22 junio, 2020
El gol que humilló al Imperio
Hoy hace 34 años se jugaban los cuartos de final del Mundial 86. Maradona hacía un gol con la mano y otro que se convertiría en el gol más lindo de la historia. El rival era nada más y nada menos que Inglaterra, el Imperio humillado a los pies del sudaca de Fiorito. Una historia novelesca, contada millones de veces pero que vale la pena seguir recordando una vez más


Hernán Aisenberg
Otro 22 de junio de aquella mitológica hazaña. Otra vez confinados a escribir un recuerdo, un homenaje, unas palabras sobre una nueva efemérides y van 34. Cada año que pasa la historia es más grande, pero al mismo tiempo más trillada. ¿Qué escribir que no se haya escrito ya? ¿Cómo ser creativos y escribir algo diferente sobre 90 minutos que cambiaron el fútbol para siempre?
Se han escrito notas, entrevistas, cuentos, poesías y canciones. Todo se ha escrito de aquel día de sol, de aquel robo, de aquella trampa, de aquella picardía. Pero también de aquella pincelada de magia, aquel gol inigualable e irrepetible. 10 segundos y medio de una corrida memorable, la jugada de todos los tiempos.
Ya se habló del contexto, de los cuartos de final, del calor del mediodía en el verano mexicano, ya se habló hasta del peso de la transpiración en las camisetas y de un entrenador desquiciado que mandó a un ayudante a comprar camisetas azules más livianas la noche anterior. Se habló de las lavanderas de la concentración, heroínas anónimas que cosieron y estamparon esos números plateados durante toda la noche, para que el diez brille con el reflejo del sol.
Se escribió mucho sobre el entrenador, sobre su táctica, sobre sus valores y sus formas. Se dijo que no lo querían, que estaban a punto de cortarle la cabeza. Se desconfiaba de aquel que se hacía llamar doctor pero daba la sensación de estar siempre resfriado. También se escribió del ex capitán. Ese que pasó de héroe a villano en un par de días. El que llegaba con la chapa de campeón y se terminó volviendo con el mote de traidor asustado.
Se habló mucho del rival, de la rivalidad. De la guerra que parecía estar de fondo, pero que para muchos estaba en primer plano. De los pibes que pasaron frío, que no sabían ni agarrar un fusil y tuvieron que enfrentar al ejército más ordenado del mundo. Al de la reina de la mitad del planeta y especialmente al de la Dama de Hierro que era ama y señora y que se creía que hasta era dueña del fútbol. Se habló de aquel modelo neoliberal que intentaba quedarse con todo. Que mandaba sus tropas a cruzar el Atlántico porque creían que hasta los mares y los goles le pertenecían.
Y por supuesto que se mencionó la revancha, la que nos conviene, la que podemos ganar. Se dijo que once contra once la cosa es distinta, es más pareja, es más equitativa. Se dijo que ahí podíamos ganar porque ahí teníamos al mejor. Y ni hablar que se habló de él. Se sigue hablando de él. Es hasta extraño porque siempre se habla de él, tanto que hasta los que lo amamos ya nos aburrimos de escuchar.
¿Cómo hacer para contar algo original? ¿Qué se puede decir que tenga ganas de ser leído si hasta un libro entero se escribió de aquel día? (Si, para quienes no lo leyeron, volvemos a recomendar “El Partido” de Andrés Burgos que cuenta de aquel día con lujo de detalles). Pienso que ya se habló incluso de lo que había pasado veinte años antes, en otro mundial donde Inglaterra era local. Se contó menos veces esa historia pero se conoce y en México estaba presente aquella expulsión a nuestro capitán en el 66. La primera roja en una Copa Mundial había sido en otro Argentina-Inglaterra. Uno mucho más desparejo, donde el local tenía que ganar y ganó, donde los jugadores de nuestra selección eran apenas invitados a la fiesta de otro. Pero en el Distrito Federal no sería así. Ahí teníamos nosotros al mejor, al que buscaban los diarios de todo el mundo, al que iba a hacer algo distinto, al que iba a vengar el partido anterior, la guerra de Malvinas, las invasiones de 1806 y todas las pirateadas de la historia.
Sobre Maradona recae aquel día todas las injusticias del mundo. El sur, los pobres, los indios, los negros, los árabes, las colonias, los irlandeses… Todos queriendo que alguien les gane, que alguien les robe, que alguien los humille, aunque sea una vez, aunque sea un ratito, aunque sea en una cancha de fútbol.
Y ese día el Diego nos regaló las dos cosas. Porque les robó, les hizo trampa, los descolocó. “Eso no se hace” decía el arquero, “es desleal, es deshonesto”. Como si de este lado del mundo no conociéramos de deslealtades, de piraterías. “Aprendimos de ustedes” pareció decirle el árbitro tunecino aquel día, “aprendimos de ustedes”, les gritabamos en la tribuna. “Aprendimos de ustedes”, decía el puño apretado del Diego.
Pero la mano era insuficiente, la trampa no bastaba. Necesitábamos la humillación. Queríamos ver a los ingleses en el piso, derrotados, desahuciados. Teníamos que verlos aunque sea por una vez en la vida como ellos nos ven a nosotros. Tenderles la mano con soberbia, mirarlos con lástima. Alguien podría decirnos que no hay honor en eso y es cierto. Será que la justicia que nos regaló el Diego en esos diez segundos y medio valen mucho más que el honor. Será que aquella corrida memorable fue la burla más hermosa que nos tocó disfrutar. Por cada inglés que se tiraba al piso, eran miles de espejitos de colores que se rompían.
Quizá por eso nos repetimos cada año, quizá porque no tenemos tantas hazañas para contar, quizá por eso se ha escrito tanto de aquel 22 de junio, hasta un animé se ha visto por ahí. Y quizá por eso no nos cansamos de decir todos los años las mismas palabras, las mismas rimas, los mismos versos.
Puede ser que el fútbol siga siendo lo más importante de lo menos importante y puede que ellos mismos hagan de cuenta que nos les importa. Podrán dominar el mundo muchos años más. Piratearnos y humillarnos cada vez que puedan, pero hay algo que siempre van a tener presentes y es nuestra tarea impedir que se olviden. Porque por eso nos repetimos. Porque es nuestra obligación seguir recordando. Porque el mundo va a seguir siendo injusto por culpa de ellos, pero siempre tendremos de nuestro lado nuestras botellas de aceite hirviendo, nuestra Mano de Dios y nuestro gol del Siglo.
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