30 septiembre, 2020
Educación en cárceles: estudiar en doble aislamiento
En pandemia, las cárceles se vieron atravesadas no sólo por la crisis sanitaria por la sobrepoblación y el hacinamiento, sino también por la falta de conectividad para acceder a educación. A pesar de los obstáculos, miles de personas detenidas siguen peleando y organizándose colectivamente para estudiar.

«Mientras nosotros la remamos adentro, una banda hace lo mismo afuera. Está nuestra familia, nuestres amigues, la vecina que te quiere, el compañero que conocés en el pabellón, eses docentes del centro, les compas, les compañeres que militan y mucha gente más. Todo eso me lo mostró la facultad».
Maxi, estudiante ex detenido
El 11 de marzo, el virus Covid-19 fue declarado como pandemia por la OMS. Unos pocos días después, en nuestro país se decretó el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO). A partir de entonces, las actividades educativas presenciales y las visitas quedaron suspendidas en las cárceles. Esto, sin embargo, permitió un hecho histórico en las unidades penitenciarias: la regularización de la tenencia de dispositivos móviles (antes, clandestinos y por ende administrados por el Servicio Penitenciario) para estudiar y mantener el contacto con familiares. Para las organizaciones con trabajo en cárceles, este año los talleres mutaron a encuentros virtuales en videollamadas, redes sociales, audios, fotos y videos en Whatsapp. Además, a la continuidad educativa se sumó la preocupación por el bienestar de nuestres compañeres privades de la libertad: sabemos que la cárcel no es lugar para una cuarentena.
Si bien el acceso a la educación en contexto de encierro está contemplado como derecho dentro de la Ley 26.206 de Educación Nacional, en la práctica poder completar la escuela primaria y secundaria es muy difícil en las cárceles, y sólo un 1% accede a la educación universitaria, según datos del Sistema Nacional de Estadísticas de Ejecución de la Pena (SNEEP). Paradójicamente y pese a los obstáculos, en la cárcel docentes, universidades públicas, talleristas y extensionistas sostienen espacios educativos que permiten que miles de estudiantes comiencen y finalicen la escuela secundaria, o que aprendan a leer y escribir en el encierro. Como dice Juan, quien terminó la escuela secundaria en la Unidad N° 18 de Gorina: “Pienso que tendríamos que hacer lo necesario para cambiar tanta desigualdad. Los liberados, los docentes, las autoridades nacionales y provinciales, y acabar de una vez con que el preso no tiene derecho a la educación. Vamos por más educación y menos reincidencia».
«No es fácil estudiar en contexto de encierro, se te presentan muchas dificultades, uno no puede abrir la puerta de su casa, cerrar con llave e irse como si nada para salir a estudiar. Tenés que gritar varias veces hasta que finalmente el encargado te dé permiso», dice Chano, estudiante que se encuentra detenido con arresto domiciliario. En el contexto de pandemia, esta dificultad se intensificó -al igual que en otros territorios vulnerables- por la brecha digital: la falta de conectividad para estudiar en las cárceles no es la excepción, sino la regla.
Los centros de estudiantes como trinchera
Las cárceles fueron noticia entre abril y mayo de este año, cuando a partir de las recomendaciones de organismos internacionales (como la OMS y la CIDH) y de organismos de derechos humanos argentinos, el Tribunal de Casación Penal de la provincia de Buenos Aires resolvió un hábeas corpus presentado por 19 defensores oficiales, que recomendaba otorgar prisión domiciliaria para personas que fueran factor de riesgo: mayores de 65 años, personas con patologías previas y mujeres embarazadas o con hijes; descomprimiendo así las hacinadas cárceles bonaerenses (en las cuales, más de la mitad de la población se encuentra detenida en prisión preventiva).
A partir de entonces, comenzó una intensa campaña mediática que se extendió durante semanas -e incluyó el uso de fake news– contra una supuesta liberación de presos peligrosos. En las coberturas de los medios de comunicación, las personas detenidas fueron mostradas como violentas y peligrosas, reproduciendo estereotipos que tantas veces vemos en la ficción; pese a que en las cárceles, el 44,55% se encuentra detenide por robo o tentativa de robo y un 13,56% por tenencia o venta de estupefacientes. La campaña mediática también llevó a cacerolazos contra las prisiones domiciliarias y, finalmente, la Suprema Corte de Justicia de la provincia de Buenos Aires revocó el fallo, retrocediendo en una de las pocas medidas que atacaban directamente el problema de fondo: la sobrepoblación.
Los centros de estudiantes en cárceles, espacios que desde hace tiempo venían denunciando el colapso penitenciario con escritos judiciales y huelgas de hambre pacíficas, una vez más fueron la trinchera desde la cual reclamar derechos: que se cumplan los protocolos sanitarios, elementos de higiene y alimentos, acceder a información oficial.
Una vez pasada la ola mediática, esos espacios educativos continuaron siendo espacios fundamentales de pelea, que reivindicamos y recuperamos como experiencias de organización popular que deben ser parte de la discusión penitenciaria y pospenitenciaria, políticas de las que al fin y al cabo son destinataries. Y, como explica Joni, son experiencias que marcan un camino de posibilidades para quienes aún no accedieron a la educación universitaria. “Para mí ser estudiante privado de la libertad, significa entre otras cosas lucha, significa romper barreras, significa resistencia a un sistema que nos quiere ignorantes, a un Servicio Penitenciario que nos quiere obedientes y oprimidos”, dice Joni.
Como educadores populares, no sólo vamos a la cárcel a construir espacios de debate y de organización, para construir herramientas que permitan comprender nuestro mundo y pensar en las transformaciones que necesitamos. También vamos -fundamentalmente- a construir vínculos, lazos que exceden el marco del taller y que, en el encuentro presencial, son una forma de disputa cotidiana contra las lógicas individualistas y de desconfianza que promueve el encierro. «Para mí, ser estudiante privada de mi libertad tiene un significado muy hermoso y de lucha. Significa libertad, ya que pese a estar en contexto de encierro y con muchos obstáculos que se presentan día a día, una logra tener sus propios momentos para avanzar», dice Amarilis.
Entonces, el compromiso con la educación en cárceles en tiempos de pandemia es sostener espacios de talleres y de encuentro en la virtualidad, intentando achicar la brecha digital, pero con el objetivo de fortalecer esos vínculos, reivindicar derechos, apoyar reclamos, aportar a los espacios de resistencia que ya existen y seguir rompiendo barreras.
*Militante de Atrapamuros y educadora popular.
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