1 mayo, 2020
El mundo del trabajo y la pandemia: ¿qué relaciones laborales nos dejará el covid-19?
Históricamente el capital salió de sus crisis repartiendo sus pérdidas sobre las y los trabajadores. Nada hace suponer que no se intente, una vez más, repetir la historia.


Fernando Toyos
“La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente“
Karl Marx, Manifiesto Comunista
Hoy es un día de les trabajadores inusual. Se conmemora como se puede, reemplazando la tradicional movilización con distintas propuestas virtuales. Mientras recordamos a los mártires de Chicago, aquellos compañeros anarquistas fusilados en el marco de la lucha por la jornada de 8 horas, asistimos a un escenario complejo para les laburantes: recortes salariales, despidos y suspensiones configuran un nuevo avance sobre nuestros derechos. Paralelamente, el teletrabajo va ganando terreno ante la prolongación de la cuarentena, impulsando la necesidad de un debate acerca de sus potencialidades y peligros.
No se trata, de ningún modo, de la primera vez que nuestras condiciones de trabajo se ven radicalmente alteradas bajo el sistema capitalista. Como sintetizó genialmente Marx, las formas del trabajo han variado a lo largo de los poco más de 200 años que transcurrieron desde la primera máquina de hilar, inventada por Samuel Crompton a fines del siglo XVIII. Desde entonces, les trabajadores hemos migrado del campo a la ciudad, abandonamos el sistema de trabajo doméstico y nos adaptamos a la fábrica, nos familiarizamos con las máquinas a vapor y luego con la electricidad, para encontrarnos hoy en un paradójico retorno al trabajo doméstico en la versión cool e hipertecnologizada del home office.
Cada uno de estos cambios no consistió, meramente, en un desarrollo técnico: en un modo de producción como el capitalismo, en el que una clase de personas controla las herramientas con las que producimos, la tecnología tiene una dimensión inmediatamente política.
La primera revolución industrial nos concentró en grandes ciudades y fábricas, permitiendo un salto exponencial en la ganancia de los capitalistas. La segunda, que introdujo avances como la electricidad y el motor de combustión interna, sentó las bases sobre las cuales se desarrollaría un nuevo salto cualitativo en la organización fabril: el fordismo. La línea de montaje implicó un cambio exponencial en la productividad del trabajo, basado en la “gestión científica” de Frederick Taylor.
Como buena ciencia la servicio del capital, el taylorismo supuso la subordinación férrea de quienes trabajan a una organización laboral diseñada por la gerencia, que redujo al obrero a ser un apéndice de la máquina. Mientras los capitalistas amasaron enormes fortunas gracias a estas innovaciones, les trabajadores perdimos la capacidad de controlar el ritmo de nuestro propio trabajo, siendo sometidos a un proceso productivo deshumanizado y alienante que fuera brillantemente retratado por Chaplin, en su película Tiempos modernos.
Este conjunto de técnicas se introdujo de forma masiva en un intento de conjurar la crisis capitalista de 1929, aumentando brutalmente la explotación. A lo largo de la historia, el capitalismo saldó las crisis que él mismo generó, descargando su costo sobre nuestras espaldas. El taylorismo fue parte de una contraofensiva que -como respuesta a la revolución soviética y el auge de la lucha de clases- buscó desarmar al movimiento obrero occidental: subordinado el trabajador a la máquina, las formas que había asumido la organización obrera hasta entonces fueron desarticuladas.
Los obreros que dominaban oficios complejos solían ocupar un rol de liderazgo entre sus compañeres, a través del cual desempeñaban también un papel de dirección en la lucha contra los patrones. Fue necesaria la guerra, la más grande de los keynesianos -según la expresión del economista marxista Paul Mattick- para relanzar la acumulación de capital sobre la base de la masiva pérdida de vidas humanas y destrucción de riqueza material.
La segunda posguerra dio paso a un mundo dividido por la disputa entre los EE.UU. y la Unión Soviética, escenario en que el capital -por primera vez enfrentado a una alternativa sistémica global- se vio obligado a realizar concesiones. Así, el período signado por la expansión de Estados de tipo redistributivo tiene mucho más que ver con la existencia del “campo socialista” que con la figura del economista heterodoxo John Maynard Keynes, quien no tuvo empacho en decir que la lucha de clases lo encontraría “del lado de la educada burguesía”, y no del “proletariado zafio”.
La crisis del Estado de bienestar vino acompañada de la ofensiva a gran escala del capital sobre el trabajo que conocemos con el nombre de neoliberalismo. Debilitada la amenaza soviética, los capitalistas comenzaron a resentir cada vez más el alto costo que suponía mantener el “pacto keynesiano”, que convertía los salarios en estímulo a la demanda.
En todo el mundo capitalista avanzaron una serie de contrarreformas orientadas a minar el considerable poder adquisitivo que habíamos logrado conquistar, quebrando a través de despidos masivos el poder negociador de los sindicatos. Contrariamente a lo que cierto sentido común plantea, esto no supuso un “achicamiento del Estado”: en América Latina, de hecho, fue imprescindible la complicidad de las Fuerzas Armadas para torcer a sangre y fuego la resistencia obrera. La llegada de la robótica a las fábricas y las computadoras a las oficinas resultó fundamental para producir un nuevo salto en la productividad, esta vez para condenar a una porción sustancial de la clase obrera a la condición de “población sobrante”: la “revolución científica” vino de la mano de la economía del descarte.
Las formas de trabajar, precarizadas e inestables, con una composición cada vez más fragmentada de esa parte de la humanidad que trabaja para el disfrute de todes, seguramente se van a ver profundamente transformadas por la pandemia. La expansión sin precedentes del teletrabajo podría permitirnos ganar una mayor autonomía respecto de los procesos de trabajo, de organizarnos la jornada laboral alrededor de nuestras necesidades vitales (y no al revés), abriendo la posibilidad de reducir la parte de nuestra vida dedicada a la producción de plusvalor. O todo lo contrario. Como señalan desde la consultora Adecco, un 42% de la población de nuestro país afirma estar trabajando más de lo que lo hacía en sus lugares remotos de trabajo. Docentes de todos los niveles se encuentran desbordados por la necesidad de contención de estudiantes -que intentan, por todos los medios, encontrar el tiempo y la tranquilidad para seguir estudiando- y la demanda productivista de las autoridades, y podríamos seguir ejemplificando.
Si bien el teletrabajo en Argentina se encuentra regulado bajo la Ley de Contrato de Trabajo, nada impide que los capitalistas intenten -una vez más- saldar la crisis económica que vendrá con el sudor de nuestro esfuerzo. Está en nosotres encontrar la manera de seguir organizades a la distancia y, recuperando la tradición de lucha de aquellos anarquistas de Chicago y tantes otres, oponer a la pandemia capitalista un mundo más justo. Feliz día.
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