26 noviembre, 2020
El artista, el ídolo y el varón
Tres días de duelo y tres reflexiones sobre la figura inagotable de Diego Armando Maradona: el fútbol como metáfora de la vida, el pibe de Fiorito que se comió al mundo, y el sueño de la movilidad social ascendente y el varón nacido en 1960 que transitó como pudo el lugar de estrella futbolística. De tripas, reflexión.
Fernando Toyos
1.
La pelota y la pierna, el cuerpo y la cancha, como metáfora del devenir de la vida: ir así, de a cachitos, recorriendo un territorio que los rivales vuelven desconocido y lleno de obstáculos. Cada paso condiciona los pasos que vendrán, y así sucesivamente. Funciona como metáfora porque, en las generales de la ley, cada centímetro que le robamos al rival en la cancha de la vida cuesta -como quien dice- un Perú. Cuánto más cierto será esto para las canchas inclinadas, embarradas y con el árbitro en contra en las que tienen que jugar las pibas y pibes que nacen en Fiorito o en cualquier otra villa.
Por eso, sin gustarme demasiado el fútbol, ni haber visto jugar al Diego más que en aquellos clips para la historia -el gol a los ingleses, el gol a los ingleses, el gol a los ingleses- puedo emocionarme con ese desparramo, esos momentos en los que Diego se apropiaba de la cancha, como si estuviera sólo él y los suyos, haciendo como por arte de magia lo que a nosotros nos costaría la eternidad. Lo que emociona hasta el llanto es ver cómo se corren los límites de lo posible, ante nuestra mirada incrédula, azorada. Como ver a Charly tocando el piano, escuchar cantar a la negra, leer a Cortázar, y exclamar: «¡Esto no puede ser!». En esos momentos, esa cosa que llamamos realidad se hace un poco más grande para hacerle lugar a ese talento excepcional y generoso.
En esos actos de creación se ensancha el mundo para todos y, en ese mundo un poco más grande, el resto de los mortales también podemos crecer un poco más. Esas hazañas que encarnan unos pocos son, en cierto sentido, hazañas colectivas: no solo porque Diego, Charly, la negra, o el Che son hijas e hijos de este suelo, además -y sobre todo- porque la realidad que logran inventar nos devuelve un mundo más lindo, más grande, en el que la sombra de la muerte está un poco más lejos. Uno de esos partidos de fútbol, recitales, o lo que fuere son acontecimientos que trascienden el mero espectáculo: el mundo que nos espera al final ya no es el mismo. Esto, que vale para quienes pertenecemos a los sectores medios, con todo lo que implica en términos de privilegios, ¡cuánto más debe valer para los pibes y pibas de Fiorito, cuánto deben haber crecido, hasta estallar, sus propios mundos viendo a uno de ellos dibujar la vida con su gambeta! Por eso es tan difícil creer que se terminó, que la muerte haya podido -finalmente- sacarle la pelota al 10, colgarla en el techo de la vecina, pincharla o pisarla con el auto. Final del juego, de ese juego en el que la vida se ensancha y se recrea con cada jugada, inventando la cancha mientras la recorre, negando las líneas que marcan los límites, el fin, la muerte.
Y este duelo que nos toca hoy alumbrará los juegos de mañana.
2.
Diego es una de las mejores metáforas de la Argentina, y una de las facetas más ricas de esta semántica es la que conecta con la expectativa de movilidad social ascendente, que supo ordenar las vidas, sueños y luchas de millones de trabajadores durante el siglo XX, hoy cada vez más lejana. La trayectoria del Diego es una hipérbole de esa narrativa: el pibe de Fiorito que tuvo el mundo a sus pies, otra que M’hijo el dotor. ¡Pero cuidado! No es la historia de quien busca salir del barrio para nunca más volver, esa que conecta con la idea -tantas veces rumiada por cabezas oligárquicas- de la Argentina “más europea que latinoamericana”. En una disciplina en la que los clubes europeos constituyen un destino consagratorio, Diego fue a jugar a una de las regiones más subalternizadas de uno de los países más subalternizados de Europa. Uno de los países, además, más parecidos al nuestro, por idiosincrasia, identidad cultural, continuidad idiomática. Y después volvió a la Argentina para retirarse de las canchas y convertirse en un ícono social, cultural y político de la región toda.
