3 mayo, 2020
Un seguro de desempleo ad-hoc
El gobierno cerró la puerta a los despidos y abrió la ventana a las suspensiones. El objetivo es impedir el aumento exponencial del desempleo, pero los recortes salariales amenazan con desbordarse y acentuar la crisis. La manta corta de Claudio Moroni.


Federico Dalponte
Primer acto
Nuestra utopía es la estabilidad absoluta: tener trabajo asegurado hasta que la jubilación nos separe. O la renuncia, o la muerte, o la quiebra. Pero nunca la decisión unilateral del empleador.
Alberto Fernández decretó la prohibición de los despidos el 1° de abril y allí, en ese momento, parió su política laboral. Fue una medida desesperada, se dirá en medio de una pandemia, y es cierto. Pero ese decreto partero expresó una forma de ver el mundo laboral. Significó la continuidad de aquella doble indemnización dispuesta en diciembre pasado, apenas tres días después del recambio presidencial.
El razonamiento en diciembre fue simple: si la crisis social es grave, hay que encarecer los despidos para desalentarlos. Y ahora, con pandemia, es más simple todavía: si la crisis es gravísima, directamente hay que prohibirlos, porque ya no alcanza con desalentarlos.
Suena sensato. Aunque, claro, el manual opositor receta exactamente lo contrario. Cuanto más delicado es el contexto, cuanto más acuciante sea la necesidad empresarial, más flexible, más rápido y más barato debe ser el despido.
Ya lo decía Miguel Ángel Ponte, secretario de Empleo durante la gestión de Cambiemos: “La posibilidad de entrada y salida del mundo laboral es una esencia del sistema, como lo es en el organismo humano comer y descomer”. Así funciona, argumentan, el sistema danés. Aunque para replicarlo en Argentina haría falta, naturalmente, un seguro de desempleo que sea también como el danés.
Segundo acto
En caso de duda, dice la ley de contrato de trabajo, “las situaciones deben resolverse en favor de la continuidad o subsistencia del contrato”. Traducido, la conservación del trabajo es sagrada –o algo así–. Y eso aplica para los conflictos judiciales, pero también para la vida.
El actual ministro de Trabajo, Claudio Moroni, lo repite y no se cansa: la prioridad es mantener el vínculo laboral. No rige el método de comer y descomer, pero tampoco las utopías. Y si alguien creía lo contrario, esta semana se despabiló.
Al momento de su emisión, el decreto de prohibición de despidos fue, si se quiere, toda una sorpresa. No tanto por sus buenas intenciones, sino por su énfasis, por su tesón. Era cuestión de tiempo para que aquel freno comenzara a contemplar variantes. La norma, tan buena y tan pulcra, se reveló en poco tiempo incapaz de frenar por sí misma la crisis laboral por venir. Vieja enseñanza de toda recesión: las normas flexibles o rígidas no crean ni destruyen, por sí mismas, puestos de trabajo. Es la economía. Si ella no acompaña, ni la mejor norma laboral hace milagros.
Y así fue. Textiles, petroleros, metalúrgicos, comercio. No hubo norma que aguantara. Diversos sectores de la economía negociaron suspensiones incluso después del decreto de Alberto Fernández, y usaron, para ello, una rendija escondida en la propia norma: a falta de mejores soluciones, dice el artículo tercero, se habilita a los sindicatos a negociar suspensiones con aval del Ministerio.
Tercer acto
El agravamiento de la crisis desafió los límites del decreto. Algunos empresarios comunicaron despidos pese a la prohibición, y la jueza Ana Barilaro fue noticia cuando anuló el primero de ellos. Es dable pensar, si prima la ley, que a ella le sigan nuevos jueces y nuevas anulaciones.
Moraleja para cualquier gerente: despedir es un camino costoso y sin salida. Al final del día, los jueces obligarán a las empresas a reincorporar a los despedidos, debiendo abonarles además los salarios adeudados. Mal negocio.
Tal vez por ello, más que los despidos, las que aumentaron de modo sideral fueron las suspensiones y los recortes salariales, estrellas destacadas de esta crisis sin igual. Moroni, en ese marco, podrá exhibir su contrafáctico ideal: si no hubiésemos prohibido los despidos –dirá–, hoy no hablaríamos de suspensiones y recortes, sino de desempleo.
Vaya uno a saber. Lo cierto es que nada fue casual. Si la premisa era preservar los puestos de trabajo a cualquier costo, está claro que ese costo hoy son los salarios. El acuerdo tripartito, celebrado la semana pasada entre la Confederación General del Trabajo (CGT), la Unión Industrial Argentina (UIA) y el Ministerio de Trabajo, terminó por darle forma a lo evidente: la Argentina, a través de sus representantes políticos y sectoriales, ha decidido sacrificar el poder adquisitivo de los trabajadores en pos de garantizarles sus ocupaciones al final de la cuarentena.
La obra
El gobierno creó, en los hechos, una suerte de nuevo seguro de desempleo indirecto. Un seguro deficiente, impreciso, transitorio, pero seguro al fin.
Dirá Moroni con el pecho inflado: gracias al acuerdo con la UIA y la CGT, y gracias a la prohibición de los despidos, creamos un sistema en el cual las empresas en cuarentena mantienen el vínculo jurídico con sus trabajadores y, además, con ayuda del Estado, les garantizan el pago del 75% de sus salarios como mínimo, con obra social incluida.
Y dirá más. Si esos trabajadores hubiesen sido despedidos por la crisis, hoy no cobrarían el 75% de sus salarios –similar a los montos de los seguros europeos–, sino algo bastante más modesto: 10 mil pesos por mes, por un máximo de doce meses, otorgados por Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES) como prestación por desempleo.
Claro que, se dirá también, no todo es tan cristalino e impoluto. La ausencia absoluta de criterio para distinguir entre sectores por rentabilidad, o entre grandes y pequeñas empresas, presagia lo peor: el acuerdo tripartito terminará siendo, en los hechos, un aval explícito y hasta una promoción de las rebajas salariales a mansalva.
Así, empresas rentables, con espalda para soportar varios meses sin facturación –y para pagar sueldos sin recortes–, se acoplarán al nuevo plan oficial sin mediar escrúpulos. Y será, en efecto, la consagración de un problema recurrente: la incapacidad de los gobiernos para controlar la arbitrariedad empresarial y, a la postre, para ser riguroso con sus dueños, sus ejecutivos y sus accionistas. Muchos de los cuales, vale decir, deberían también poner su parte para financiar este entuerto.
En los hechos, lo cierto es que muchos despidos se producen pese a la prohibición y muchos recortes se efectúan sin aval del Ministerio. Lo cual evidencia que el acuerdo tripartito es apenas una expresión de buena voluntad; cuando tal vez ni siquiera era momento de mostrar buena voluntad, sino simplemente autoridad.
En cualquier caso, el reclamo es obvio: si este neo-seguro de desempleo es –supongamos– la mejor alternativa posible para evitar la cuadruplicación de la desocupación, como en EE.UU., bien haría el gobierno entonces en ponerse firme con los límites, las exigencias y las sanciones.
O dicho más directo aún: si van a crear una norma nueva, al menos encárguense de hacerla cumplir. Lo cual parece obvio, pero no siempre se hace, pues la evasión no siempre se persigue. Si el objetivo es mantener los puestos de trabajo a como dé lugar, entonces que se haga con el rigor que sólo puede imponer el Estado.
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