Batalla de Ideas

13 enero, 2021

Combatiendo al capital en el siglo XXI: ocio e ingreso no salarial

El capitalismo de esta era -profundizado con la pandemia de coronavirus- se asienta sobre una filosofía de la precarización y un mandato alienante de productividad. Recuperar el derecho al esparcimiento es fundamental para construir un mundo diferente.

Santiago Mayor

@SantiMayor

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“DESCANSAR ES PARA DEBILES. Buen, tanto no. Pero gracias a mis amigos de Dell que me regalaron zarpada Latitude 9510, puedo disfrutar de mis vacaciones en la playa como toda persona que sabe programar: Abajo de la sombrilla laburando”. El texto es de un tuit de Mateo Salvatto, un joven programador argentino que diseñó una app para asistir a personas con dificultades para comunicarse y que fue elevado por los sectores conservadores de nuestro país al altar del modelo a imitar por les jóvenes. 

Esta especie de Steve Jobs del subdesarrollo representa el paradigma de lo que el capitalismo pretende como modelo de ciudadano para el siglo XXI. De más está decir que es un ideal difícilmente alcanzable y quien no lo logre, quedará al margen de esta particular ciudadanía capitalista: joven, emprendedor, meritócrata y, sobre todo, una persona que hace alarde de su autoexplotación. O al menos esa es la imagen que vende.

El tipo está en la playa y, sea cierto o no, reproduce un discurso propio de la sociedad inmediatista e híper conectada de hoy: no hay tiempo para descansar, hay que ser productivo todo el tiempo. Incluso en nuestros (merecidos) momentos de ocio, ¡en nuestras vacaciones!

Ese discurso no sólo remite a lo laboral, sino que invade prácticamente cualquier ámbito de nuestra vida. Durante la cuarentena quedarse en casa fue una necesidad para sobrevivir, pero no hacer nada, no “aprovechar” la “oportunidad”, fue visto como algo negativo. ¿No aprendiste a hacer masa madre? ¿Cuántos libros leíste? ¿Hiciste algún curso para capacitarte? ¿Otra vez estás procrastinando?

El neoliberalismo ha logrado demonizar al ocio al punto que lo tenemos absolutamente internalizado como “una pérdida de tiempo”. El nivel de introyección de la cultura de la autoexplotación ha llegado a tal punto que sectores progresistas confunden derechos con beneficios. ¿Vacaciones? Privilegio de clase. ¿Licencia para cuidar a tus hijes? Privilegio de clase. ¿Teletrabajar? Privilegio de clase.

El capitalismo actual desacopla sin problema ganancia, salario y crecimiento económico. Una clase obrera ultra precarizada y con sueldos de pobreza puede convivir perfectamente e incluso ser empleada por compañías con ingresos exorbitantes. Y, a la par, que la economía del país no crezca.

Ya no es necesario que el patrón nos pida trabajar de más, lo hacemos porque nos ganó el sistema, en todo sentido. O bien porque no nos queda otra ya que cobramos a destajo (como los trabajadores de delivery o una productora freelance de contenidos) o porque necesitamos hacer horas extras para completar un salario que nos permita llegar a fin de mes.

En el medio, el derecho al ocio y al esparcimiento desaparece al punto que nos da culpa y no sabemos qué hacer con él cuando nos lo encontramos.

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El capitalismo actual desacopla sin problema ganancia, salario y crecimiento económico. Una clase obrera ultra precarizada y con sueldos de pobreza puede convivir perfectamente e incluso ser empleada por compañías con ingresos exorbitantes. Y, a la par, que la economía del país no crezca.

Aquella vieja fórmula de que sí le va bien a los empresarios le va bien a todes, aunque nunca fue del todo cierta, hoy ni siquiera se acerca.

Como señala Alejandro Galliano en su libro ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?, en los últimos años irrumpió un nuevo tipo de empresa a imagen y semejanza de esta era: las plataformas que “abren la posibilidad de hacer negocios sin activos ni empleados”. Es así que “Uber es la compañía de taxis más grande del mundo y no posee vehículos; Facebook, el medio más popular y no crea contenidos; Airbnb, el mayor proveedor de alojamiento y no posee bienes inmuebles”.

Se trata de una tendencia que, más allá de estos casos extremos, se extiende a casi todos los ámbitos del mundo laboral. Y aunque existen estudios que arrojan resultados diversos, la automatización del trabajo y el reemplazo de la mano de obra por tecnología es una tendencia permanente del desarrollo capitalista. 

