26 junio, 2020
Darío y Maxi: dos en un montón
Quienes prefieren que los sucesos de 2001 queden enterrados en el olvido, reducen a las jornadas del 19 y 20 de diciembre lo que, en realidad, fue un ciclo largo de resistencia al neoliberalismo, bajo la forma de una lenta acumulación -primero- y de una sublevación ante la autoridad estatal, después. Pero diciembre no terminó el día 20, tampoco el 31, sino que se prolongó hasta el 26 de junio de 2002.


Fernando Toyos
Los nombres de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán quedaron, tras las balas policiales, indeleblemente unidos a la lucha de un pueblo rebelado contra el destino de miseria que la última ofensiva del capital contra el trabajo –esa que llamamos neoliberalismo– planificó para nuestras vidas. Detrás del 26 de junio resuena el eco de Cutral-Có, Mosconi, Tartagal y Plaza Huincul, aquellas ciudades pioneras en el método del piquete que, parte del repertorio histórico del sindicalismo clasista y combativo, emergió y se actualizó en aquella década de 1990.
Como hemos dicho, la ofensiva neoliberal del capital precisa –como todas las anteriores– dividir al polo del trabajo para allanarse el camino. Así como las técnicas tayloristas de la producción le permitieron desorganizar al movimiento obrero de su época, el alto desempleo, la erosión del salario real y las distintas formas que asumió la heterogeneización de la clase trabajadora minaron las bases sociales, organizativas y políticas de quienes movemos al mundo con nuestro trabajo. Trabajadores precaries y estables, tercerizades y empleades por la empresa principal, que percibimos nuestros ingresos con algún nivel de informalidad –el pago “en negro”, con toda su escala de “grises”– y quienes cobran su salario con todos los beneficios legales; cada diferencia que se establece entre quienes realizan una misma tarea es un potencial enfrentamiento de “pobres contra pobres”.
Esto se expresó en nuevas divisiones dentro del movimiento obrero organizado, entre una CGT reconvertida en un cenáculo de sindicalistas-empresarios, y nuevas experiencias sindicales que –con la Central de Trabajadores Argentinos a la cabeza– resistieron las contrarreformas laborales que apuntalaron la tasa de ganancia del capital en detrimento de los derechos laborales.
Al calor de las puebladas, cortes de ruta y las movilizaciones se fue forjando una nueva unidad, un contrapeso solidario y organizado, a la tendencia individualizante que el capital –en su fase actual- promueve. En este marco se inserta el movimiento piquetero: los cortes de ruta y las asambleas fueron urdimbre sanadora, convidando solidaridad, conquistando el pan para hoy y los vínculos para mañana.
El modelo de acumulación basado en la industrialización exportadora –impuesto a sangre y fuego durante la última dictadura militar– nos dio un país donde unas pocas grandes empresas producían y cada vez más trabajadores quedaban a la vera de la ruta, descartades. En este contexto dramático, mitigado por ollas populares y comedores, las más de las veces a cargo de las mujeres de los barrios, la crisis de la convertibilidad –el “uno a uno”, valga el individualismo de la expresión– encontró la respuesta de las organizaciones y la rebelión popular. La falta de comida se palió en los clubes del trueque -esos que volvieron a florecer hacia el fin de la noche macrista– y el hambre de participación se sació en las asambleas populares. Las organizaciones piqueteras, con sus movimientos de base y coordinadoras, junto a los sectores combativos del sindicalismo, los sectores medios -con sus sueños confiscados- y los partidos de izquierda completaron el coro que clamó desde aquella vez y para siempre “¡Que se vayan todos, que no quede ni uno solo!”.
Con el expresidente Fernando De la Rúa se fueron volando los últimos anhelos de una convertibilidad perimida, dejando al descubierto el derrumbe del sistema político. Como señala el investigador Juan Carlos Torre, los partidos de base popular (Partido Justicialista y Unión Cívica Radical) perdieron buena parte de su capital político como consecuencia lógica de supeditar sus programas de gobierno a los designios del capital.
Fue en ese contexto donde la solidaridad piquetera, obrera y sublevada se volvió peligrosa, demasiado peligrosa para quienes, con Eduardo Duhalde a la cabeza, se afanaron en sostener los vestigios de una institucionalidad ajada. Una masiva movilización de las organizaciones piqueteras, un mes antes de la masacre de Avellaneda, ingresó a la CABA desde el oeste, recibida al grito de “¡Piquete y cacerola, la lucha es una sola!”.
La misma ciudad que supo rechazar las invasiones inglesas con agua hirviendo, en aquella ocasión convidó con agua fresca a las columnas en marcha. Unos días antes, el gabinete presidencial había señalado –con preocupación- que “si se juntan los reclamos de los sectores más pobres, los que ya están fuera del sistema, con los de la clase media castigada por el corralito, el resultado podría ser un cóctel explosivo capaz de hacer tambalear al Gobierno”.
La salida de la convertibilidad, descargada sobre el bolsillo de les trabajadores a través de la llamada “pesificación asimétrica”, por su parte, agudizó una situación social que ya era dramática, llevando el índice de pobreza por encima del 50%. Lejos de ser una episódica convulsión, un momento de excepción entre períodos de normalidad, el clima político abierto a partir de 2001 era un hervidero de creatividad popular ante la crisis, de organización y resistencia ante el feroz ajuste. De resistencia, pero también de un ensayo que no buscaba ser calco ni copia, sino usina de un mundo más solidario, más humano y más justo. Un mundo que las balas policiales intentarán una y mil veces reprimir, pero que una y mil veces renacerá, con la obstinada pasión de todo lo que está vivo y pelea.
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