21 agosto, 2020
A propósito del 17-A: pequeño ensayo sobre las teorías conspirativas y su influencia
El aniversario del paso a la inmortalidad del Libertador José de San Martín coincidió con una nueva concentración de carácter opositor al gobierno, en la que se articularon un variopinto conjunto de demandas heterogéneas e, incluso, incoherentes. La ocasión se presta para indagar acerca de las teorías conspirativas, y su novedoso arraigo en ciertos sectores de la sociedad.


Fernando Toyos
Desde el rechazo a las medidas sanitarias, concebidas como una intrusión indebida del Estado en el terreno de la libertad individual, hasta alusiones variadas a distintos argumentos comúnmente definidos como teorías conspirativas poblaron el Obelisco porteño el último lunes. La significativa proporción de manifestantes que participaron desde sus automóviles es un rasgo distintivo de este tipo de jornadas.
Descripción general
En sus versiones más radicales, las teorías conspirativas se estructuran en torno a un Gran Otro todopoderoso, que maneja el mundo a su antojo. Por lo general, se trata de grupos muy reducidos -sociedades secretas, sectas, grupos étnicos, etcéter- o, a veces, una sola persona. Los ultra-ricos Bill Gates y George Soros son ejemplos actualmente en boga que tienen en común, además de inmensas fortunas, un alto perfil político canalizado a través de sus fundaciones, la Bill y Melinda Gates Foundation y la Open Society Foundation, respectivamente.
No cabe duda de que se trata de individuos muy poderosos, con recursos y posibilidades más allá de la imaginación de las personas de a pie, sin embargo, cuesta pensarlos como potencias históricas en sí mismas, como así pensar en este selecto grupo de mil-millonarios como una suerte de “nueva clase social”, como plantean algunos abordajes. Establecer la posición de estos individuos en la dinámica social precisaría de un abordaje sistemático, sin embargo, podemos señalar que -a pesar de sus privilegios- se trata de personas sometidas (al menos, formalmente) al mismo régimen de derechos y obligaciones que cualquier ciudadano de sus respectivos países.
El funcionamiento de sus empresas precisa de un conjunto de reglas de juego que escapan a su control -desde el respeto a la propiedad privada de los medios de producción en adelante- y, aparentemente, no escapan al monopolio de la violencia física legítima que, como plantea Max Weber, es el rasgo identitario de los Estados-nación. Las regulaciones de avanzada aplicadas por la Unión Europea sobre la propiedad de los datos (GDPR, por sus siglas en inglés) es una muestra de la capacidad de dichos Estados -o de la UE como forma supraestatal, más precisamente- de imponer límites a la actividad de buena parte de estos ultra-ricos, en particular el magnate de las redes sociales, Mark Zuckerberg.
Estos personajes son representados, de una forma casi caricaturesca, como figuras cuya ambición es tan ilimitada como su poder. Podríamos decir que la distancia que separa al Gran Otro de las “personas comunes” -quienes enuncian el discurso ”teoría conspirativa”- es radical: Gran Otro no forma parte del mismo mundo que quien lo denuncia. Este abismo suele asumir la forma de una polarización maniquea: el Gran Otro es el mal absoluto y, contrariamente, quien lo (d)enuncia queda ubicado -por efecto de la propia narrativa- en el lugar del bien.
El hecho de que estos personajes sean presentados casi como seres de otro mundo es profundamente sintomático de los tiempos que corren, marcados por dos tendencias contrapuestas: la progresiva fragmentación hiper-individualista de ciertos sectores medios y la también creciente interdependencia en la que nos ubica la organización económica y social del capitalismo tardío. Ambas tendencias han sido agudizadas por la pandemia del coronavirus. En este escenario, la destrucción del tejido social se hace patente en el hecho de que, como individuos, nos sentimos cada vez más extraños respecto de la persona que tenemos al lado.
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Así planteados los sujetos, las teorías conspirativas operan sobre una concepción binaria de la conciencia: la idea de “abrir los ojos”, “despertar”, etc. da cuenta de una lógica en la que se pasa de un estado de total inconsciencia a una conciencia plena en un momento de epifanía. Ese momento coincide con el descubrimiento del Gran Otro y, correlativamente, el (re)descubrimiento del yo-enunciador.
Se trata de una concepción tributaria del positivismo, y su antecesor filosófico, la ilustración: estas corrientes filosóficas -que resultaron revolucionarias para su época- planteaban el acceso al conocimiento científico como un acto de emancipación, que rompía con el oscurantismo medieval. Con exponentes de la talla de Augusto Comte, Immanuel Kant o el criollo José Ingenieros, el positivismo se encontraría azorado hoy, ante el cuestionamiento de la verdad científica que esgrimen los mismos actores que suscriben a explicaciones conspirativas de la realidad. Es que, a diferencia de lo que creyeron estos y otros pensadores ilustres, nuestra humanidad no puede ya sostener la creencia en un progreso lineal e infinito basado en el libre desarrollo de la racionalidad en sus distintas vertientes.
