Batalla de Ideas

26 noviembre, 2020

El abrazo que tanto extrañabamos

El pueblo argentino está de luto. Como una gran familia, cientos de miles de personas se encontraron en la congoja de despedir a uno de los seres más queridos.

Crédito: Bárbara Leiva

Hernán Aisenberg

@Cherno07

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Mate, dulce de leche o asado; Evita, Gardel, el Che y por supuesto Maradona. Son emblemas admirables de nuestra argentinidad, lo que nos identifica y nos define de manera positiva de cara a la otredad no argentina. Sin embargo, hay algo mucho más abstracto, mucho más mundano que nos pinta de cuerpo entero, y que muchas veces pasamos de largo por lo incorporado que lo tenemos (o lo teníamos) a nuestra cotidianeidad: el abrazo.

No soy afín a la Real Academia Española pero entre sus definiciones de “abrazar” incluye la más coloquial que es “estrechar entre los brazos en señal de cariño”. Pero también lo define como “comprender, contener, incluir” o “admitir, escoger, seguir una doctrina, opinión o conducta”. 

Cariño, comprensión, contención, inclusión, lealtad, convicción. Todo eso significa un abrazo. Quizá palabras con tanta fuerza que necesitaban de una acción tan simple, tan automática, casi involuntaria para que no la pensemos tanto antes de realizarla. Quizá en Argentina elegimos pensar a un abrazo como involuntario para no hacernos cargo de la carga emotiva y sentimental que ese movimiento tiene.

Pero el mundo nos conoce a los argentinos y argentinas también por esa facilidad que tenemos para estrechar los brazos en señal de cariño. Lo hacemos siempre que saludamos a alguien o cuando la despedimos, incluso por las redes sociales. Lo damos en la cancha o en un recital a gente que a veces ni conocemos, solamente porque empatizamos, porque nos damos cuenta que estamos sintiendo parecido. Lo necesitamos como el aire cuando estamos de duelo, cuando perdemos a un familiar o ser querido o simplemente cuando no sabemos qué hacer con lo que estamos viviendo.

El mundo incorpora esta cualidad cuando quiere hablar bien de la Argentina, lo pone en la lista de halagos: “Los argentinos y argentinas demuestran cariño, se saludan con un beso, se abrazan”. Admiten, escogen o siguen una doctrina, opinión o conducta y, por supuesto, no deja de ser una virtud. Cualquiera puede envidiar nuestras convicciones, pero eso no quiere decir que sean perfectas, sino que son nuestras y que cuando son públicas nos exponen, con sus errores y aciertos. 

Crédito: Bárbara Leiva

Así fue también la vida de Diego. Antes de cumplir 16 ya se le exigía que sea absolutamente pública, al palo, siempre por la cornisa, pero además no podía tener errores. Porque si no era perfecta, los mortales teníamos el derecho a criticarla, a juzgarla y a condenarla solo por ser pública, por estar al límite. Maradona mismo vivía con ese dilema constantemente. ¿Buscaba él mismo la perfección para compensar, eludir o clausurar la condena y el escarnio, o se encandilaba con aquellos que lo vendían perfecto para hacer de su vida cada vez más pública, cada vez más al palo, cada vez más al límite?

Por eso su despedida no podía ser distinta. Estarán los que dirán que fue perfecta, aun negando el final, la represión, el descontrol, el desborde, la cornisa. Y estarán quienes salgan a condenarla como la responsable de una situación caótica que nos juzga como sociedad, que responsabiliza a los organizadores y que hasta condena a la familia por no poder contener el desborde que provoca nuestro amor por Diego y nuestro dolor por su pérdida.

De más está decir que no me refiero a la represión que nunca es justificable, siempre es condenable y siempre tiene responsables que deben dar explicaciones. Me refiero a las concentraciones en distintos puntos del país y del globo donde confluimos quienes queríamos llorarlo y despedirlo. Me refiero a los 2 kilómetros de fila desde la Casa Rosada a Constitución, a creer que por amarlo y por dolerlo podemos exigir nuestro derecho a entrometernos en un momento íntimo y familiar. Tanto que terminaron concediéndonos ese espacio a pesar de su propio dolor y su propia congoja. Pero es más fácil exigir que agradecer, es más fácil juzgar que contemplar.

Pero ojo que tampoco estoy juzgando. No podría hacerlo después de dos días sin dormir, después de exponerme en plena pandemia al contagio mío y de mis seres queridos, de pasar ayer por la puerta de la Bombonera y armar un altar en su honor, de ir sin dormir a Plaza de Mayo para asegurarme mi lugar en mi propia despedida, la que yo necesitaba con Diego. ¿Cómo podrían ustedes juzgar mi dolor, mi angustia, mi manera de sobrellevar esta situación? ¿Cómo podría yo juzgar la de otros y otra? ¿Y como todes podríamos juzgar o condenar la de la familia directa? 

Estos días estuvo muy de moda la frase de Fontanarrosa que no nos importa lo que hizo con su vida, sino que lo amamos por lo que hizo con la nuestra. Con ese criterio, y quienes estamos de acuerdo con esa afirmación, no podemos dejar de mirar a Pelusa como un familiar cercano, como un ser queridisimo que nos marcó, que nos dio identidad, que nos formó. No porque queramos imitarlo, sino por vernos reflejados en algunas de sus virtudes, y algunas de sus miserias también. 

Pero somos tantos y tantas quienes nos sentimos así que solamente la multitud podía darnos ese abrazo sentido, esa contención, comprensión e inclusión. Un abrazo que extrañamos en esta nueva normalidad, que el coronavirus nos prohibió por meses y que deberíamos seguir negando hasta la llegada de la vacuna. 

Pero hoy no pudimos. Hoy no había bicho, aunque había barbijos y alcohol en gel. No había contagios aunque intentábamos mantener la distancia. No había miedo, sino soledad. Había necesidad de un abrazo multitudinario, colectivo de esos que solo sabemos dar en estas tierras, de esas que solo podemos darle a Maradona. 

Personalmente el abrazo multitudinario me dejó terminar de escribir esta crónica sin que el llanto me impida continuar. Pero en ese abrazo masivo también están esos abrazos cercanos, propios, especiales. Abrazos que extrañábamos más que nada y que El Diez nos terminó regalando en su última acción, sin saber lo que hacía, sin desearlo, sin conocernos siquiera y sin buscarlo obviamente. 

El Diego se va dejándonos su último regalo: el primer gran abrazo de la nueva normalidad. Por eso el agradecimiento será infinito, nuestro abrazo será eterno y, como se lo juramos en 2001, nuestro amor no se terminará jamás.

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