Derechos Humanos

4 septiembre, 2020

¿A quién cuida la policía?

Notas breves acerca de la violencia institucional en tiempos de pandemia.

Fernando Toyos y Manuela Díaz

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Esta semana la autopsia llevada a cabo por el Equipo Argentino de Antropología Forense dictaminó que los restos esqueléticos encontrados cerca de Bahía Blanca corresponden a Facundo Astudillo Castro, quien llevaba varios meses desaparecido. La violencia institucional se cobró una nueva víctima, que se suma a casos como los de Facundo Scalzo y Lucas Verón, entre tantos otros que componen una estadística escalofriante: una persona muerta por esta causa, cada 40 horas, desde el inicio del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO).

¿De qué hablamos cuando hablamos de «violencia institucional»? Este término, instalado en la agenda pública gracias a la incansable labor de organismos de Derechos Humanos y organizaciones sociales, comprende al uso ilegítimo de la violencia por parte de las fuerzas de seguridad. Conviene recordar que, cuando les argentines hablamos de fuerzas de seguridad -o, desde la tradición marxista, fuerzas represivas del Estado- nos referimos a las Fuerzas Armadas (Ejército, Marina y Fuerza Aérea), Gendarmería, Prefectura, Policía Aeroportuaria, Policía Federal y, luego, las distintas fuerzas policiales provinciales y municipales. Si bien Gendarmería y Prefectura fueron creadas para controlar los pasos fronterizos por tierra y agua, hace ya algunos años que efectúan tareas de control territorial en aglomerados urbanos.

Nótese que, cuando nos referimos a violencia institucional como el uso ilegítimo de la violencia, esto remite a que el Estado -según la definición del sociólogo Max Weber- detenta para sí el monopolio de la violencia física legítima. El uso ilegítimo comprende, entonces, todo uso excesivo de la fuerza, que no se corresponde con la protección de ningún derecho, sino con el abuso de autoridad. Nuevamente, el movimiento de DDHH y las organizaciones sociales cumplen un rol fundamental en mantener a raya a las fuerzas represivas en este sentido, denunciando cada vez que las mismas se extralimitan. 

Tratándose de un tema tan relevante, el tratamiento que recibe por parte de los medios hegemónicos deja mucho que desear: si bien casos como el de Facundo reciben mucha atención mediática, se los suele cubrir desde una «lógica del espectáculo», que explota los detalles macabros y el dolor de familiares y amigos. Esta espectacularización de la violencia institucional, aunque cumple -en el mejor de los casos- el papel de visibilizar la noticia y presionar sobre las fuerzas de seguridad, obstaculiza la comprensión de un fenómeno que tiene una racionalidad propia. Se genera lo que la psicología social denomina obstáculo epistemofílico: si lo único que vemos son los elementos horrorosos, nuestra propia sensibilidad va a rechazar la noción de que ese fenómeno terrible pueda tener alguna lógica.  Sin embargo, aunque cueste creerlo, la tiene: como caracterizó ampliamente el propio Marx, el Estado funciona como garante de la reproducción del capitalismo como sistema social, lo que implica la subordinación política de les trabajadores, contando para esta tarea con las fuerzas represivas como ultima ratio. Esto quedó demostrado con toda claridad durante la última dictadura militar: allí, la represión fue organizada con el objetivo de derrotar a un amplio movimiento obrero y popular que puso en jaque la gobernabilidad burguesa durante décadas y osó contraponer un modelo alternativo al de la explotación capitalista. 

Si las FFAA garantizan la reproducción del orden social en la esfera de la dirección política, las fuerzas de seguridad -especialmente, las policías- hacen lo propio en el cuerpo social. ¿Cómo garantizar el disciplinamiento social que requiere la subordinación al capital, teniendo en cuenta que el Estado no puede destinar un agente por cada persona que tiene que controlar? 

Desde los tiempos de auge de la escuela criminológica positivista se toma al castigo como un ejemplo para evitar que otres cometan infracciones. Esta lógica supone que las personas somos seres racionales y libres de elegir nuestras acciones comparando perjuicios y beneficios, sin considerar las relaciones entre les agentes ni el lugar que ocupa cada quien en la sociedad.

