12 junio, 2020
Vicentin: intervención y después
Reflexiones en torno al mito del “Estado ineficiente”, la corrupción empresaria y la gestión pública de los bienes esenciales.
Fernando Toyos
Los anuncios en torno a la empresa agroalimentaria Vicentin patearon el tablero político, marcando el paso a la defensiva del heterogéneo conglomerado político-mediático que se inscribe en la oposición de derecha.
Estos medios, tomados por sorpresa, reaccionaron con cierta improvisación, reviviendo los tapes de aquél Chávez que ordenaba expropiaciones a diestra y siniestra, en una confesión involuntaria acerca de sus miedos más profundos. Una de las ideas-fuerza que más reverbera en estos discursos es la que preanuncia un nuevo “fracaso” económico del aún no expropiado consorcio agroalimentario.
Es el viejo y conocido mantra liberal, según el cual la administración pública equivale siempre y necesariamente a la ineficiencia y la corrupción. Es el caso del lúcido Carlos Pagni, quien dedicó su columna semanal a la construcción de un paralelismo un tanto forzado con la estatización de YPF, inscribiendo sutilmente a Vicentin en la serie de estatizaciones y nacionalizaciones parciales del ciclo kirchnerista. Otras voces plantearon, de manera un poco más burda, esta misma narrativa, que gira en torno a la asociación entre Estado, ineficiencia y corrupción.
Este remanido leitmotiv sobre el “Estado ineficiente” presenta una doble vara fenomenal: ¿por qué se apuntan los cañones contra las experiencias de gestión pública –más allá de los balances que podamos hacer– sin decir una palabra sobre las consecuencias de la administración privada, que llevó a Vicentin a la quiebra? Más aún: la rapidez con la que se sospecha de corrupción en el ámbito público contrasta con la benevolencia con la que se pasa por alto los indicios que apuntan a posibles maniobras de evasión impositiva y lavado de activos.
La gigantesca deuda que el grupo Vicentin tiene con la banca pública fue tomada, en buena parte, de forma irregular: Javier González Fraga, para el cual les trabajadores no tenemos derecho a tener un auto o un aire acondicionado, no tuvo mayores problemas en prestarle dinero público a una empresa sumida en una crisis financiera. El acceso a ciertos bienes que hacen a una vida digna es, para el expresidente del Banco Nación durante el gobierno de Macri, una cuestión de clase. La posibilidad de incurrir en prácticas de corrupción, también: si los funcionarios públicos son sometidos –con razón- al escrutinio público, la corrupción empresaria se esconde tras un entramado financiero e institucional.
Las empresas offshore, la fuga de capitales y la evasión impositiva –entre otros– constituyen una “corrupción de guante blanco” en la que el Estado, raíz de todos los males según el pensamiento liberal, entra en escena como un Estado bobo, que financia con recursos públicos las fabulosas ganancias de un puñado de empresas.
Como señaló Claudio Lozano, actual director del Banco de la Nación, la intervención de la empresa tiene el objetivo de investigar posibles maniobras fraudulentas de parte de la empresa, y evitar que se cometan a futuro. Más allá de la investigación interna sobre la gestión de González Fraga, que se encuentra en curso, la intervención permitirá expedirse sobre una posible triangulación de exportaciones.
Mediante esta maniobra se suele evadir el pago de retenciones, declarando una parte de los granos argentinos como exportaciones de una empresa satélite, radicada en el exterior. ¿De qué otra forma podría explicarse que Vicentin Paraguay, con sólo seis empleados, declare exportaciones en este país por unos 200 millones de dólares? Llama la atención que Guillermo Moreno, quien se hizo conocido a partir de su férrea fiscalización de precios, diga ahora que el Estado “no puede contar plata ajena”.
Más llamativo es que un peronista ortodoxo considere a los activos de Vicentin (nutridos con dinero de la banca pública) como “plata ajena, olvidando lo que la Constitución de 1949, sancionada durante el primer peronismo, estableció acerca de la “función social del capital”. Con todo, estas posibles maniobras de corrupción empresaria difícilmente puedan esclarecerse sin la intervención del Estado, considerando que el juicio de quiebra se encontraba radicado en un juzgado de la ciudad santafesina de Reconquista, donde el grupo Vicentin ejerce una importante influencia.
Párrafo aparte merece el análisis de los distintos rechazos y apoyos. Sobre este punto, por una parte, el apoyo de Eduardo Buzzi, expresidente de la Federación Agraria, abre la pregunta acerca de la unidad de lo que alguna vez fue la Mesa de Enlace. Es vital para la agenda del Gobierno que las entidades agrarias no se vean compelidas a agruparse, como sucedió con la resolución 125.
El aumento de retenciones a la soja que se aplicó este año dividió a las entidades agrarias entre el apoyo de la Sociedad Rural y otras, y la “libertad de acción” con la que las Federación Agraria concilió las divergencias a su interior. Otro tanto parece suceder con el anuncio de expropiación que, mientras pone en alerta al gran empresariado (poco afecto a dejarse disciplinar) garantiza la continuidad laboral y el pago a productores.
La movilización en la ciudad santafesina de Avellaneda, convocada por el propio intendente, no resulta demasiado sorpresiva: Vicentin no será la última gran empresa que se granjea el apoyo de una comunidad pequeña –no llega a los 25.000 habitantes– construyendo escuelas y barrios. Los cacerolazos relativamente masivos en varios barrios porteños llaman a la reflexión.
Más allá de las obviedades que se puedan decir respecto de la extracción de clase y el presunto antiperonismo de los caceroleros, cabe preguntarse: ¿en qué medida las estatizaciones anteriores (YPF y Aerolíneas Argentinas, entre otras) hay redundado en una mejora en las condiciones de vida de las grandes mayorías? ¿Qué han hecho las empresas estatizadas durante las últimas décadas para que la población en general, más allá de los núcleos politizados, las sienta como propias?
Quienes tenemos una mirada favorable a la gestión estatal de los servicios públicos debemos, sin embargo, comprender que la intervención pública no siempre redunda en la desmercantilizaciónde un servicio o un bien esencial. Parafraseando a Lionel Hutz, están las estatizaciones, y “las estatizaciones”.
Conviene recordar el ejemplo crudo de la estatización de la deuda de las grandes empresas argentinas durante la dictadura genocida, timoneada por Domingo Cavallo: aquella intervención del Estado nacional, favoreciendo al gran capital a costa de la población debería advertirnos sobre los límites de pensar estas cuestiones en términos de “Estado versus mercado”.
Más allá de las alusiones –un poco tribuneras- a la soberanía alimentaria, ¿qué papel puede jugar una Vicentin estatal para que la expropiación de esta empresa implique, realmente, que sea puesta al servicio de las necesidades de la población?
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