23 noviembre, 2020
Fake News: hacia la enseñanza del pensamiento crítico
Las fake news (y las mentiras) son tan viejas como la humanidad, pero cobran fuerza en la actualidad. Expresiones como “posverdad” o “noticias falsas” ocupan los primeros lugares de los titulares en los medios. Estos nuevos términos se refieren a discursos en los que la apelación a la emoción o la propia creencia resultan más relevantes que los hechos objetivos.

Nos encontramos inmersos en la sociedad de la información, donde millones de datos por segundo se transportan de una punta a la otra del mundo y podemos ser testigos en un instante de hechos que están sucediendo en lugares remotos del planeta. Pero ante la necesidad de la inmediatez, muchas veces, las noticias son compartidas una y otra vez sin ningún tipo de corroboración, generando inmensas bolas de nieve.
Recibimos o “nos llegan” imágenes, que se perciben como una prueba aunque estemos en la era del fotomontaje digital. Si la falsa noticia es acompañada por una fotografía impactante, facilita la credibilidad por el shock que produce. ¿Cómo se construyen las fake news y para qué? ¿Por qué creemos y reproducimos fake news? ¿La educación actual está preparada para formar ciudadanos que sepan discernir entre una información falsa o un dato certero?

En la historia reciente aparecen dos situaciones paradigmáticas que fueron posibles gracias al bombardeo de fake news: la primera campaña presidencial de Donald Trump y del Brexit británico. En 2018 una investigación periodística de The Guardian, diario británico, reveló que la empresa Cambridge Analytica había utilizado datos de millones de usuarios de Facebook sin su consentimiento, con fines políticos. La firma se describía a sí misma en la web como una consultora de “microtargeting conductual”, con capacidad estratégica para brindar “apoyo a campañas políticas” y “soporte digital”, lo cual implicaba, en pocas palabras, la labor de analizar los datos extraídos de las cuentas privadas de 50 millones de usuarios, todos ellos obtenidos de manera engañosa, para luego volver a esos usuarios objeto de las campañas políticas de sus clientes.
Para obtener la información necesaria de los usuarios, Cambridge Analítica hizo circular por Facebook una aplicación con el nombre This is your digital life, que funcionaba como un test online. Para poder realizarlo, la app solicitaba el inicio de sesión en Facebook y la aceptación de algunos permisos, que suelen habilitar sin leer previamente. De esta manera, la aplicación accedía a los datos, contactos, ubicación y actividad de los usuarios de manera totalmente libre, sin restricciones ni filtros. Una vez analizados los miles de millones de datos obtenidos, fueron utilizados estratégicamente para enviarles de manera sutil contenido político a determinados targets susceptibles a modificar su conducta en la venidera votación.
Si bien es objetable la forma en que se obtuvieron los datos, podríamos inferir que no se modifica de gran manera la lógica de las campañas políticas a lo largo de la historia, pero es en el contenido de aquellos mensajes en donde reside la mayor de las polémicas. Mediante los datos psicográficos obtenidos se organizó una operación psicológica en donde los usuarios objetivos recibían información falsa, imágenes manipuladas, videos abstraídos de sus contextos originales a través de usuarios falsos (trolls), o pauta publicitaria soslayada como supuestas noticias, que reforzaban los sentimientos de miedo o ira de los usuarios. Esto provocó un “relato de la realidad customizado” para despertar cierta reacción en el receptor que, intuitivamente, tenderá a compartir esta publicación, extendiendo su propagación de manera exponencial, viralizando el contenido falso.
El material compartido habitualmente cuenta con imágenes que apelan a dos pasiones fundamentales, como ya podía leerse en el célebre texto de Gustave Le Bon de 1895, Psicología de las masas: el odio y la ignorancia. Estos dos aspectos de las imágenes permiten la construcción de un enemigo interno que logra generar cohesión social en contextos de exacerbación de los nacionalismos, invocando a una retórica moralista que lucha contra el “mal” que amenaza, consolidando el odio, lo cual conduce al miedo social, y termina justificando cualquier camino para la restauración del “orden” perdido.
