Batalla de Ideas

26 mayo, 2020

Contra la agenda sosa, pacata y conservadora

Una idea sobre la participación accionaria del Estado causó revuelo en los sectores empresariales. Y el riesgo, claro, es siempre el mismo en estos casos: que la agenda la marquen los que reaccionan y que se queden sin fuerza los que proponen.

Federico Dalponte

@fdalponte

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“Un plan oficial avanza sobre la propiedad privada de la tierra”, tituló el diario La Nación en agosto de 2012. Y pareció, de repente, el fin del mundo. O al menos del mundo capitalista en versión local. Por suerte el arquitecto Julio De Vido, ministro de Planificación en aquel entonces, salvó a la Argentina de ese disgusto.

“Es un borrador de anteproyecto que hicieron las provincias argentinas. No es ni del Ministerio de Planificación, ni mucho menos de la presidenta de la Nación”, dijo el ministro, horas después de la publicación. Y de pronto todos suspiraron aliviados. No vaya a ser cosa que.

Lo cierto es que cada tanto aquellos fantasmas vuelven. Y tantos y tantas se convencen, convencen a otros, se dejan convencer de que los avances del Estado son, en definitiva, una amenaza al mundo que conocemos.

La semana pasada las alarmas se encendieron por un tweet. La diputada Fernanda Vallejos dijo una obviedad: lo mismo que en 2015 ya había dicho el  ministro griego Yanis Varoufakis, lo que en 1991 ya había hecho el primer ministro sueco Carl Bildt y lo que hace pocos días hizo la primera ministra alemana Ángela Merkel.

No era, ni por asomo, una revolución ni un llamado a desalambrar. Se trataba de algo lógico: que las empresas devuelvan, luego de su recuperación, aquello que el Estado les concedió en plena crisis. Y ofreciendo para ello que lo hagan en efectivo, como ahora permite la AFIP, o a través de acciones, como hasta ahora nadie permite.

Pero no. Incluso siendo tan obvio y tan llano, nadie quiso apostar demasiado fuerte. Ni cuando Julio De Vido, ni cuando Fernanda Vallejos. Apenas algunas palabras al pasar. Dos ministros mostrando algún interés por el asunto pero con ánimo distante. Algunos legisladores con proclamas de ocasión. Y nada más.

Fue casi el entierro de una propuesta fuera de agenda y la evidencia de una marca histórica: cada vez que una iniciativa amenaza al statu quo, la reacción conservadora es tan implacable que las ideas acaban, las más de las veces, por archivarse.

Cuando Juan Perón instituyó el aguinaldo en 1945, las empresas bramaron que quebrarían y hasta muchas se negaron a pagar. Cuando Raúl Alfonsín impulsó el divorcio vincular, muchos eclesiásticos dijeron que era el fin de las familias. Y no pasó, ni por asomo, ninguna de las dos. De esos ejemplos hay miles.

***

A principios de 2015, y a poco de asumir, el entonces ministro de Salud Daniel Gollán dijo: “Vamos a propiciar un debate maduro sobre el aborto”. Y el estupor de los defensores del aborto clandestino duró, en verdad, curiosamente poco. Desde la jefatura de gabinete, Aníbal Fernández sentenció que el tema no era parte de la agenda del gobierno y a otra cosa. El temblor pasó.

Situaciones similares sucedieron varias veces durante el kirchnerismo, casi desafiando a quienes creían –y siguen creyendo– en la verticalidad del peronismo. En 2015 fue el aborto. Pero en 2012 había sido el proyecto de reordenamiento territorial. En 2006, en 2008, en 2010, en 2012 y en 2014 fue un proyecto para prohibir los despidos. En 2010 aquel intento por aprobar la participación de los trabajadores en las ganancias empresarias.

La lista sigue, pero alcanza como ejemplo. Todos esos proyectos surgieron, en aquel tiempo, desde el propio partido de gobierno y sin embargo no pudieron o no supieron cómo hacerse carne y mayoría. Quedaron relegados al olvido, como tal vez también quede el proyecto de la diputada Vallejos.

La diferencia, en tal caso, será la mayor o menor fuerza, el mayor o menor impulso, que acompañe a ese tipo de proyectos. Porque la resistencia de ciertos medios, o la de ciertos periodistas de ciertos medios, y la resistencia de los eventuales afectados es aquello que se descuenta, aquello esperable y previsible.

Pero tal vez la diferencia entre las propuestas que triunfan y las que quedan en el umbral sea el impulso que se les da –o se les niega– desde el propio Estado y desde los sectores progresistas y reformistas. Sin ellos, sin calle, sin carne, las mejores propuestas se archivan.

Todo el mundo espera, con razón, que un proyecto de reparto de ganancias sea resistido por la Unión Industrial y las grandes empresas que venden noticias. Pero precisamente por eso, para compensar esas resistencias, es que los sectores más progresistas de un gobierno deberían también ejercer presión, para incidir al final de cuentas en el resultado.

Los gobernantes, se sabe, también dudan, también se ponen a olfatear el humor social. Y si al discurso resonante y favorable a los intereses económicos concentrados –o desconcentrados pero perniciosos– no se le oponen voces que proclamen lo opuesto, la agenda del gobierno se volverá sosa, pacata y conservadora.

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