18 enero, 2021
Medios de comunicación, racismo y batallas por venir: un aporte desde la historia
El fin de semana nos volvió a plantear una discusión recurrente: ¿cómo explicamos y entendemos el racismo en nuestra sociedad? Desde Notas, pensamos un aporte con perspectiva histórica para reflexionar sobre algunos discursos.


Juan Manuel Soria*
En una nota del diario La Nación, el periodista Pablo Sirvén afirmó el último domingo, en relación a las elecciones legislativas por venir, que la “madre de todas las batallas” sería la Provincia de Buenos Aires, un “territorio inviable” con un “africanizado conurbano”. El impacto en las redes sociales no se hizo esperar: el repudio a la analogía racista utilizada por el periodista fue uno de los temas del día en Twitter y Facebook. Sirvén salió a afirmar que sus declaraciones no eran en tono racista, sino que hacían referencia a los índices sociales del Conurbano. Sin embargo, la elección de las palabras –sabemos- no fue algo fortuito.
Por más que desde diversos sectores se vuelva sobre un discurso que lo niega, el racismo es un problema constante en nuestra sociedad. Desde expresiones como las de Sirvén hasta el gatillo fácil en los barriadas populares de nuestro país, el racismo es algo que parece “natural” (y aparece como naturalizado) en la Argentina del siglo XXI. Pero es necesario tener en claro que todo sistema de poder es una construcción histórica. Es necesario entonces, a partir de la recuperación de autores como Ezequiel Adamovsky o Raúl Fradkin, historizar los orígenes del racismo en la Argentina moderna.
I.
La historia de lo que hoy conocemos como Argentina no comenzó en 1810. Los orígenes de nuestro actual país comienzan mucho antes de la invasión española. El territorio estaba repleto de pueblos originarios, desde la actual Jujuy hasta Tierra del Fuego, que ocupaban la tierra de diversas formas culturas organizativas, económicas, sociales y políticas. La llegada de los españoles a nuestro territorio, a partir de la expansión europea del siglo XV, va a marcar otro hito fundamental en los orígenes de la Argentina: la expansión comercial llevó a que el territorio y los pueblos de lo que hoy conocemos como Argentina experimenten la invasión por parte de la Corona Española. Para asegurar la salida de metales preciosos a través del puerto de Buenos Aires, se establecieron ciudades a lo largo y ancho del territorio con sus respectivas poblaciones. Los criollos –quienes nacían en el territorio americano- comenzarán a crecer en número e importancia, con relaciones de distinta índole con los pueblos originarios. Asimismo, y como parte de la necesidad económica, comenzaron a llegar esclavos de origen africano al territorio que ocupa hoy nuestro país. De esta manera, se iba configurando una estructura social compleja y diversa.
La sociedad colonial, desarrollada entre los siglos XVI y principios del siglo XIX, estaba ordenada en dos grupos fundamentales: la “gente decente” y la “plebe”. Los primeros estaban compuestos por españoles y criollos, propietarios de tierras, oficiales militares y funcionarios coloniales, así como los médicos y abogados. Los segundos estaban compuestos por gauchos, indios bajo servidumbre, campesinos y esclavos. Se comenzaba a articular un orden de castas en torno al color de piel: la diferenciación social tenía bastante que ver con la etnia. Los grupos más bajos de la sociedad tendían a ser negros, indios, mulatos o mestizos, mientras que los grupos más altos estaban asociados al color blanco. Esta división social se mantendría a lo largo del tiempo, como veremos a lo largo de la nota.
Sin embargo, las guerras de independencia de principios del siglo XIX trastocarán el orden colonial sedimentado luego de varios siglos. El colapso del Estado colonial no había dejado orden alguno, de la mano de una economía devastada. El período que abarca entre 1816 y 1853 es un período signado por el enfrentamiento –llegando a desarrollarse luchas armadas- por cómo iba a organizarse el país. A partir de las Invasiones Inglesas, la movilización de los sectores de la plebe había tomado un impulso que se tornaría imparable. El trabajo del historiador Raúl Fradkin en su obra ¿El pueblo dónde está? nos ayuda a observar que gauchos, mulatos, indios y esclavos pelearon en los ejércitos independentistas y tuvieron un rol activo, tanto como combatientes pero también desarrollando formas de politicidad y reclamos propios que marcarían el inicio de la participación popular en la historia de nuestro país. A diferencia de algunas construcciones históricas y mitologías patrióticas, el componente plebeyo y popular marcó de forma fundamental la lucha contra los españoles y luego, las luchas internas de todo el siglo XIX.
