Deportes

30 octubre, 2020

Soy de la generación que lloró

Hoy festeja su sesenta aniversario el tipo jugó a la pelota mejor que nadie en la historia, el que llevó al potrero a ser campeón del mundo, el que salió del barro, tocó el cielo con la mano de Dios y derrapó en los peores infiernos. En esta oportunidad, Notas comparte un relato escrito desde lo más profundo.

Hernán Aisenberg

@Cherno07

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“Los varones no lloran” nos decían de chicos. Que frase horrible que nunca entendí. Que mal aprendimos. ¿Qué tiene de malo llorar? ¿Cuál era el problema? ¿O acaso para hacer valer mi hombría tenía que retar a duelo a mis compañeritos en el recreo y cagarme a trompadas? Yo nunca lo escondí, a veces me dan tremendas ganas de llorar y lo hago. Creo que es una cuestión generacional. Nosotros, los que hoy rondamos los 40 o apenas los pasamos podemos decir con orgullo “somos de la generación que lloró”.

Siempre me pregunté de dónde surgía tan fácil la emoción, cuál es el recuerdo atragantado de la infancia, que carajo nos hace brotar las lágrimas y por más que pienso que no puede ser, siempre vuelvo al mismo primer recuerdo: la cara de Codesal inmutable, la reacción de Pedrito (que treinta años después sigue siendo “Pedrito”) Troglio enajenado gritándole al mexicano con las manos atrás y la seguridad de Bhreme, un buen lateral derecho alemán que nadie recordaría si no fuese por aquel penal.

De ahí en adelante mi mundo cambió. Tenía cinco años y estaba por terminar el jardín de infantes y ahí estaba frente a mí, en un televisor supuestamente a color, sin control remoto y con apenas cuatro o cinco canales la imagen de la desazón, la angustia, el robo, la injusticia, la impunidad del poder.

El Olímpico de Roma no era un Estadio más. Era un Coliseo que recibía a once gladiadores, a once esclavos vestidos de azul que conocían su destino: la derrota y la muerte. Ya estaba decidido, la victoria y la gloria tenían que ser para otros. Quizá porque el mundo tenía que ver el festejo de la Alemania unificada, quizá porque el imperio todavía tenía la sangre en el ojo de lo que había pasado cuatro años atrás, quizá porque la Italia del norte tenía que ponerle un freno a los “monitos” del sur, quizá simplemente porque el árbitro mexicano quiso quedar en la historia o quizá por todo eso junto.

No sé bien por qué, pero en el medio de semejante Coliseo y con el mundo arrodillado a sus pies, un gladiador de 29 años, bajito, panzón y de rulos no estaba dispuesto a aceptar el trato desigual de dejarse morir por ellos. Con un Mundial bajo el brazo, con un tobillo que parecía un melón y con una batalla personal contra el público de la Italia Rica, se plantó erguido desde el principio y al grito de “hijos de Puta” tenía pensado cambiar su destino y el de los suyos.

La resistencia duró más de la cuenta, el tiempo pasaba y los gladiadores todavía sobrevivían. Una expulsión injusta y el reloj que hacía su juego hasta que pasó lo que tenía que pasar. La parca vestida de negro le puso fin a la ilusión y cobraba un penal insólito que el rubio teutón convertiría en la estocada final. Con su medalla de plata colgada al cuello y la desolación inconsolable el gladiador lloraba sin compasión. Creía que no había podido cambiar la historia. El mundo lloraba con él y los nueve apóstoles que quedaban en cancha. 

Nada menos que él lloraba sin parar como un nene al que le sacan su chupetín. Entonces, qué podían esperar de mí, con mis cinco añitos miraba por tele desde mi casa en Villa Crespo y sin sospecharlo esa imagen se metería en mi memoria para no borrarse nunca más.

Cuatro años más tarde, teníamos todo para cicatrizar la herida, pero ahí vinieron otra vez los poderosos a meter el dedo en la llaga tan profundo para que no se cierre nunca más. Estaba por cumplir los diez, y como todo pibe de esa edad, ya era grande y me hacía el que las sabía todas. El gladiador ahora era un ave fénix resurgido de las cenizas y estaba listo para recuperar la gloria que le pertenecía. Pero el imperio estaba más fuerte que nunca, su dominio era absoluto y en su casa no iban a permitir sobresaltos. 

