Batalla de Ideas

15 septiembre, 2020

1955: la revancha del establishment

Hace 65 años un golpe de Estado marcó un antes y un después en la vida política de nuestro país. Sectores del ejército y la iglesia, cámaras empresariales, grupos agroexportadores y partidos políticos tradicionales pusieron fin a un gobierno constitucional con el fin de restablecer un orden económico y social favorable a sus intereses.

Juan Manuel Erazo

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El 16 de septiembre de 1955 grupos de civiles armados irrumpieron violentamente en las calles de Buenos Aires y la zona norte del conurbano. En Curuzú Cuatiá, Córdoba, La Plata y Bahía Blanca, diferentes sectores de las fuerzas armadas se sublevaron comenzando una serie de hostilidades que finalizaron con la renuncia del presidente Juan Domingo Perón.

Era la conclusión de años de espera y conspiración. El 28 de septiembre de 1951 efectivos de las tres fuerzas al mando del general Benjamín Menéndez habían intentado, sin éxito, derrocar al gobierno peronista. En su breve proclama los rebeldes acusaron al gobierno de haber llevado a la Nación a “una quiebra total de su crédito interno y externo, tanto en lo moral y espiritual como en lo material”.

El 16 de junio de 1955, en una agresión comparable con el bombardeo sobre Guernica durante la Guerra Civil Española, aviones del bando sublevado sobrevolaron Plaza de Mayo en una hora pico. Fueron los muertos del pueblo los que yacieron calcinados en el suelo. Era el bautismo de fuego del establishment, quien obtuvo meses después su tan ansiada victoria.

“Otro triunfo del dólar, la espada y la cruz”

Las palabras que envió Ernesto Guevara a su madre desde México estaban teñidas de una gran preocupación, pero lograron ser a su vez esclarecedoras: “Los norteamericanos suspiraban aliviados por la suerte de 425 millones de dólares que ahora podrán sacar de la Argentina; el obispo de México se mostraba satisfecho de la caída de Perón, y toda la gente católica y de derecha que yo conocí en este país se mostraba también contenta; mis amigos y yo, no. (…) Aquí la gente progresista ha definido el proceso argentino como ‘otro triunfo del dólar, la espada y la cruz”.

La Argentina de mediados del siglo XX distaba mucho del sueño y las aspiraciones de «la generación del 80», y todo aquello que podía ser denominado “progreso”, lo había conseguido por el camino inverso al que estos «padres fundadores» habían propuesto. No fue el derrame de las copas oligárquicas, ni las maravillas del libre cambio y las ventajas comparativas de la escuela liberal las que habían logrado las industrias existentes. Las insipientes bases industriales que se habían asentado bajo el gobierno de Hipólito Yrigoyen, se habían acrecentado durante la década del 30, donde la intervención estatal era el mal necesario de las elites agroexportadoras para garantizar salir lo más ilesos posible de la crisis internacional.

Los trabajadores ya se organizaban en la Argentina gracias al aporte de cuadros sindicales y políticos que llegaron con la inmigración. La sustitución de importaciones trajo fábricas, las fábricas trajeron obreros venidos de las provincias, y las cruentas formas de empleo trajeron rabia y organización. Las masas de trabajadores encontraron en Juan Domingo Perón, un militar de tendencia nacionalista, a un líder favorable a sus intereses. A esto se sumaba la figura de Eva Duarte, conocida popularmente como Evita, quien tuvo un gran protagonismo desplegando un clasismo y un feminismo primitivo, pero efectivo, que se ganó la fervorosa adhesión de los trabajadores y el odio de la oligarquía.

El modelo desarrollista bajo intervención del Estado que propuso el justicialismo hirió sensiblemente a las minorías oligárquicas y a la burguesía del país, pero también perjudicó ostensiblemente a los intereses norteamericanos, que a la postre se unieron con quienes les ofrecieron la más segura posibilidad de revancha. La fortaleza de los sindicatos y el empoderamiento de las masas trabajadoras no fue ningún chiste para los sectores empresariales.

Así también se consolidó un establishment local que subsistió durante largos años, y no sin sus transformaciones, hasta el día de hoy. Esta mesa chica del orden establecido (sumado a los grandes medios de comunicación) irrumpió sucesivamente en la política nacional, condicionando gobiernos democráticos o propiciando golpes de Estado.

Las grandes contradicciones

“Te confieso con toda sinceridad que la caída de Perón me amargó profundamente, no por él sino por lo que significa para toda América, pues mal que te pese y a pesar de la claudicación forzosa de los últimos tiempos, Argentina era el paladín de todos los que pensamos que el enemigo está en el norte”. El Che comprendía que la principal contradicción de América Latina era patria o colonia.

Su figura, joven y lejana, no estuvo exenta de las consecuencias del golpe del 55. John William Cooke tuvo el raro privilegio de ser delegado de Perón, hombre de enlace con la resistencia peronista y contar con la confianza de Ernesto Guevara y la dirigencia de la Revolución Cubana. Ambos reflexionaron sobre la realidad del continente y los sueños de liberación.

Una generación de jóvenes, hijos de la resistencia peronista, vieron en Guevara un símbolo de lucha, una lucha capaz de derrocar al establishment instaurado tras “la fusiladora”.

Fue entonces que la principal contradicción de América Latina sucedió a otra más radicalizada: “Se está a favor de los monopolios o se está en contra de los monopolios”. La idea de un proyecto popular soberano que contuviera a trabajadores y empresarios comenzó a ser cuestionada y puso en contradicción al mismo justicialismo. El establishment, temeroso, asustado, golpeó cada vez con más violencia.

 

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