Pero todo proceso está enmarcado en coordenadas más amplias. El siglo XIX es la era de la revolución, el capital y el imperio. El proceso conocido como revolución industrial –encabezado por Inglaterra y secundado por Alemania y Francia, entre otros países europeos- que va a generar una economía de tipo capitalista, la cual a mediados y finales del siglo XIX reclamará dos factores: por un lado, materias primas para manufacturas y por otro, mercados donde poder vender las mismas. En nuestro país, las mejores tierras y el mayor puerto se ubicaban en el litoral y principalmente, en la Provincia de Buenos Aires. A partir de 1853, y con idas y venidas, las elites encabezarán un proyecto de organización del Estado. Era el proyecto de la “civilización”: en resumidas cuentas, integrar a la Argentina en la economía – mundo capitalista, aprovechando sus condiciones de proovedora de materias primas a las potencias centrales. Así, a través de la negociación y de la violencia, para 1880 se cierra el ciclo de la organización nacional, sentadas las bases materiales del modelo agroexportador. A través de la exportación de carnes y cereales el Estado adquiriría divisas necesarias para sedimentarse. La propiedad de la tierra sufrió un proceso de privatización y cercamiento de dimensiones inmensas, llegando a niveles de violencia inusitados como el que se vivió durante la “Campaña al Desierto”: el exterminio de los pueblos originarios orquestado desde el Estado y que otorgó 30 millones de hectáreas nuevas al país.
Pero toda economía capitalista se sustenta en el trabajo. La mano de obra criolla y aborigen en nuestro país fue sometida a un proceso de disciplinamiento atroz y sin embargo, las elites consideraban a los trabajadores locales como “vagos” e “inútiles”. Para suplantarla por mano de obra cualificada, van a fomentar un proceso inmigratorio que modificará de forma sustancial el entramado social de nuestro país. Hacia 1914, un tercio de la población argentina era extranjera.
El proceso de construcción del Estado fue orquestado “desde arriba” por las elites locales y tuvo rasgos antipopulares muy fuertes. La movilización plebeya desatada a partir de las guerras de Independencia generaba que las clases altas buscaran la forma de disciplinarlas: ya en 1811 se hablaba de la necesidad de construir “el imperio de la ley” para evitar los posibles “excesos” de los sectores populares. Las clases bajas se veían como atrasadas e imposibilitadas de aportar algo que no sean sus brazos para la construcción nacional. De esta manera, se llevará adelante por parte del Estado un proceso de “barbarización” de los sectores populares. La causa del atraso del país radicaba en los sectores populares, en la supuesta inferioridad de criollos, indios y la población afroamericana. La disyuntiva entre la “civilización” y la “barbarie” es fundamental para comprender este período: el proyecto de Organización Nacional estará construido bajo la idea del avance de la “Civilización” (blanca, porteña y masculina) sobre la “barbarie” gaucha y mestiza del interior. La burguesía porteña se ponía a la cabeza del proceso de organización nacional y todo lo que no entrara bajo sus parámetros de civilización debía ser doblegado e integrado bajo la lógica capitalista. El avance estatal implicará un reajuste de las relaciones de dominación en nuestro país. La potencia del Estado imposibilitará el desarrollo y el mantenimiento de las formas populares y autónomas de la política, buscando subsumirlas al proyecto de los sectores dominantes.
Sin embargo, en la Argentina de finales del siglo XIX, sometida a un proceso inmigratorio a gran escala, pero también a la implantación de nuevas relaciones sociales, las divisiones sociales entre la “gente decente” y la “plebe” ya no eran tan claras. El avance del capitalismo generará rápidamente conflictos sociales y diversas formas de organización populares, basadas tanto en la experiencia de los sectores subalternos pero también de la llegada de las ideas anarquistas y socialistas traídas por les trabajadores en el marco de la oleada inmigratoria. Así, nuestro país comenzará a ser testigo de la proliferación de sindicatos y organizaciones profesionales, así como de partidos políticos de izquierda, como es el caso de la conformación del Partido Socialista en 1895. Este avance de los sectores populares, en tanto beligerancia pero también en organización, se articulaba a través de la alianza de diversos sectores de trabajadores.
Frente a esto, los sectores dominantes llevarán adelante lo que el historiador Ezequiel Adamovsky en su reconocido libro Historia de la clase media argentina denomina “operaciones de clasificación”, es decir, construir nuevas jerarquías y divisiones entre los grupos sociales. A grandes rasgos, se redefinirá la ciudadanía y los modos de ejercerla. El avance de los sectores populares pero también la formación de la Unión Cívica Radical le plantearán a las elites la necesidad de una redefinición en pos de encauzar el conflicto social. En este sentido, la Ley Sáenz Peña es un hito fundamental. Establecida en 1912, buscaba canalizar el conflicto social abriendo de forma limitada el juego electoral: ni los extranjeros ni las mujeres podrían votar, dejando por fuera de los comicios a una enorme cantidad de habitantes del país. Los ciudadanos “respetables” debían adecuarse a las nuevas formas de participación política. Por lo tanto, toda acción popular que no se encauzara en esta nueva lógica pasaba a ser vista como “primitiva”.