Esa dinámica lleva a una conclusión clara: a este sistema le sobran personas. Y ya no son el ejército industrial de reserva del que hablaba Marx. No, un cartonero no empuja los salarios hacia abajo y, llegado el caso, puede reemplazar el día de mañana a un pibe que labura en sistemas para Instagram o Mercado Libre. Pero ojo, tampoco puede hacerlo la trabajadora estatal o el empleado de un call center o de un supermercado. La progresiva marginación del mundo del trabajo es mucho más grande que lo que el imaginario pobrista nos muestra. Hay una exclusión estructural que este sistema no solo no revertirá jamás, sino que irá ampliando.

Es por eso que más allá de las buenas intenciones, los modelos que pretenden algo parecido al “pleno empleo” en el marco de una economía capitalista en el siglo XXI no tienen futuro. Son, en el mejor de los casos, un intento de resistencia ante una dinámica global que tarde o temprano se los llevará puestos. Ese capitalismo del Estado de Bienestar no existe más hace, por lo menos, cuatro décadas.

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Ante esta situación resulta necesario pensar propuestas concretas pero no por eso menos radicales que permitan sortear la añoranza por un pasado que ya no existe y que escapen al reformismo posibilista. 

Esto no quiere decir que hay que entregarse a la “inevitable” uberización. Allí donde existe la fuerza obrera para defender, garantizar y conquistar derechos, debe sostenerse. El triunfo de la huelga aceitera es un claro ejemplo de ello.

¿Pero qué hacer con la gran masa de trabajadores y trabajadoras que no tienen empleo, viven de changas o de labores precarias? ¿con quienes tienen una representación sindical entreguista o, peor, ni siquiera la tienen? ¿con aquellas personas que, aunque trabajan, son pobres?

En una sociedad cada vez menos salarial, hacer eje ahí dejaría afuera a la mayoría de la población. Por eso es hora de desanclar el ingreso del salario.

Si algo está claro es que riqueza no falta, el problema es su distribución. Pero difícilmente sean los salarios el mecanismo para repartirla mejor ya que eso supone un mundo del trabajo y una estructura económica en retroceso, cuando no inexistente. 

En una sociedad cada vez menos salarial, hacer eje ahí dejaría afuera a la mayoría de la población. Por eso es hora de desanclar el ingreso del salario. 

Allí es donde aparece con fuerza la propuesta de una renta básica universal que debe ser financiada mediante un sistema impositivo progresivo. Más allá del bluf que fue en Argentina el aporte-extraordinario-por-única-vez de las grandes fortunas, en todo el mundo se comenzó a debatir cómo recuperar parte de esa renta. 

Esto debe ir de la mano de la ampliación, gratuidad y mejora de los servicios públicos. La iniciativa lanzada por Cristina Fernández recientemente (que no es nueva pero sí cobra otra fuerza y visibilidad) de un sistema sanitario único e integral, apunta en ese sentido. La pandemia desnudó su fragilidad y la miserabilidad de las prepagas, por lo que este momento representa una oportunidad para ir en esa dirección. 

Un modelo similar podría y debería pensarse para la educación. Hoy provincializada y también segmentada en pública, subvencionada y privada, con todas las desigualdades que eso genera.

Pero también el transporte debe ser concebido desde una perspectiva de derechos y no comercial. Es imposible trabajar, estudiar, acceder a la salud y al ocio en una gran ciudad si no se puede pagar el colectivo o el subte. El costo del pasaje debería ser, a lo sumo, simbólico, y la red mucho más grande. De esta forma se alivianaría un gasto fijo considerable de cualquier ciudadano o ciudadana. Y así la lista podría seguir con la electricidad, el gas, el agua corriente, etc.

Finalmente, en el marco de una economía cada vez más automatizada y regida por algoritmos, es necesario avanzar en la reducción de la jornada laboral y, por qué no, de la semana de trabajo. “Trabajar menos, trabajar todes”, es una consigna que lanzaron en 2020 algunos sindicatos. No necesariamente para que todo el mundo tenga grandes salarios (que pueden ser compensados por el ingreso no salarial), pero sí, al menos, para mejorar la calidad de vida y tener más tiempo para el ocio, el disfrute, la creatividad y el goce.

Lo enumerado hasta acá no se trata de propuestas que impliquen una revolución, ni siquiera de medidas anticapitalistas. Algunas tampoco son novedosas aunque parecen absolutamente lejanas. Son iniciativas de transición -la lucha política definirá hacia donde- que, partiendo de las condiciones actuales, apuntan a crear un mundo menos alienante y más digno.

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