29 diciembre, 2020
Cromañón: tres personas, tres historias, una noche
En estos tres breves relatos se condensan las vivencias de una noche trágica. Fueron miles que no saben como salieron, que se encontraron en shock sentados en la vereda, tirados en el piso tratando de respirar o volviendo a entrar para rescatar a más gente. Tres historias que marcan el quiebre de una generación que descubrió, en plena juventud, que no era inmortal.


Carolina Rosales Zeiger
En una misma noche Juan José Valiente creyó morir cinco veces. En las primeras tres se resignó. En la cuarta apenas se enteró. En la última corrió y ganó. Así recuerda el 30 de diciembre de 2004: como diapositivas que pasan una tras otra, desordenadas pero definidas, interrumpidas por el fuego y la desesperación, más largas de lo que su memoría y su corazón querrían.
Tenía 24 años y seguía a Callejeros desde hacía tiempo. “Esa noche en verdad fui exclusivamente a ver a Ojos Locos -la banda que teloneaba- y pensaba irme después de que toquen, pero estaba tan contento del show que habían hecho que me quedé a ver a Callejeros», cuenta Juan a Notas. El calor adentro agobiaba, pero unos tragos en la puerta habían refrescado el encuentro, así que entraron y, cuando empezó el show, corrieron hacia adelante.
“Llegamos hasta las vallas del escenario y la marea de gente nos llevó hacia un costado, ahí fue que empezó todo», ordena Juan. Y detalla: “La banda dejó de tocar, prendieron las luces y todos señalaban el techo… cuando vi, era una aureola de fuego en la mediasombra». Juan sacó la vista para mirar a sus amigos y cuando la volvió todo se le venía encima. En ese mismo momento creyó que moriría quemado. Después la marea de gente lo estrujó contra la pared y pensó que moriría aplastado. Cuando vio el humo negro y se dio cuenta de que le costaba respirar, pensó que su final iba a ser el de la asfixia. Pero en un último reflejo de lucidez vio un chico de remera blanca corriendo y lo siguió hasta que logró salir.
Ya afuera se desvaneció. Al menos eso cree: sólo recuerda que despertó porque le estaban tirando agua y que se volvió a desmayar. Fue la última: se despertó de nuevo en un colectivo con “muchos chicos que no podían respirar». Asustado, se bajó y salió corriendo.
Lo demás es una nebulosa que incluye terapia, pastillas y dormir en la calle por el miedo que le provocaban los lugares cerrados.
“Mi vida cambió en el instante en que me dijeron que María y Florencia (dos amigas) habían muerto… cuando me di cuenta de que pude haber sido yo, pero me quedé vivo», reflexiona Juan. Y sigue: “No iba a poder vivir ignorando esto, los ojos y la cabeza me quedaron abiertos para siempre».
Sintió la angustia, la bronca y la desidia. Aprendió cómo funcionaba todo: las cadenas de responsabilidades, la puerta con candado, las coimas. Escuchó las acusaciones más cruentas: que por su culpa no podían salir de joda el 31, que eran unos negros drogadictos, que se merecían todo lo que había pasado. “Fueron palos y palos del Estado, del poder político. No sólo sobreviví al incendio, sino que también sobreviví a la indiferencia de todos», concluye.
Apenas ingresado a la adultez, en esa extensión noventosa del primer lustro de los 2000, Juan creía que todo era una mierda. Pero apareció la murga. Los que nunca callarán se conformó poco después de la tragedia y nucleó el dolor y la necesidad de salir adelante de amigos y sobrevivientes de Cromañón.
“Fue como mi terapia, descubrí que era era mi forma de luchar. Si bien fue dificil, antes de que se cumpla un año en vez de estar llorando o empastillado yo estaba bailando, contando con mi cuerpo lo que me había pasado», explica. Y aclara: “No sé si algunos lo entendieron o no, pero me rebelé ante tanto dolor. Hoy en día sigo bailando y por los pibes. Los pibes querían vivir, y hay que recordarlos así: con vida».