Los dioses del Olimpo fueron testigos de su último grito, pero los reyes terrenales sabían como frenarlo: así como alguna vez le cortaron el pelo a sansón o le atacaron el talón a Aquiles, esta vez le cortarían las piernas a este zurdo y el llanto esta vez sería más grande y más desolador que el anterior. Era el final de un héroe de carne y hueso. Aunque no tenía capa ni superpoderes era nuestro y estaba siendo nuevamente castigado, pero esta vez para siempre. Otra vez el llanto giraba por el mundo a través de la televisión y con mis diez años me daba cuenta todo lo que se podía sufrir.

Habían pasado siete años de purgatorio o algo similar. El cielo y el infierno se debatían a quién le pertenecía este héroe llorón, pero el mundo de los vivos metió la cuchara una vez más y nos regaló el último llanto, el del abrazo final. El templo lo recibiría por última vez, ya sin piernas, pero con la magia intacta. Sus fieles nos congregamos para despedirlo. Tenía diecisiete. El imperio flaqueaba después de que le habían tirado aquellas dos torres y en Argentina el humo de las gomas ya empezaba a mezclarse con el ruido de las cacerolas. El mundo era un hervidero a punto de estallar y su llanto nos pegaba otra cachetada en la cara.

Algunos dirán que exagero, pero me cuesta creer tanta casualidad en el ritmo de la historia que elige mezclarse con sus apariciones y sus llantos. El 10 de noviembre del 2001 el pueblo argentino lloró con él por última vez. El 19 y 20 de diciembre fue producto de aquella generación y en ese momento, ya sin lágrimas, decidió rebelarse para siempre porque la pelota no se podía manchar. El gordo mismo, intentando en un gesto abrazar un estadio entero, nos pidió que este amor no se terminara nunca y por supuesto que ese amor se transformó en mito, en leyenda. 

La gente que hoy tiene más de cuarenta habla del mejor jugador que vieron y lo tratan de separar de la leyenda que llora. Ellos vieron el mundial 86 y lo vieron brillar en Napoli. Los que pasan los 50 hasta tienen el recuerdo imborrable de Argentinos o del bostero en el Metro 81. Se hace fácil quererlo si lo viste mofarse del imperio, robarle a la reina en la cara, vengar a nuestros caídos de Malvinas con cada inglés que quedaba desparramado en el piso del Azteca. O si no viste la caída, el llanto y la muerte en vida. Si solo te cuentan lo que hizo adentro de una cancha y te esconden las que se equivocó y pagó. Quienes no cumplieron los treinta quizá conozcan la leyenda de oído, el mito. La enaltecen o la condenan por lo que escucharon. No saben dónde nació, dónde creció, ni cómo. Ni siquiera saben cuándo fue que dejó de ser un simple jugador de fútbol. 

Algunes que lo vieron pueden hablar solo de aquel que tocó el cielo con las manos, otres solo conocen al que mordió el polvo, más de una vez, quizá cada vez más, hasta mimetizarse con el barro de donde vino y que hoy quieren esconder bajo la alfombra. A mi generación le tocó ver la contradicción en carne viva. Vimos al que brilló más que nadie y al que tocó fondo, vimos al que enfrentó al poder a la cara y vimos al que sigue intentando justificar lo injustificable. Al que levanta sus convicciones caiga quien caiga pero también al que tiene más manchas que un tigre. Imborrables, indefendibles, irrepetibles. 

Hubiese sido fácil escribir una crónica en su sexagésimo aniversario. No hay vida más relatada que la de él. No hay detalle que no tengamos, no hay una faceta suya que no conozcamos, desde el que tocó la cima hasta el que cayó al peor de los infiernos, sabemos todo y aun así muchos de nosotros y nosotras seguimos amándolo.

Porque le debemos los dos goles a Inglaterra, pero también le debemos ese llanto que nos permitió llorar con libertad para siempre, pero especialmente le debemos el reflejo de aquellas contradicciones que nos sirven para pensarnos a nosotres mismes, y le debemos la franqueza, la honestidad y la simpleza de haber seguido siendo siempre una persona, de carne y hueso, con sus virtudes que son proezas y sus errores que son calamidades. Feliz cumpleaños Diego Armando Maradona

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