Batalla de Ideas

10 mayo, 2020

¿Y el impuesto a los ricos?

Hace ocho semanas que empezó la cuarentena. Hace cinco que se discute el impuesto a la riqueza. Hace tres que la Corte avaló las sesiones virtuales. Pero nada avanza y la impresión, hasta ahora, es que los ultrarricos siguen a salvo de la crisis.

Federico Dalponte

@fdalponte

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El contexto no ayuda. La sensación, tan lisa y tan llana, es que los trabajadores y las trabajadoras están sobrellevando en soledad la triste épica de no sucumbir en plena cuarentena. Los formales están sufriendo en muchos casos recortes de entre el 25% y el 50% de sus salarios nominales; mientras que los informales sobreviven apenas –si es que pueden– con los salvavidas provistos por la ANSES.

Todo es poco. Y no por decisiones estatales. O incluso, si se quiere, pese a ellas. El gobierno está resignando toda pretensión de estabilidad presupuestaria en aras de paliar la caída vertical de la actividad. Si algo debe decirse a su favor, es que la monumental emisión monetaria se decidió sin vueltas ni pretextos, sin una sola alusión al déficit o a la inflación.

Aun así, está claro, nada alcanza. Uno de cada tres asalariados no tiene protección frente al despido, ni cobertura social que lo auxilie. Uno de cada diez ocupados necesitan otro empleo para sobrevivir. Uno de cada diez activos directamente no tiene empleo. Pensar, en ese contexto, que hay sectores acomodados que ni siquiera fueron salpicados por la crisis genera indignación, desesperanza, fastidio y hasta cierta dosis de hostilidad.

El afamado impuesto a los ricos no revertirá esa sensación; y tampoco es que ese dinero esté faltando hoy para hacer política social. O sea: el dinero es fungible y lo que hoy no se recauda, se imprime. Y aun si ese gravamen fuera rechazado por el Congreso, de igual modo el gobierno mantendría su política de transferencias no condicionadas.

Pero ese no es el punto. El impuesto es algo más que una medida recaudatoria. Es algo más que una ley y un anuncio oficial. Es un paliativo ante ese sabor amargo de saber que esta crisis pandémica, injusta como la sociedad misma, se está ensañando más con los sectores históricamente explotados.

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El Senado sesionará el próximo miércoles –siempre que internet así lo quiera–. Pero si no lo quiere, igual no se pierde nada. El proyecto favorito, el más anunciado y discutido, no formará parte de la agenda senatorial, y para peor, tampoco estará en la de Diputados.

La Cámara Baja no resolvió todavía sus problemas de conectividad y las chances de sesionar esta semana son pocas. Como pocas son, también, las probabilidades de que el impuesto a la riqueza tenga un trámite veloz.

Cuando se anunció, los primeros días de abril, sus detractores creyeron que se avecinaba un vendaval. Pero de momento ni siquiera hubo una ventisca. Hay razones operativas –se dirá–, y es cierto, pero la fatigosa demora en el avance de la sanción del nuevo gravamen se debe, fundamentalmente, a razones de oportunidad y conveniencia.

El 24 de abril la Corte Suprema zanjó la discusión formal. Los futuros afectados –y compañía– festejaron un fallo que los creía a salvo de la tormenta. Tanto que el diario Clarín, optimista, puso aquel día en volanta de tapa: “Freno judicial para el proyecto del impuesto a la riqueza”. Y en verdad se lo creyeron.

Lo cierto, sin embargo, es que el aval del máximo tribunal a las sesiones virtuales debió haber servido para avanzar. Pero no. Explicaciones sobran, desde luego. La más evidente es que tras el fallo de la Corte, por torpezas propias o vilezas ajenas, la agenda política escapó al control oficial. Primero por la controversia en torno a las salidas recreativas, luego por la polémica respecto a la situación carcelaria; de inmediato llegó el primer cacerolazo, a los días el segundo. Nada, por supuesto, fue inocente o accidental.

La pregunta, sin embargo, es qué están esperando ahora. Quizás, retomar el control de la agenda pública. Quizás, negociar la letra fina del proyecto. Quizás, asegurarse de que las sesiones virtuales finalmente funcionen. Quizás, reunir apoyo opositor. Quizás, quizás, quizás.

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En semanas donde la división de poderes estuvo en boca de todos, vale repetirlo una vez más: el Ejecutivo no puede crear impuestos, ni siquiera por decreto de necesidad y urgencia.

Alberto Fernández reconoce ese límite y por ahora avala el impuesto a base de gestos. A mediados de abril se reunió con los puntales de la propuesta, los diputados Carlos Heller y Máximo Kirchner. Y desde entonces suele decir “sería importante” cada vez que le preguntan por su eventual sanción. Pero hasta ahí llega el ahínco.

El impuesto está en boca de todos, en el bolsillo de pocos y en la cabeza de varios más. De un tiempo a esta parte, incluso, el otrora impuesto fue rebautizado y ahora, al parecer, se convertirá en un “aporte extraordinario”. Hay, si se quiere, avances sutiles, de forma, pero nada más. El proyecto sigue sin aparecer y no se avizora una pronta definición.

En ese marco, entre esa táctica y estrategia, el mensaje se diluye y hasta se confunde. Está claro que el gobierno está genuinamente interesado en su aprobación. Pero si consiente recortes salariales, valdría también que apure la sanción de esta ley para demostrar, al menos, algo de ecuanimidad. Una ecuanimidad efímera que conlleva un valor simbólico como mensaje: los ricos también serán forzados a colaborar.

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