26 abril, 2020
Una propuesta al estilo Varoufakis
Muchas empresas subsisten sólo por la asistencia estatal. Sin ella, abundarían las quiebras y los concursos preventivos. La pregunta entonces es por qué, si el Estado aporta capital, no podría quedarse con parte de sus acciones como contrapartida.


Federico Dalponte
El ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis se queja como antes. No es ministro, pero se queja como antes. Siempre que puede, recuerda que la crisis financiera de 2008 fue una oportunidad perdida: era un buen momento para estatizar los bancos, dice. Si los gobiernos aportaron fondos para su rescate –razona–, es inconcebible que no se hayan adueñado de ellos, de una partecita al menos, de algunas de sus acciones.
La crisis actual en la Argentina no es bancaria, se dirá, y es cierto. Los rescates de aquel entonces, con epicentro en EE.UU. y Europa, se hicieron –precisamente– para evitar el contagio de toda la economía. Un acto de caridad para amparar a los bancos-pobres, para que su derrumbe no arrastre a los demás. “Adopte un banquerito”, ironizaba Eduardo Galeano.
Los optimistas dirán que salió bien, que la hemorragia fue controlada, y algo similar dirán obviamente los banqueros. Pero lo cierto es que los Estados, sus trabajadores, sus pensionistas, sus ahorristas, todos fueron más pobres al final del día. Una analogía de la Argentina, para estos días aciagos, si hubiese abrazado a la ortodoxia.
El gobierno nacional hizo, hasta ahora, lo que todos hicieron en aquel entonces: poner la plata que al sistema le faltaba. El primer reflejo fue obligar a los bancos a otorgar créditos –dizque– baratos para las empresas. O léase: para que esas empresas paguen los sueldos que la cuarentena hacía difícil abonar.
El segundo reflejo, en cambio, más sesudo, fue preferir que ese dinero vaya directo del Estado a las empresas, sin pasar por los bancos. Una medida, se dirá, que alcanza para poco, pues apenas cubre un porcentaje de los sueldos. Aunque alivia la contabilidad de las empresas y funciona, a la postre, como seguro de desempleo ad hoc.
Pareciera, si se quiere, una sonsera, un asunto de burocracias: eliminar la mediación bancaria para ganar agilidad. Pero no. El gobierno sabe que la crisis no es bancaria pero podría serlo. Si las empresas en crisis continuaban tomando créditos, el riesgo era evidente: no poder pagarlos cuando termine la pandemia y arruinar así al sistema bancario.
Así fue que el Banco Central le transfirió al Tesoro unos 300 mil millones de pesos desde el comienzo de la cuarentena. Un dato que pone a los monetaristas al borde del pico hipertensivo, pero sacia el hambre de muchos en un contexto devastador. Cuando la plata no está, imprimirla siempre es una opción.
Habrá tiempo, más tarde, para pensar en achicar la base monetaria, dijo Matías Kulfas la semana pasada. Ahora no. Ahora es tiempo de pensar con el dinero en la mano. Lo debatible, en todo caso, es a quién dárselo, cómo, por qué y para qué.
En ese marco, la pregunta de Varoufakis cobra dimensión: ¿por qué no convertir esas transferencias en aportes de capital y apostar, a futuro, a que el Estado sea socio de la recuperación de las empresas ayudadas?
***
Nils Daniel Carl Bildt nació en 1949 en Halmstad, Suecia. En 1991 se convirtió en primer ministro y un año más tarde rescató al sistema bancario del colapso. Fue, se sabe, un innovador: usó la plata del Estado para evitar un racimo de quiebras, pero se quedó a cambio con varias acciones de los bancos.
La recapitalización no fue gratis para nadie. Si los bancos quebraban, el Estado perdía. Pero si sobrevivían y crecían, el Estado embolsaba su parte. Es el precio del capitalismo basado en acciones. Suecia fue, con matices, un ejemplo de lo viable; para lo inviable ya estaban los banqueros.
Hoy Argentina tiene angustias similares. La quiebra de una empresa es el portón de entrada al desempleo y la pobreza. Los riesgos de contagio de una crisis así son infinitos. Y para ello la transferencia de fondos públicos a las empresas es un anticuerpo apropiado. Pero al otro día, después de capear la tormenta, la recuperación necesitará que crezcan ambos, robustos y a la par: las empresas y el Estado.
Algo similar se pensó en 2005. Eran tiempos raros y a la vez tan actuales. No era el Estado el que debía salvar a un sistema económico, pero la consigna era la misma: que los acreedores aten su suerte a la recuperación económica y así ganar los dos. Bajo esa premisa se ideó, en tiempos de Néstor Kirchner y Roberto Lavagna, el famoso «cupón PBI»: si nos hundimos, no gana nadie, pero si crecemos, ganamos todos. O algo por el estilo.
Lo mismo ahora podría decirles el gobierno a las empresas. En lugar de transferencias no condicionadas para pagar sueldos, invertir en esas empresas: aportar capital y atar la suerte del Estado a la recuperación económica. Y si nos hundimos, no gana nadie, pero si crecemos, ganamos todos. El Estado como sostén durante la pandemia y también como socio del crecimiento.
***
El matrimonio entre el Estado y las deudas de los privados lleva décadas de conflicto. Pero nunca se divorcian. Ejemplos rándom: Aerolíneas Argentinas tenía en 2008 un pasivo de 2.500 millones de pesos. El Estado se hizo cargo de ese entuerto, le pagó un peso –uno solo– al Grupo Marsans y se quedó con la mayoría accionaria.
El Correo Argentino, caso parecido: en 2001, cuando se abrió el concurso preventivo, la empresa le debía al Estado más de 300 millones de pesos-dólares. Por esa deuda –que persiste–, el Grupo Macri perdió el control de la empresa postal, que fue reasumido por el Estado.
Aunque falta, claro, la contracara, lo que sucede cuando el Estado asume deudas ajenas y rescata a las empresas, pero no recibe nada a cambio. Ese fue el caso en 1982. Unos 17 mil millones de dólares de deuda externa privada que asumió el Estado para salvar las finanzas, entre otros, de Franco Macri (Sideco), Carlos Blaquier (Ledesma), Amalita Fortabat (Loma Negra), Jorge y Juan Born (Molinos), Arturo Acevedo (Acindar) y Gregorio Pérez Companc (Banco Río de la Plata).
Fue un agujero negro. Lo que empezó como una operatoria de seguros de cambio se convirtió, tiempo después, en un problema severo. Las empresas y sus dueños subsistieron, crecieron, se expandieron. La Argentina, en cambio, sucumbió.
Cuando el Estado interviene para salvar al sector privado, amainan los reparos ideológicos. Paradójico: los críticos de lo público mengúan cuando los gobiernos salen a rescatar empresas en vez de personas. Tan proclives a los salvatajes financieros y tan poco a la renta básica universal.
En cualquier caso, el desafío para el gobierno no es fácil, está claro. Sería una osadía. Se trata, en definitiva, de salvar a las empresas para que paguen salarios, sí, pero invirtiendo en ellas, capitazándolas como lo haría un accionista. Porque la reactivación post-pandemia, se sabe, sólo será posible con un sector productivo vigoroso, pero también con un Estado activo.
Si llegaste hasta acá es porque te interesa la información rigurosa, porque valorás tener otra mirada más allá del bombardeo cotidiano de la gran mayoría de los medios. NOTAS Periodismo Popular cuenta con vos para renovarse cada día. Defendé la otra mirada.