Pueden decirse muchas cosas sobre Maradona, pero nadie puede negar que supo ganarse el mundo y, a la vez, compartirlo con los suyos, volver a Fiorito a tomarse unos mates con los viejos, conducir un programa en televisión abierta y sentar a media villa en primera fila. Una forma de habitar el estrellato y la gloria deportiva tan, pero tan distinta del común de los futbolistas de élite, más parecidos a ese “empresario de uno mismo” que la cultura hegemónica nos invita a ser, que a ese tipo que llevaba a su barrio, a su familia, a los humillados del mundo en su gambeta.
Andá a buscarla al ángulo, meritocracia.
3.
Diego es más que Diego. Como escribió Mariana Enríquez, a Diego le tocó la rara suerte de saber, en vida, que trascendería la muerte. Tenía la certeza de haber realizado esa aspiración vital, pulsional, que nos atraviesa a todos: ser recordados una vez que no estemos más. Pagó un precio altísimo por esto, durante largos años: no poder caminar por la calle como cualquiera de nosotros, ir a comer, disfrutar de las cosas pequeñas de la vida que tanto le gustaban. Diego no es sólo Diego, Diego condensa en su figura todas las cosas que mencionamos arriba y muchas más: al resto de los mortales sólo nos cabe imaginar la inmensidad de ese costo psicológico, emocional, físico, que supone encarnar los sueños, las aspiraciones, las alegrías, las esperanzas de millones, y millones, y millones.
El carácter de Diego, siempre poniendo el cuerpo por los suyos, lo llevó a aceptar semejante carga sin chistar. ¿Qué hicimos nosotros, desde el famoso “entorno” hasta las personas de a pie que -como dijo hermosamente un compañero- construimos junto a él su mito, para cuidarlo? Porque cuidar a Diego era una responsabilidad que no le cabía sólo a él, porque el Diego-ídolo, el Diego-héroe es algo tan inmenso que no podía caber en el Diego-persona. A cualquiera de nosotros nos desbordaría irremediablemente. Diego es más que Diego. Por más que la narrativa liberal hegemónica nos repita que cada individuo adulto es el único responsable de su bienestar, el feminismo nos está mostrando con una fuerza cada vez mayor las hilachas de este discurso. Desentrañando cada tarea de cuidado -cada olla cada trapo cada prenda de ropa tendida- que habita en todo varón adulto pretendidamente autosuficiente. Si esto es cierto para cualquier hije de vecine, ¿cómo no lo va a ser para Diego?
No exculpemos a quienes estuvieron más interesados en explotarlo económicamente que en cuidarlo, tratemos de deconstruir la forma que tenemos de construir ídolos, no cancelando a las personas sino a la misma idolatría. Recordar su humanidad, su mortalidad, sus límites; también sus contradicciones, recordar sobre todo su forma -histórica y socialmente condicionada- de habitar una masculinidad de estrella deportiva, que es algo así como el epítome de la masculinidad hegemónica. Entre quienes vomitaron su repudio, sin reparar en el dolor popular, ¿alguien acaso podría haber habitado esa masculinidad nacida en Fiorito en 1960? ¿Quién de nosotres podría haber transitado la fama, el estrellato, en fin, todas las cosas que hacen al Diego-ídolo, de una mejor manera?
Estas facetas, y todas las demás, entraron en ebullición ayer al mediodía, cuando el cuerpo del Diego dijo “hasta acá llegué”. Es dolorosísimo, además, que este proceso sea ridículamente empañado por la represión policial en un velorio mal organizado. Pero el dolor no equivale a la pura negatividad, y el duelo es una oportunidad para resignifcar todo aquello que Diego fue, es, y será, resignificándonos a nosotrxs mismos como sociedad en el mismo proceso. Es difícil, pero creo que es lo menos que podemos hacer por su memoria.
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