Economía

20 abril, 2020

¿Por qué soñar con el ingreso universal ciudadano?

Las grandes crisis abren brechas para pensar grandes soluciones. El ingreso universal es una idea fuerza que, al menos en Argentina, conllevaría grandes cambios asociados.

Ariel Farías*

@FariasArielH

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Vivimos en un mundo en el que una de cada cinco personas es muy pobre –con los bajos umbrales que utiliza la ONU para identificarlas- y una de cada nueve sufre problemas severos de hambre.  

Del otro lado, cada uno de los super ricos globales factura más que lo que ganan un millón quinientas mil personas. Los más ricos del 2020 tienen mucho más, en términos absolutos y relativos, de lo que tenían los más ricos a mediados del siglo XX: estamos recorriendo el siglo en el que las desigualdades explotaron. 

La lógica de la acumulación sin restricciones es, del otro lado, la lógica de la desposesión, y tiene consecuencias económicas, sociales, sanitarias y ecológicas de dimensiones imprevistas. Las grandes catástrofes forman parte de los escenarios que proyectamos: el colapso de las sociedades humanas es una posibilidad. 

Hace tiempo que nuestras sociedades producen todo lo necesario, o más, de lo que necesitamos. Pero este progreso tecnológico genera mucho para muy pocos. Lo paradójico es que podemos pensar que la humanidad puede desaparecer, pero nos resulta impensable evitarlo modificando la forma en que se acumulan y distribuyen las riquezas.

Por otro lado, en este escenario de abundancia, escasea el empleo protegido y bien pago, cada vez más, pero sobra el trabajo de subsistencia o no remunerado -realizado principalmente por las mujeres-. En esta brecha abierta entre empleo y supervivencia, intensificada por la pandemia del Covid-19, la idea de un ingreso universal ciudadano se presenta como una “utopía real” que permite acercarnos a un mundo más vivible.

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Pero, ¿qué es el ingreso universal? Es básicamente una política pública que garantiza un ingreso monetario que les permite satisfacer necesidades básicas a todas las personas que forman parte de una sociedad, sin importar su condición de actividad, su riqueza o pobreza, o sus características personales.

Pero ¿por qué transferirles dinero también a los ricos? Porque el ingreso universal se basa en una lógica distinta a la de las políticas focalizadas, supone universalizar los derechos básicos y segmentar la recaudación. Esto reduce sustancialmente los gastos administrativos de las transferencias a grupos específicos y las dificultades de identificación de esos colectivos. Pero principalmente ataca la línea de flotación de los procesos de estigmatización que sufren quienes son destinatarios de políticas sociales y pone a todas las ciudadanas y ciudadanos en un piso común de dignidad. 

No existen experiencias históricas de aplicación de una política de este tipo en una nación, sólo algunas pruebas piloto sobre pequeños grupos de personas en países como Suiza o Finlandia. 

Quizás es el Estado de Alaska, EE.UU., es el que tiene una trayectoria de implementación de algo similar a un ingreso universal: el “Alaska Permanent Fund” que se sostiene desde 1982 y supone una transferencia anual variable -entre 900 y 2000 dólares dependiendo el año- a todos los habitantes que hayan residido legalmente durante seis meses por lo menos. Este fondo se financia a partir de una parte significativa de los dividendos generados por la explotación de minerales y petróleo. En general, los estudios realizados sobre esta experiencia muestran resultados muy favorables.

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¿Cuánto costaría implementar algo así en Argentina? Hagamos cuentas con datos del 2019, muy a groso modo, para tener una idea del nivel del gasto. 

