15 febrero, 2021
El día de la despedida
Un espacio abierto para compartir palabras, relatos y cuentos.


Fernando Toyos
Dicen los sabios que el alto cielo tiene una tradición milenaria. Antes de partir hacia la otra orilla, todas las gentes de buen corazón pueden elegir una persona con la que pasar un último día en el mundo de los días y las cosas. Sólo una persona, tal es el capricho de los dioses, con lo cual es preciso escoger muy bien: debe tratarse de alguien a través del cual sea posible despedirse del mundo de los días y las cosas, una persona que acompañe el tránsito, un médium. Una vez hecha esta selección, la ceremonia comienza con las primeras luces del alba. Él o la viajante puede, ahora sí, elegir libremente toda clase de actividades, fiestas recitales y caminatas para hacer con su acompañante.
En este recorrido, generalmente, cada pareja rememora la ocasión en la que se conocieron, el día en que cortaron una flor de cerezo en el bosque, o quizás el avistaje de algún extraño pececillo. Así, la mañana suele discurrir en caminatas por lagos o playas o barrios obreros, embelesados viajante y acompañante frente a los paisajes que no son otra cosa que la proyección geográfica de su paso por el mundo de los días y las cosas.
Generalmente, las personas acompañantes no caen en la cuenta de la naturaleza del encuentro hasta la hora de comer, en la que suelen servirse todo tipo de manjares, como frutas exóticas y triples de miga, y a menudo es tal el asombro que resulta menester tomar una pequeña siesta a la sombra de un abedul. No conviene que sea muy larga, empero, porque a la tarde se acostumbra realizar una sencilla, pero emotiva entrega de premios.
Allí, con frecuencia en un salón o en el cruce de dos calles (siempre y cuando sean de adoquines) puede la persona viajante invocar a otras personas, pero solamente como telón de fondo, es decir, contexto evocativo que haga a sus días con la persona acompañante, en el mundo de los días y las cosas. Resultan del todo comunes, pues, rememorar colaciones de graduación, galas de premiación y entrega de medallas al mejor compañero o compañera, presididas por sus respectivas autoridades en estricta etiqueta de pantalón corto y sandalias.
Al atardecer, por lo general, comienza el momento de lágrimas y sollozos, aproximándose la hora en que la persona viajante debe cruzar a la otra orilla. Mucha gente ha elegido para esto una ocasión más íntima, en que se corren las mesas del salón para poder bailar tomándose de la cintura o apretando fuerte las manos. Es aquí cuando, muy típicamente, se realizan confesiones evocaciones y declaraciones juradas ante la luz de una lámpara de kerosene, y se permite que viajante y acompañante se pierdan en la playa, el lago o las calles de Barracas hasta que el sonido de una campana señale la hora de partir.
Si bien no hay registro fehaciente de los recuerdos que se le permite conservar a el o la acompañante, se rumorea que estas personas suelen despertarse con las primeras luces del nuevo día, con sus camisas planchadas en el ropero y la boleta de Edenor sobre la mesa, sin mucha más memoria que la que deja un sueño extraño en una noche de verano. Se extrañan, eso sí, por el inexplicable sentimiento de nostalgia que las invade, y la fatiga muscular que solo ocasiona la tarea de cruzar un ancho río a remo limpio.
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