La psicoanalista Nora Merlin, en su libro Mentir y colonizar, considera que para entender el carácter activo, compulsivo e inconsciente de esta obediencia es necesario entender que la “formación reactiva” es un mecanismo de defensa distinto de la represión, el cual consiste en la transformación de una pulsión de rasgo de carácter sustentado en su opuesto: el odiador ama su goce sádico como la salvación de la patria.
Siguiendo esta perspectiva de análisis, el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) realizó un estudio con datos que emergen de twitter, que revela que, de un total de 126.000 afirmaciones difundidas en esa plataforma entre 2016 y 2017, las mentiras se propagan porque suelen provocar respuestas de temor, indignación y sorpresa. Las informaciones falsas reciben un 70% más retuits que las veraces, es decir, los usuarios las comparten mucho más entre sus seguidores, ayudando a multiplicar su difusión.
La International Fact-Checking Network (IFCN), organización que promueve y certifica la excelencia en fact-checking (chequeo de información) por parte de organizaciones descentralizadas alrededor del mundo, como “Chequeado” en nuestro país, entre una de sus principales herramientas establece la necesidad de evaluar la veracidad y coherencia de cualquier imagen que acompañe una noticia como una de las primeras medidas dentro del protocolo de validación de contenido a corroborar. En esta línea existen Comunidades como Bellingcat y #DigitalSherlocks o proyectos como Jigsaw (propiedad de Google LLC, subsidiaria de la multinacional estadounidense Alphabet Inc.) que funcionan con herramientas que prometen derrotar a las imágenes “construidas” con fines de sostener noticias falsas.
Se utilizan detectores tecnológicos que identifican diferentes tipos de manipulación y evalúan si estas imágenes han sido “alteradas”. Es interesante detenerse a analizar la constante necesidad de las nuevas tecnologías de corroborar la construcción de una imagen literal en estado puro, cuestión que ha sido ampliamente discutida en los ámbitos semiológicos desde los años 70’ a esta parte, en donde catedráticos como Barthes, Eco, Dubois, Joly, Scolari, entre muchos otros, han desarrollado el tema y demuestran la esterilidad de pretender la construcción de las imágenes fotográficas como meras reproducciones mecánicas de “la realidad” sin que intervengan en su “lectura” aspectos de codificación socioculturales, antes, durante y después del instante del click. Sin mencionar los cientos de interfaces mediante las cuales esa misma imagen ha tenido que ser procesada para llegar a la plataforma en donde es encontrada. Interfaces que son en sí mismas estructuras simbólicas que se crean como metáforas de diferentes objetos y espacios:
- Una interfaz está diseñada dentro un contexto cultural y a su vez diseña contextos culturales.
- La interfaz responde y materializa la lógica económica del sistema en el que se inscribe. Es un dispositivo político.
- La ideología de la interfaz está siempre incrustada en la propia interfaz, pero no siempre es visible.
Las respuestas de este tipo de medidas adoptadas para el análisis nos devolverán siempre como resultado una respuesta dicotómica, una imagen será VERDADERA o FALSA, REAL o MODIFICADA. ¿Es suficiente esta respuesta para dar cuenta de la compleja red de construcciones y reconstrucciones a la que fue sometida? ¿No es excesiva tal simplificación?
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En el contexto de pandemia, muchos han sido los contenidos falsos que se masificaron, por lo que las redes sociales finalmente han decidido tomar cartas en el asunto. Sus algoritmos cumplirán la función de sensores permitiendo la visualización o no de los contenidos. Es aquí en donde reside el conflicto: ¿los nuevos validadores de verdad serán los algoritmos?
Al prestar atención a las nuevas metodologías de monetización de nuestro tiempo de ocio podemos observar que se pone especial énfasis en el engagement del público pertinente para cada “producto” con el fin de crear una comunidad de apariencia horizontal que consuma. Uno de los rasgos más inquietantes de este fenómeno es la construcción cultural eminentemente sesgada que se potenciará a lo largo del tiempo. ¿Cuáles serán entonces las posibilidades de empatizar con lo diferente o construir una realidad contra-hegemónica, en un mundo cada vez más a la medida?
*Integrantes del equipo de investigación del proyecto “Desafíos de la imagen y la visualidad: sobre los Estudios Visuales como lenguaje y metodología de una aproximación renovada a las Industrias Culturales” (2018-2020) de la Especialización en Industrias Culturales en la Convergencia Digital UNTREF
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