Batalla de Ideas

7 junio, 2020

Perder la oportunidad o no perderla, esa es la cuestión

Alberto Fernández dice que el mundo dado vuelta es una coyuntura ideal para impulsar cambios profundos. Aunque detrás emerge, naturalmente, la incógnita sobre su propia voluntad transformadora y sobre la fortaleza política del frente oficialista.

Federico Dalponte

@fdalponte

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Las condiciones no se eligen. Raúl Alfonsín asumió con crisis de deuda y amenaza golpista. Carlos Menem, con deuda e hiperinflación. Fernando De la Rúa, sin moneda pero con deuda, pobreza y desempleo. Néstor Kirchner, lo mismo pero con moneda. Mauricio Macri, con déficit, inflación, pero sin deuda.

A Alberto Fernández, sin embargo, lo estafaron. Lo invitaron a una cena donde habría deuda, déficit e inflación, y lo recibieron en cambio con una sopa de pandemia –que es lo mismo pero más salado–.

Ante ese embrollo, claro, no se aceptan devoluciones. Las condiciones nunca se eligen, ni siquiera las tragedias emergentes, las imprevistas. El presidente deberá lidiar con un país arruinado y un mundo enfermo; un combo que invita a refugiarse en lo viejo conocido, a aferrarse a lo seguro.

O tal vez no. Tal vez todo lo contrario: “Como está todo dado vuelta y nosotros estamos gobernando, no perdamos la oportunidad”, dijo Alberto Fernández en Formosa, destilando optimismo por los poros. Una señal –otra señal– de que la gestión Fernández por venir no será la gestión que se pensó en diciembre.

La premisa básica es precisamente esa: “No perdamos la oportunidad”. No habrá tal vez otro momento como éste. No habrá otro momento con mayor consenso social sobre la centralidad y la importancia del Estado, con mayor conciencia sobre la necesidad de cambiar las reglas de funcionamiento de la Argentina.

“La pandemia nos da una gran oportunidad de cambio, de transformación –insistió el jueves pasado–, y lo único que no nos podríamos perdonar como generación que gobierna es que, ante semejante oportunidad, dejemos que las cosas sigan igual.”

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Se dirá: con la voluntad no alcanza. Y es cierto: con voluntad y mayoría propia en el Senado, el Frente de Todos intentó tratar la ley de alquileres y no pudo. Se necesitan también manos levantadas, espalda política y capacidad de maniobra.

En la Cámara Alta todo parece posible. Si el presidente y su entorno  quisieran, por caso, aprobar una reforma tributaria, los 41 senadores propios darían el trámite rápidamente por sentenciado: quórum y mayoría automática sin necesidad de aliados.

En Diputados la cosa es más compleja. El bloque oficialista suma 119 voluntades, una decena menos que el quórum. El resto son manos prestadas por afinidad, sin garantías y según el temario. Lo que se descuenta, sin dudas, es la oposición cerrada y obcecada del interbloque de Juntos por el Cambio: 116 diputadas y diputados que se opondrán por igual a la reforma judicial o a la donación estatal de avellanas confitadas.

El mar centrista en el cual pescar los votos faltantes es limitado. Habrá que ver, en tal caso, si el supuesto consenso sobre la necesidad de cambiar el estado actual de las cosas es cierto o es quimera. Si Alberto Fernández tiene razón y todos comprendimos, por caso, que el Estado debe financiarse mayormente con el aporte de los poderosos, los votos faltantes en la Cámara Baja deberían conseguirse más o menos fácil. Caso contrario, lo obvio.

En ese marco, la correlación de fuerzas, sutilmente favorable al oficialismo, será sometida al mismo estrés de la pandemia: ante la pérdida de centralidad, Juntos por el Cambio querrá hacerse escuchar a los golpes. El pasado jueves, sin ir más lejos, el interbloque presidido por el radical Luis Naidenoff dejó la sesión en disconformidad con el temario, con más alharaca que elegancia.

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Cuando Cristina Kirchner ganó la presidencia en 2011, lanzó su famosa fórmula “Vamos por todo” sobre una base concreta: sólido apoyo electoral, recuperación de la mayoría propia en el Congreso y diferencia apabullante con su principal contendiente. En cambio, cuando Mauricio Macri pretendió ir por todo en 2017, tras imponerse en las legislativas, se topó con un Congreso indócil y una calle colmada.

No hubo en aquel entonces reforma laboral, ni voto electrónico, ni nuevo código penal. Los gajes del oficio, siempre que se pretende hacer política sin reparar en las condiciones objetivas. Un desafío que depende en buena medida de los números en el Congreso, pero no exclusivamente.

Tan importante como la cuestión cuantitativa es el manejo de los tiempos políticos. La cuarentena demostró, por ejemplo, que Alberto Fernández tiene una idea clara de la centralidad del trabajo asalariado. Primero, por haber logrado incrementar el salario real tras casi dos años de caída consecutiva; segundo, por haber prohibido los despidos pese a la crítica empresarial; y tercero, por haber subsidiado el pago de salarios.

La pregunta, claro, es si el presidente está decidido a dar un paso más cuando la cuarentena haya pasado. O sea: si será capaz, en una nueva normalidad, de impulsar los cambios necesarios para que el Estado continúe siendo el actor central en las relaciones de trabajo.

Dicho así, naturalmente, parece un mundo. Pero no es muy distinto a lo hecho durante los buenos años del Programa de Recuperación Productiva (REPRO). Es, en definitiva, parte del nuevo universo posible. Lo mismo que el control del mercado de capitales, la sobrecarga impositiva a los sectores que pueden soportarla, la inyección de fondos que garanticen un ingreso mínimo familiar, etcétera, etcétera, etcétera.

“No perdamos la oportunidad”, se repite a sí mismo el presidente. Y tal vez, para ello, el gobierno deba ser certero en la elección del momento. A menudo, se sabe, es muy fácil reconocer una oportunidad cuando ésta ya fue perdida.

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