Batalla de Ideas

21 febrero, 2021

Habitar la incertidumbre como apuesta pedagógica

La insistencia en la apertura de las escuelas a cualquier costo y su imposicion violenta nos hace vivir en la incertidumbre, pero a la vez es una situación que abre la posibilidad de empezar a pensar qué educación y espacios pedagógicos queremos para cambiar este mundo que nos toca vivir.

Ana Mazzino*

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La filosofa española Marina Garcés señala, con bastante precisión, que la práctica más antigua que compartimos como humanidad es la educación. Y es anterior, incluso, a esto que les educadores solemos situar con el advenimiento del Estado Nación, porque la mueve nuestra incapacidad de saber sobrevivir y con-vivir. La vigencia de esta afirmación en estas últimas décadas, pero, sobre todo, en esta pandemia son innegables. Si educar es una práctica que supone aprender juntes a vivir, aunque no podamos dar por sentado los aprendizajes, ¿qué priorizamos en este recomenzar?

Las demandas del regreso a clase que poblaron las redes durante enero vaticinaban, por supuesto, que no se volvía a las escuelas. Y parecía que ese “no volver” era un pálpito, pero también, un capricho arbitrario, parte de un plan maléfico contra las infancias y juventudes, incluso cuando las infancias y juventudes siguieron siendo educadas a lo largo del 2020. El sujeto tácito parece no variar, independientemente de si las voces que oímos se pronuncian a favor o en contra.

Hay algo en el modo discursivo de exigir y de nombrar que nos hace parte de una comunidad pero que excluye, en el mismo movimiento, nuestra esfera subjetiva, es decir, el “yo soy” que no es otra cosa que la responsabilidad que lo singular supone en ese escenario que deviene colectivo.

Me retrotrae a estos vicios del lenguaje que constatamos cotidianamente: “me saqué un 10” versus “me pusieron un tres”. Es preocupante la insistencia en reeditar mecanismos que dejan por fuera nuestra responsabilidad a la par que refuerzan anclajes y lecturas que, en vez de acercarnos para pensar juntes las preguntas claves de nuestro tiempo, nos enfrentan. ¿Qué acciones de las que creo ejercer a partir de mi libertad tienen un impacto, lo sepamos o no, en nuestras comunidades? ¿Qué preguntas necesitamos hacerle a nuestros imaginarios educativos y a nuestras instituciones? ¿Qué nos pasa cuando el regreso a clases se asienta sobre condiciones de (in)seguridad que atentan no sólo contra los procesos pedagógicos sino también contra las vidas?

Gran parte del 2020 vivencié la insistencia de abrir las escuelas a cualquier costo como un gesto perverso, una versión moderna darwiniana del «sálvese quien pueda», pero cambiando «pueda» por «quien tenga los recursos para hacerlo». Un auténtico genocidio legitimado, mediática y hegemónicamente justificado que declaraba que la desigualdad era, en realidad, una disparidad en el acceso, el uso y la apropiación de las TIC y que la “brecha”, en cambio, era una distancia de clase.

Me interesa precisar que por tecnologías hablamos de algo muchísimo más amplio que lo digital que completa la brecha, o un artefacto, o un dispositivo. Hablamos de procesos sociales o, dicho de manera elegante, hablamos de sociedades tecnológicamente construidas al mismo tiempo que aludimos a tecnologías que son socialmente configuradas, ¿o el poder no es, acaso, una tecnología? ¿Y el conocimiento? Esto permite pensar que no hay nada neutral en las tecnológicas y que, más que poner el foco en si todes disponemos del mismo acceso a dispositivos -como si eso revirtiera la desigualdad-, deberíamos preocuparnos por pensar juntes qué alternativas tecnológicas elegimos para llevar a cabo políticas educativas que no segmenten.

De un tiempo a esta parte y, tal cual advertía Oliverio Girondo, la costumbre fue tejiendo telarañas en las pupilas y la pandemia adoptó la forma de una pesadilla lejana que (nos) inventamos. Lo que comenzó siendo un imperativo de quedarnos en casa y seguir educando, pasó a ser visto como una falta de compromiso docente con la sociedad. Una falta de sororidad con las madres, siempre las madres que maternan, una violencia irrefrenable contra les niñes a quienes insistimos –sí, nosotres, les docentes- en privatizarles las vidas, dejando los espacios públicos para personal trainers, nunca para vendedores ambulantes.

En este contexto, la reapertura efectiva se desplegó a pesar del rechazo generalizado con tal violencia y coerción que fue imposible resistirlo. No hubo tiempo y parece no haber margen o pandemia que lo detenga. ¿Cuánto más de nuestra soberanía estamos dispuestes a resignar? ¿A costa de quiénes? Condenso en esa pregunta el peso que la privatización de nuestras existencias tiene: la primera persona termina aniquilando a su igual que es quien, paradójicamente, le confiere la existencia. Decimos «todes» en abstracto, mientras que nos desvinculamos cada vez más en lo concreto, y resignamos a las minorías como efectos colaterales.

Ante los efectos indigeribles de estas perversiones, ensayamos como respuesta “educaciones sentimentales” para gestionar el caos y mantenerlo dentro de los límites de lo tolerable. Pero es, sin lugar a dudas, un modo más actualizado de colonizarnos. ¿O creemos que esta domesticación de nuestras sensibilidades permite gestar propuestas estéticas, políticas, poéticas y educativas que ensanchen el mundo y el modo de construir, valorar y recuperar las experiencias de nuestro tiempo compartido?

Más allá del hartazgo personal y el desánimo generalizado que se vive en las escuelas, o quizás a partir de él, es urgente y necesario pensar desde allí cómo queremos seguir. Recuperar la potencia de nuestras incomodidades que son un modo de correr el «cabacentrismo» -ese que llena y carga de (ciertos) sentidos las representaciones más generales y comunes que circulan sobre la educación, a costa de reducir e invisibilizar las otras tantas y diversas experiencias / problemas / situaciones / realidades que componen el vasto universo que es nuestro país- y pensar efectivamente cómo recuperar espacios pedagógicos para las infancias y las juventudes.

Hay gestos que educan en términos morales, éticos, políticos lo asumamos o no. ¿Qué enseñamos cada vez que nos resignamos al «todes» como punto de partida? Básicamente que no tenemos nada que ver con algunas esferas y porciones de nuestro mundo, que no tenemos poder suficiente para cambiarlo, que hay cosas que conviene resignar porque no somos iguales y, mal que nos pese, seguimos viviendo en –y contribuyendo a la- desigualdad.

El potencial del debate pedagógico que podríamos dar(nos) en este tiempo, se pierde entre rivalidades y explicaciones, y nos obliga a retomar la conversación desde allí, eligiendo -a partir de la nostalgia por lo perdido- una forma antes que un sentido. ¿Qué educación creemos necesaria para el mundo que legamos cada día?

La pregunta sobre la vuelta a clase debería situarse en qué y cómo pensamos la educación en este tiempo, qué comunidad nos animamos a construir para qué mundo. Imaginar antes que demandar. Construir antes que imponer. Interrogar antes que aseverar. Nuestro tiempo es el tiempo de lo incierto pero también de la potencia de lo abierto. ¿Qué mundo estamos pensando para esas infancias que nombramos e invocamos a diario? ¿Qué educaciones, qué pedagogías? La emancipación está bien como imaginario, como práctica fronteriza, como intencionalidad política, ¿qué supondría pensarla como dispositivo educativo? No son preguntas que nos salven en el futuro. Son un compromiso en tiempo presente.

*Pedagoga social y Licenciada en educación

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