tema recurrente es la maternidad, los padecimientos ligados a la separación de los hijos y a las gestaciones y los nacimientos en cautiverio.

En el libro de Partnoy, por ejemplo, la narradora intenta reconstruir en su memoria la imagen de su hija, quien durante su cautiverio permaneció con sus abuelos. Sillato incluye en su libro fragmentos del diario que su hermana María del Carmen llevó mientras debió tomar a cargo del cuidado de su sobrino, durante la detención de aquella. El diario está narrado desde la voz ficticia del niño, que tiene menos de un año de edad cuando María del Carmen escribe el texto.

En el caso de Kozameh, lo que sobresale en su libro es la dimensión colectiva de la experiencia de prisión política. La protagonista de su libro, “Sara”, encarna a la propia autora pero también a sus compañeras de detención. Las mujeres con las que compartió la prisión fueron imprescindibles para Kozameh, durante esa experiencia “en la que la solidaridad fue lo fundamental”, como ella misma dice.

A partir del “boom” de la memoria que estalló en la sociedad civil en la segunda mitad de los años 90 -cuando desde el Estado se promovía el olvido y se garantizaba la impunidad para los represores- , los textos sobre los años 70 no solo se dedicaron a denunciar el proceso represivo, sino también buscaron recuperar las experiencias de militancia que el genocidio procuró desarticular.

La Voluntad, el texto clave de este período, está escrito por dos autores varones, Eduardo Anguita y Martín Caparrós, pero entre sus “personajes” hay varias mujeres. De hecho, podría decirse que la protagonista del libro es Graciela Daleo, cuya historia de militancia se inicia con su vinculación a la Acción Misionera Argentina inspirada por el padre Carlos Mugica, continúa con su incorporación a Montoneros y termina con su cautiverio en la ESMA. En una escena conmovedora, que da fin los varios volúmenes que componen el libro, Daleo se evade momentáneamente de una salida impuesta por sus captores y, en un baño, escribe con lápiz labial: “Milicos asesinos. Massera asesino. Viva Perón. Vivan los Montoneros”. Toda una reafirmación de la identidad militante posibilitada por el uso “subversivo” de un objeto tradicionalmente asociado a lo femenino.

Otro libro importante de la época es Mujeres guerrilleras, de Marta Diana, una investigación pionera sobre mujeres que tuvieron una “empecinada esperanza (…) por un mundo diferente”, publicada en 1996. Ese mismo año apareció El fin de la historia, de Liliana Heker, una reelaboración literaria de la historia de Mercedes Carazo, quien había sido amiga personal de la autora. En la novela, “Leonora” -transfiguración ficcional de Carazo- se involucra en una relación amorosa con su captor, el “Escualo”. Aparece en ese sentido como “traidora” de los principios que habían regido su militancia en Montoneros.

El tema de las relaciones entre captores y prisioneras es un tópico de la literatura y el cine sobre la dictadura. Aunque en muchos relatos estos vínculos suelen aparecer bajo el paradigma del “síndrome de Estocolmo”, o instrumentalizados para desplegar acusaciones más o menos solapadas de “colaboración” y “traición” -como ocurre en el libro de Heker-, estas perspectivas eluden las relaciones de poder -concentracionario y patriarcal- en cuyo seno emergieron estas relaciones. Más en general, tienden a soslayar la complejidad de los modos en que se configuraron los vínculos entre víctimas y victimarios en la detención clandestina, dentro del dipositivo de destrucción de subjetividades que implicó el terrorismo de Estado.

En la década de 2000, emergen en la escena artística y literaria los hijos e hijas de exmilitantes y desaparecidos. El film de Albertina Carri, de 2003, fue en este sentido un punto de inflexión. En los años siguientes, otras hijas como Raquel Robles, Mariana Eva Perez, Ángela Urondo Raboy y Marta Dillon incursionarían en la escritura literaria.

En los textos de estas autoras es posible leer diversos sentidos de ser hija -así, en femenino- de desaparecidos. Mariana Eva Perez juega en su Diario -publicado en 2012 y reeditado recientemente- con la figura de la princesa montonera, encarnación oximorónica de la tradición y la revolución, en la que se condensan las contradicciones de los discursos y las prácticas militantes que la protagonista del libro asocia a la herencia de sus padres, y cuyos esquematismos y limitaciones busca cuestionar. En Aparecida, de Marta Dillon, surge otra vez la cuestión de la maternidad, no solo ligada a la relación nostálgica de la narradora con su madre desaparecida, sino también a la posición de madre que ella misma ocupa al escribir el libro.

Finalmente, en los últimos años surgió un nuevo actor colectivo en las luchas por la memoria, la verdad y la justicia, que tiene en la apuesta por la escritura un componente fundamental de su activismo: nos referimos a los hijos e hijas de represores, cuya intervención pública se inauguró, significativamente, en la movilización feminista del 3 de junio de 2017.

En los Escritos desobedientes publicados en 2018 por estos otros hijos e hijas, sobresale el contrapunto entre el pacto de silencio que impone la represión llevada al ámbito familiar y la necesidad de los “desobedientes” de tomar la palabra en busca de la verdad y de la propia identidad. Para las mujeres hijas de represores, esto representa todo un desafío. Una de ellas, Liliana Furió, cuenta su historia como un ejercicio de la desobediencia que anuda disidencia sexual y disidencia política: “Recién cuando (…) me asumí como lesbiana, pude comenzar un camino crítico y de revisión de todo lo que (…) circulaba en el ámbito de la ‘familia militar’, en donde había vivido hasta entonces”, afirma.

* Investigadora del CONICET y secretaria de Géneros de ATE-CONICET Capital

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