El año pasado había alrededor de 26 millones de personas mayores de 17 años y menores de la edad jubilatoria. Suponiendo que los menores de 18 años podrían estar contenidos por las asignaciones familiares, y las personas en edad de jubilarse por las jubilaciones y pensiones, entendemos que este podría ser el universo al que iría destinada la política. Pensemos en un ingreso muy modesto, el necesario para cubrir la canasta de pobreza que, en promedio, para 2019 fue de $10.400 por adulto equivalente. Multiplicando por los 12 meses, sin contar aguinaldo, esa cuenta de almacenero da alrededor de 67 mil millones de dólares -a un dólar promedio de 2019-. Algo que ronda el 15% del PBI, o el 50% del presupuesto total del Estado argentino.  

En estos días está en danza la posibilidad cierta de generar un impuesto a las fortunas más grandes del país: alrededor de 12 mil personas que poseen -cada una- un patrimonio declarado de más de tres millones de dólares. Según un estudio de la consultora Proyecto Económico si se aplicara un impuesto del 3% sobre las fortunas declaradas, tanto en Argentina como en el exterior, se podrían recaudar 3.800 millones de dólares. 

Siendo optimistas, y reasignando partidas de políticas sociales focalizadas, para financiar una política de ingreso universal ciudadano como la que mencionamos necesitaríamos que el impuesto fuera de alrededor del 40% del patrimonio de esas grandes fortunas.

Pero el gran problema es que un impuesto como ese, sobre el stock y no sobre el flujo, no puede tener continuidad en el tiempo. Serían necesarios instrumentos múltiples, que supongan cambios sustanciales en la estructura impositiva -yendo hacia una estructura radicalmente más progresiva-, pero también una participación mucho mayor del Estado en la producción de bienes y servicios y en la redistribución de los excedentes de las actividades productivas centrales de nuestra economía.

Quizás en algunos de los países más ricos del mundo, con PBIs per cápita muy altos, Estados con grandes presupuestos, y cuentas saneadas, el ingreso universal sería muy costoso pero viable sin cambios radicales. En cambio en Argentina requiere modificaciones sustanciales en la forma en que se organiza la producción y la distribución de la riqueza. 

Los efectos beneficiosos serían múltiples, y en buena medida ayudarían a su sostenibilidad. Para empezar viviríamos en una sociedad mucho más equitativa y erradicaríamos el hambre de nuestro país. Se generaría una importante recaudación adicional, porque los sectores populares consumen gran parte de lo que ganan y se re direccionarían recursos desde el sector financiero hacia el sector productivo. Y permitiría ampliar el potencial de la economía popular, organizada en torno a la lógica de la necesidad y no alrededor de la lógica de la acumulación. En síntesis, se fortalecerían notablemente los sectores populares y sus éticas frente a la ética de la acumulación sin control que prima actualmente.

Parece un sueño de nichos de izquierda radicalizados. Pero es una idea que comienza a permear el discurso de un abanico ideológico amplio.

Recordemos que hace unos 140 años a un canciller alemán ultra conservador se le ocurrió poner en marcha una idea inaudita en ese contexto. Para evitar la radicalización de los trabajadores y la difusión de ideas socialistas creó un seguro de accidentes de trabajo, un seguro de salud y un sistema de pensiones a la invalidez y a la vejez: este fue el pilar de los sistemas de seguridad social modernos que modificaron sustancialmente las relaciones entre el Estado, el capital y el trabajo. 

El contexto de la pandemia del Covid-19 nos pone en una encrucijada. En sociedades como la nuestra, con una presencia central de la economía informal, deja a millones de personas en condiciones dificultosas para garantizarse la supervivencia. Si las cosas se mantienen en relativa calma es gracias a los entramados de cuidados comunitarios y el fortalecimiento de la presencia estatal. 

Con todo, es ineludible centrar la mirada sobre la desigualdad agraviante que impregna nuestras sociedades. Quizás sea momento de establecer nuevos equilibrios, levantar “utopías reales” y pensar futuros distintos, mejores. El ingreso universal ciudadano nos brinda un camino para hacerlo.

* Licenciado en Sociología, magíster en Ciencias Sociales del Trabajo y militante de @estatalesdepie

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