21 septiembre, 2020
The West Wing: la mítica serie de política estadounidense
Un 22 de septiembre, pero de 1999, la cadena NBC emitía el primer capítulo de la serie protagonizada por Martin Sheen. Fueron 155 capítulos siguiendo el día a día de una gestión presidencial tan dramática como realista.


Federico Dalponte
Josiah “Jed” Bartlet duda en presentarse a la reelección. La crisis política lo tiene acorralado, pero sabe que debe definirse. Dentro de poco, esa misma noche, un periodista le preguntará si finalmente será candidato a presidente. Es el final de una de las temporadas mejor logradas de la serie The West Wing (1999-2006).
Antes de que Kevin Spacey fuera presidente y Julia Dreyfus vice, la televisión estadounidense metió en la Casa Blanca al actor Martin Sheen (Apocalipsis Now), en una serie que cosecharía tres Globos de Oro y 26 premios Emmy, un récord todavía invicto.
«The West Wing» es el ala oeste de la Casa Blanca, lugar preciado donde se sitúa el despacho oval del presidente norteamericano, y toda la primera línea de funcionarios. La serie creada por Aaron Sorkin en 1999 (también ideólogo de The Newsroom y Steve Jobs) recrea una cotidianidad política de alto vuelo y alto presupuesto que no le escapa a ningún tema punzante.
A lo largo de siete largas temporadas, Jed Bartlet lidia con conflictos armados en Medio Oriente, atentados en suelo estadounidense, crisis nucleares, trabas de la oposición en el Congreso, renuncias de altos funcionarios, mediaciones entre Israel y Palestina, y hasta un acercamiento diplomático a la Cuba de Fidel Castro. Mucho de la gestión de Bill Clinton (1993-2001) en un drama político realista.
Cada capítulo es un desafío para el núcleo duro del presidente. Sin heroísmo ni superioridad moral, sin apelar a una lucha de buenos contra malos, el gran mérito de Sorkin consiste en mostrar a un presidente creíble, en un contexto verosímil, con conflictos cotidianos para un país como Estados Unidos.
Negociaciones con la oposición republicana para aprobar el presupuesto, para sancionar una ley de educación sexual en las escuelas, para frenar el lobby empresario en las campañas. Todo se define en un despacho oficial. La política sin conspiraciones fantasiosas ni atajos mafiosos.
«Let Bartlet be Bartlet»
Martin Sheen encarna a un presidente humanizado. Sus posicionamientos públicos y sus conflictos ideológicos están siempre atravesados por las limitaciones de la realpolitik. “Dejad que Bartlet sea Bartlet”, le dice su principal consejero, como síntesis de esa disputa íntima entre el hombre que quiere cambiarlo todo y los límites de la gobernabilidad.
La serie apela a ese conflicto en casi todos los capítulos. Una lucha entre la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción, diría Max Weber. Y en esa dualidad es fundamental el rol de John Spencer (El negociador, La roca), que da vida a Leo McGarry, el «Chief of Staff», una suerte de secretario general de la presidencia o jefe de gabinete, la mano derecha del mandatario que les sirve a los guionistas para equilibrar las discusiones de la gestión cotidiana.
Bartlet y McGarry son prácticamente el doble comando de ese gobierno de rasgos progresistas y con minoría parlamentaria. Por debajo, la línea de asesores es completada por el director de comunicaciones (interpretado por Richard Schiff), su segundo (Rob Lowe), la secretaria de prensa (Allison Janney) y la mano derecha del jefe de personal (Bradley Whittford). Entre ellos, en los propios pasillos de la Casa Blanca, se dan buena parte de las discusiones centrales de la gestión cotidiana.
El estado de la Unión
Vale decirlo: los discursos y el teleprompter ocupan un lugar central en la serie. Cada disertación pública del presidente está previamente guionada, como marca la tradición norteamericana. Hay poco lugar para improvisar desde un atril.
Todo mensaje público, en consecuencia, está precedido por larguísimos debates sobre la oportunidad y la conveniencia de cada frase, de cada palabra. En la tercera temporada, por ejemplo, mientras se prepara el discurso sobre “El estado de la Unión”, el gobierno se debate entre anunciar o no un improbable proyecto para hallar la cura del cáncer a mediano plazo –algo que paradójicamente anunciaría Barack Obama en 2016–.
Así, en ese vaivén entre problemas urgentes y debates de futuro, Martin Sheen lucha contra el déficit fiscal, pero al mismo tiempo da rienda suelta a las grandes utopías de la humanidad. Una apelación explícita a la épica estadounidense: vencer al nazismo, llegar a la luna, curar el cáncer. La obra de Sorkin expone también ese lugar arrogantemente central que los norteamericanos creen ocupar en el devenir de la historia.
En cualquier caso, ese toque de orgullo nacional sirve para aderezar un combo que funciona con éxito a lo largo de toda la serie: mucha rosca, discursos memorables, política internacional, campañas electorales y gestión de lo público. No por casualidad, a veinte años de su estreno, The West Wing sigue siendo aclamada por la crítica, por funcionarios veteranos y hasta por ex trabajadores de la Casa Blanca.
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