Es en esta época en la cual se creará el mito del “crisol de razas”, que sigue estando presente hasta el día de hoy. El mismo no negaba la existencia de grupos no blancos, pero afirmaba que para principios del siglo XX todos los grupos habían sido fusionados en una “raza argentina” homogénea. Sin embargo, poseía un fuerte contenido racista: lo argentino era blanco y europeo. Hasta el día de hoy este mito toma cuerpo en afirmaciones tales como “los argentinos descendemos de los barcos”. Como se dice actualmente, “dato mata relato”: el 50% por ciento de la población argentina posee sangre originaria y el 10% por ciento, indígena, según estudios genéticos.

El caso de la población afroargentina es un buen ejemplo de lo que estamos comentando. De nuevo, recuperamos los aportes de Adamovsky, esta vez en Historia de las clases populares en la Argentina. Algunas lecturas plantean que para finales del siglo XIX la población afroamericana había sido “aniquilada” en las guerras de independencia, en la Guerra de la Triple Alianza y finalmente, por la epidemia de fiebre amarilla de 1871. Sin embargo, esto no fue así. Más bien, las nuevas condiciones sociales le planteaban a la comunidad afro una disyuntiva frente al proceso que venimos comentando: “integrarse” a la Argentina blanca o resistir al avance estatal. Frente a esta situación, los referentes de la comunidad presionaron para que los negros adoptaran pautas “civilizadas” para “abrazar la modernidad. Se produjo un proceso de “asimilación”, negando orígenes para poder adaptarse a las condiciones impuestas desde la elite. Sin embargo, la permanencia de rituales y tradiciones en el ámbito privado hoy nos muestran que ese proceso de asimilación fue resistido y debe ser matizado.
El arquetipo del argentino ideal, entonces, pasaba a ser blanco, europeo y civilizado, sometido al ritmo capitalista del trabajo y tendiente a participar del juego democrático. Todo aquel que se resistiera a esto era la “barbarie”. Como la mayoría de la población inmigrante tendía a concentrarse en la zona pampeana y del litoral, el conflicto entre Buenos Aires y las provincias tomaba nuevas formas: una provincia de Buenos Aires “cosmopolita” frente a un “interior” inculto y atrasado. La escolarización jugará un papel clave en este proceso. A través de la misma, se buscaba difundir entre niños y jóvenes la idea del “argentino respetable”. Si tenemos en cuenta que este arquetipo era blanco y europeo, esto generará también una división fuerte dentro de los mismos sectores populares, entre los inmigrantes y los criollos, que tendrá su correlato económico: como les iba peor a quienes tenían tez oscura y vivían en regiones del interior, el prejuicio de la superioridad blanca y porteña parecía confirmarse.
Así, entre mediados del siglo XIX y 1930, asistiremos a una etapa nueva de nuestro país. La llamada “modernización” y la construcción del Estado no son otra cosa que la implantación de una economía de tipo capitalista y sus correspondientes relaciones de producción. La división de clases que se dio en nuestro país (y en todo el continente) tuvo no solo una base económica, sino que fue acompañada por una rejerarquización étnica: “pobre” y “negro” pasarían palabras intercambiables entre sí.
II.
El reordenamiento social en base a nuevas jerarquías de raza, género y clase fue necesario para un Estado en formación que buscaba insertarse en sistema capitalista mundial de mediados y finales del siglo XIX a través del modelo agroexportador. Este proceso fue causa y consecuencia de un imaginario de un supuesto país blanco y descendiente de los barcos. Este imaginario –que sigue presente hasta la actualidad- tuvo como objetivo un ordenamiento social que permitiera a nuestro país disciplinar y ordenar a los sectores populares para integrarlos como fuerza de trabajo en el marco de una economía capitalista. La construcción de una “Otredad” –ya sea criolla, indígena, negra, mujer o anarquista- a la cual disciplinar, doblegar y, de ser imposible, eliminar, fue y es condición necesaria para el poder estatal moderno. Según Rita Segato en su libro La guerra contra las mujeres el Estado es un enorme productor de “anomalías”: todo lo que no se adapte a su lógica tendrá que ser disciplinado. Es posible afirmar, entonces, que los Estados nación americanos (y el caso argentino no es la excepción) fueron construidos para asegurar el funcionamiento del sistema capitalista.
Esta nota tiene como punto de partida la desafortunada expresión de un periodista en uno de los diarios más importantes de nuestro país. Sería pecar de inocentes pensar que esas palabras están desprovistas de historicidad. La discusión en torno a las expresiones del periodista plantea un escenario propicio para un breve aporte histórico, en pos de pensar el racismo como un elemento constitutivo en nuestro país y al mismo como una serie de discursos y prácticas de diversa índole que circulan por la trama social y atraviesan nuestra cotidianeidad. En este sentido, la investigación histórica nos aporta recursos inmejorables para la discusión política e ideológica, en tanto nos permite historizar y desarmar los discursos, prácticas y representaciones sociales construidas a lo largo de los siglos. El pasado no está muerto. Podemos traerlo a nuestro lado como herramienta para ganar la madre de todas las batallas: la que nos enfrenta a una realidad construida en base a la desigualdad y la opresión.
*Profesor de Historia
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