17 agosto, 2020
¿Quién hace «fácil» al gatillo?
Miguel Bru, Dario Santillán, Maximiliano Kosteki, Natalia Melmann, Luciano Arruga, Giuliano Gallo, Santiago Maldonado, Rafael Nahuel, Facundo Astudillo Castro. ¿Qué es lo que une a estas biografías, estas historias?

“La tradición de los oprimidos
nos enseña que la regla es el
‘estado de excepción’ en el que vivimos”.
Walter Benjamin – Tesis sobre la filosofía de la Historia
El informe de la Coordinadora contra la represión policial e institucional (CORREPI) del año 2019 nos plantea lo siguiente: en lo que a violencia institucional respecta, cada 19 horas en Argentina una persona es asesinada por las fuerzas de seguridad. Sin embargo, la violencia institucional está lejos de ser patrimonio de un gobierno en particular. Pensar la historia de la misma es pensar sobre los pactos fundantes de nuestra democracia post 1983.
Es necesario tener presente la ruptura histórica que marca el proceso genocida iniciado en 1974 con la fundación de la Alianza Anticomunista Argentina y profundizado a partir del golpe de Estado de 1976. ¿Por qué? Porque a partir de la violencia y el disciplinamiento de los colectivos sociales mediante secuestros, asesinatos, violaciones, robos de bebés y desapariciones se perseguía la construcción del neoliberalismo. El genocidio parió la “democracia de la derrota”, las vidas de derecha, el terror hecho cuerpo, el Estado reorientado hacia la represión para asegurar la acumulación de capital. Se construye un sentido común del “sálvese quien pueda”. Nunca sin resistencias: el movimiento de derechos humanos, la lucha piquetera o el movimiento feminista plantearon y plantean espacios de re sensibilización y resistencias posibles a la lógica del neoliberalismo.
Es necesario leer la violencia institucional en un marco histórico más amplio, para entender la lógica que la guía desde 1983 a hoy. Los nombres al principio de la nota no son casos aislados: son víctimas de la violencia ejercida por las fuerzas de seguridad, de una tecnología de poder como forma de gobierno y control social de la población en un marco de pauperización general de la vida y los lazos sociales. Sus víctimas son, en su mayoría, jóvenes y pobres. Esta violencia no es solamente física, sino que también tiene su brazo simbólico, construido a través de los medios de comunicación. Se construye al “Otro”, un otro díscolo, desobediente. El “algo habrá hecho” se resignifica en la gorra, en el color de piel, en la clase social, en el barrio. El Estado lucha contra diversas amenazas (el narcotráfico, el terrorismo, la delincuencia) que habilitan el despliegue de las fuerzas represivas, potenciando su poder discrecional sobre los territorios y las vidas. Este “pase libre” es el habilitante no solo para “vigilar y castigar” delitos supuestamente ajenos a las fuerzas de seguridad, sino también para seguir reproduciendo el delito organizado que las sustenta económica y simbólicamente.
¿Autogobierno policial o complicidad entre Poderes?
Con el caso Facundo surgió un viejo debate centrado en si estamos realmente ante un autogobierno policial -donde gobierne quien gobierne poco puede hacerse, una suerte de fuerza inconducible- o si en realidad se trata de una connivencia equilibrada entre poderes, que sea por acción u omisión, todas son parte de un engranaje generador de delitos y violencias cronificadas.
Pero la respuesta a esta eterna discusión es muy simple si miramos detenidamente la realidad de los hechos, utilizando como claro ejemplo el caso Facundo Astudillo Castro.
Desde el 30 de Abril, fecha de su desaparición, las maniobras de encubrimiento fueron perpetradas con total complicidad entre la policía Bonaerense y el Poder Judicial. Bajo las directivas del fiscal federal Santiago Ulpiano Martínez -quien llega a su cargo a pesar de las impugnaciones realizadas en su contra por parte de organismos de Derechos Humanos (H.I.J.O.S., Abuelas de Plaza de Mayo) y en especial el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) por su “falta de cuidado y respeto por la función judicial” y por “obstaculizar causas por delitos de lesa humanidad”- se llevaron a cabo una serie de maniobras de encubrimiento tendientes a desviar la investigación.
Las acciones son burdas y obscenas: desde no ordenar la constitución de fuerzas federales en Villarino a la hora de iniciar un rastrillaje en un basurero –y encontrarse la propia madre de Facundo con la presencia de las fuerzas de la policía bonaerense, debiendo confrontar con las mismas-, hasta permitir que miembros de la citada policía, una vez ya separadas del proceso de investigación, incluyan en el expediente un testimonio de una mujer que las propias fuerzas de seguridad aportaron. Se suman a estas acciones la tardanza del requerimiento de allanar la dependencia policial de Mayor Buratovich y secuestrar los libros de guardia personal, la realización de distintos informes de patentes que se contradecían entre sí a fin de restarle credibilidad al informe principal de la querella, y la inclusión de testigos que aportaron datos inconsistentes que desviaron rotundamente la hipótesis central de la investigación.
Tomando en consideración estas acciones es que nos preguntamos: la perpetuidad en el tiempo de la desaparición de Facundo y la consiguiente impunidad prolongada que genera para los responsables de su desaparición, ¿es posible sin la connivencia del Poder Judicial? A este interrogante le sumamos si realmente esta Policía Bonaerense, generadora crónica de los delitos más severos contra la vida y la dignidad de las personas, es realmente inconducible y si hay siquiera cambio estructural que pueda arremeter eficazmente contra sus prácticas nefastas.
¿Qué hacer con las fuerzas de seguridad? Un debate abierto
Si lo anteriormente planteado busca comprender las raíces históricas de la violencia institucional, y que la misma es posible gracias a la reproducción continua de impunidades obsequiadas por el poder que le delegaron -y que las mismas supieron tomar y perpetuar- no nos queda otra alternativa que preguntarnos qué hacer ante esta fuerza, al parecer, invencible.
¿Es posible pensar en una fuerza de seguridad que garantice el cumplimiento de los derechos humanos? ¿Existen salidas que vayan más allá de la demagogia punitivista a la que asistimos cotidianamente? ¿Qué seguridad queremos y cómo insertamos este debate en la agenda pública?
Las respuestas a estos interrogantes las debemos formar a través de la acción colectiva, evitando los facilismos, y teniendo en claro que sin predisposición política es imposible pensar una salida alternativa que erradique la problemática de la violencia institucional.
Exigir verdad y justicia para Facundo Astudillo Castro y respuesta de nuestros gobernantes ante cada caso de violencia institucional es un deber ético que nos atañe como sociedad, y su respuesta es formadora de los principios democráticos que creemos deben regir nuestras vidas.
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