Desmenuzando un poco la racionalidad detrás de esta manera de encarar el delito, aparece una lógica de castigo que beneficia a quienes concentran el capital y oprime a les desposeídes. Al fin y al cabo, el daño que ocasiona a la sociedad el robo de un celular es menor que el de la producción y venta de armas militares para matar a gran parte de las poblaciones de Ecuador, Croacia o Bosnia; sin embargo al ladrón lo encarcelan, y al comerciante inescrupuloso lo votan como senador.

Durante la década de 1960 la criminología crítica comenzó a estudiar con más detalle estas temáticas y a conjugar más claramente el modo de producción con el tipo de castigo que utilizamos. Autores como Massimo Pavarini nos ayudan a contestar esta pregunta: la forma de producir disciplinamiento se basa en la construcción de estereotipos de “sujetos peligrosos”. Seguramente le lectore se lo pueda imaginar en la medida que lee: jóvenes de sectores populares, de tez morena, vestidos con indumentaria deportiva, rasgos que se corresponden, oh casualidad, con los de Facundo Castro, Facundo Scalzo, Lucas Verón y siguen las firmas.

A esta lógica se refería el criminólogo austro-estadounidense Frank Tannenbaum, al desarrollar la noción de “rotulación” para designar el proceso mediante el cual se le atribuyen ciertas características a un individuo. Los estudiosos que, como Howard Becker, popularizaron el enfoque del etiquetamiento -o labelling approach- demostraron cómo este mecanismo se repite en varios sujetes subalternizades. La eficacia de este dispositivo descansa en la introyección y la reproducción de los rasgos atribuidos a le sujete peligrose, que termina identificándose más con el mundo que se le reserva en su carácter de delincuente que con la exclusiva sociedad “honorable” que le rechaza.

Por otra parte, en el modo de producción actual, y sobre todo en un territorio tan desigual como es América Latina, se desarrolla un proceso de privación relativa; esto significa que los sectores más empobrecidos deben ajustar sus expectativas a sus posibilidades, que no son las mismas que pueden tener las capas más ricas. De esa manera, al comprender esta injusticia, le sujete puede buscar llegar a esas metas que impone la cultura de consumo por medios alternativos, uno de ellos es el delito. Es preciso aclarar que no toda la población pobre toma este camino, y que la delincuencia no es la única alternativa; por supuesto que hay múltiples organizaciones barriales y sociales que trazan salidas colectivas a esa desigualdad y que, incluso, proponen ejercer un control popular sobre las fuerzas de seguridad.

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Después de analizar un poco el mecanismo de la violencia institucional y advertir los intereses que garantiza, podemos leer la realidad actual de otra manera. La desaparición y asesinato de Facundo es una pieza muy dolorosa de tantas que mueven la máquina. Y la figura del ministro de seguridad de la provincia, Sergio Berni, nos permite ponerle cara a la prepotencia de las fuerzas de seguridad, particularmente a la Policía bonaerense. Tras su traje de Rambo con capacidad de limitar la autonomía policial aparece la continuidad de la violencia y el abuso. Berni reproduce la criminalización de quienes menos tienen, y eso quedó muy claro con su video sobre la tolerancia cero para aquellas personas sin un lugar donde vivir que terminan tomando tierras. Si otra vez las medidas punitivas apuntan a les sin techo y a las víctimas de la violencia policial, no parece que la figura del ministro militar sirva como «vacuna» inyectada dentro de las fuerzas de seguridad para combatir sus vicios.

En este momento es más que necesario pensar en otra forma de estar segures. Las instituciones no deben generar más violencia, sino más bien orientarse a satisfacer los derechos humanos sin apelar a la cultura de lo penal. La intervención desde el Estado debe aparecer cuando sea útil al bienestar social, y no para controlar y disciplinar. Es necesario dar un giro de 180 grados a nuestra concepción securitaria y al rol que tienen las fuerzas considerando la necesidad de una política de seguridad que asuma al conflicto social como una condición normal en nuestras sociedades. Así, con una mirada que no patologice la conflictividad -expresada en metáforas bélicas o biológicas, completamente vetustas- podremos pensar una intervención estatal que gestione las disputas asumiendo la defensa del más débil y esforzándose en evitar que la situación devenga en violencia y abuso de autoridad.

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