Sin ir más lejos, es esta misma racionalidad la que -aplicada sobre los bienes comunes de la naturaleza- convierte a los mismos en “recursos naturales”, cuya explotación desmesurada tiene no poco que ver con la situación sanitaria en la que nos hallamos. Siguiendo la famosa frase de Antonio Gramsci -intelectual marxista que se propuso depurar al propio marxismo de sus elementos positivistas- nos encontramos en una profunda crisis en la cual lo viejo no termina de morir, mientras lo nuevo no acaba de nacer. En el medio, dice el italiano, ocurren toda clase de “fenómenos mórbidos” o, para decirlo con el gramsciano vicepresidente depuesto, Álvaro García Linera, nos encontramos ante un “neoliberalismo zombi”.
Con esto, no queremos dejar de señalar cierto “núcleo de buen sentido” -o “momento de verdad”- en el hecho de que estas teorías apunten a personajes como Gates, Soros o Zuckerberg. A pesar de que el análisis que sostiene a estas imputaciones es dudoso, esquemático y se encuentra plagado de contradicciones, apunta en una dirección correcta: sospechar de sus élites es un indicador de la inteligencia de un pueblo. Lástima que esta sospecha no parece alcanzar a las menos glamorosas élites locales, como lo demostró la cerrada defensa de la empresa Vicentin, cuyas maniobras de evasión fiscal no merecieron la atención de los teóricos de la conspiración.
Las teorías conspirativas no son algo nuevo: el siglo pasado ha conocido unas cuantas, como el supuesto montaje de la llegada a la Luna, o tantas otras narrativas relacionadas con la presunción de vida extraterrestre y su presencia en la tierra. Narrativas similares, como las leyendas, los mitos y las fábulas, habitan nuestra cultura hace siglos. Lo desconocido nos genera fascinación y temor, sensaciones que una explicación, aunque sea inverosímil, puede aliviar. Lo novedoso es su capacidad de permear en el sentido común de ciertos sectores de la sociedad, funcionar como vector de una forma específica de politización, y aportar a la conformación de un sujeto social que puede devenir en una suerte de Bolsonarismo argento.
Quisiera, finalmente, hacer un aporte a la necesaria comprensión de este fenómeno, para lo cual recurriré a la exposición del historiador Ezequiel Adamovsky en el cierre de las IV Jornadas de América Latina y el Caribe, hace poco menos de dos años. En aquel entonces, sin coronavirus a la vista, este intelectual reconstruyó, de manera rigurosa y didáctica, la historia del liberalismo político en Argentina, y su correlativa concepción del individuo como sujeto monádico, una isla en un mar de islas. La frase que nos inculcaron, según la cual “mi libertad termina donde empieza la de los demás”, sintetiza toda una tradición político-intelectual que, como sostiene Adamovsky, ha agotado su contenido progresista, reproduciéndose bajo formas reaccionarias cada vez más cercanas al autoritarismo.
Este “lado B” del liberalismo nos habilita a sancionar violentamente a quienes transgreden nuestro espacio personal, castigar a los que invaden nuestro pequeño islote. La invitación que hizo Patricia Bullrich, cuando ejerció el cargo de Ministra de Seguridad, a que cada persona porte armas de fuego, si así lo desea, grafica este punto con toda crudeza. Hoy, ese otro que nos invade ya no es (tanto) el pobre que quiere robarnos nuestras pertenencias o -peor aún- acceder a ellas de forma legal y legítima. Para quienes, como la exministra, asistieron el lunes pasado a una nueva convocatoria en contra de las medidas sanitarias, hoy es nada menos que el Gobierno Nacional quien pretende invadir el espacio personal de cada quien, diciéndonos qué hacer y qué no hacer de nuestros asuntos personales.
En el contexto de un capitalismo argentino estancado hace diez años, agravado por la crisis sanitaria y con la experiencia reciente del gobierno macrista, es un elemento capaz de indignar al punto tal de provocar exabruptos, como los de un manifestante cordobés que hizo un llamamiento a alzarse en armas. Quienes nos ubicamos como parte del pueblo trabajador, que capea la crisis con solidaridad de clase, debemos enfrentar a este hiperindividualismo denunciando sus nefastas consecuencias -que se expresarán en una cantidad importante de contagios- pero, sobre todo, trabajando incansablemente para reconstruir esos lazos comunitarios que el capitalismo neoliberal insiste en desarmar.
Al individualismo se lo combate construyendo comunidad, como lo hacen la clase trabajadora -la formal, y la que integra la economía popular- y el movimiento feminista.
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