***
El 31 de diciembre de 2004 Graciela tenía 46 años, una hija de 16 y la sensación de que no iba a dormir tranquila nunca más en su vida. La noche anterior había ido a Cromañón y se había vuelto descalza, en taxi, y con una lista de hospitales adonde derivaban a las víctimas. En uno –no recuerda ni intenta recordar cuál– estaba Daniela, su hija, a quien había perdido en medio de la caótica salida y que –supo después– se había desmayado en la puerta.
“Yo ya no puedo hablar de esa noche», confiesa Graciela. ”Es demasiado dolor, no tanto por mi, sino por ver a tantos jóvenes que podrían haber sido mis hijos ahí muertos. Todavía le agradezco a Dios que me haya dejado a la mía conmigo», dice.
Marcela cree que “zafó» de las secuelas, tanto físicas como psicológicas, por su hija. “Ella estuvo muy mal, me llamaba desde el colegio para que la fuera a buscar si llovía, no podía estar en lugares cerrados, ya no salía con sus amigos porque todo le daba miedo. Cargaba, además, la culpa de haberme llevado a mí. Tuvo dos intentos de suicidio», cuenta.
Hoy Daniela vive en Rosario, es maestra y está por tener un hijo. Graciela la extraña, pero la entiende: “Yo sé que alejarse por completo es lo único que la salvó. A mi me duele estar lejos de ella y de mi nieto, pero si no fuera así, sé que podría estar entre esos 16 sobrevivientes que no aguantaron y se quitaron la vida».
***
– Caro…
– ¡Nico!
– Esto es un antes y un después.
– Te quiero mucho.
Ese fue todo el diálogo que pudo mantener Nicolás Maidana con su mejor amiga cuando por fin logró llamarla, a las 3:30 de la madrugada, y avisarle que estaba bien. Tenía 14 años y había ido a Cromañon con cuatro amigos. Tenía 14 años pero, dice, su adolescencia acababa de derrumbarse.
Habían salido temprano para poder hacer una previa en los alrededores del lugar pero, por esos enigmáticos vericuetos de los tiempos adolescentes, de pronto era tarde y sólo él y su vecino Facundo decidieron entrar antes de que se apaguen las luces. Los otros quedaron afuera.
Ya adentro recuerda que cantó más fuerte que nunca: “A pensar, a reaccionar, a relajar a despotricar…». Distinto era uno de sus temas preferidos. De ahí a la oscuridad se pierde en el tiempo: todo le es difuso.
No recuerda cómo salió pero sí que estuvo solo, en estado de shock y sentado en un cordón hasta que sus tres amigos se lo estrecharon contra el pecho en un reencuentro aliviador.
“Tengo varias sensaciones e imágenes. El agua, las sirenas, los pibes todos llenos de hollín. Tenía 14 años, me sentía inmortal, ¿entendés? Y de pronto se me estaban muriendo mis compañeros al lado».
Nicolás afirma que ése fue uno de los quiebres de su generación: el de no sentir nunca más la inmortalidad correspondiente a la edad, esa de “arriesgar una y mil veces» que cantaba su banda.
“En un momento me avivé y sentí que tenía que volver a buscar gente. Mis amigos estaban conmigo pero veía tantos muertos a mi alrededor, éramos nosotros para nosotros ahí», cuenta Nicolás a Notas. Entonces se sacó la remera, la mojó y se tapó nariz y boca. Entró dos veces: la primera sacó a un chico que tosía. La segunda salió con una chica absolutamente inconciente.
Nicolás hizo terapia durante un año. “Sentía mucha culpa de estar vivo, me preguntaba: ¿por qué yo no y ellos sí? Me decían que mi trauma era el típico, que pasaba lo mismo con Malvinas, con la dictadura», relata. Y confiesa: “Me costó mucho hacerme cargo de mi identidad de sobreviviente… es como que uno siente que da lástima, hasta que se da cuenta de que tiene que empoderarse a partir de esa experiencia y salir a pelear».
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