19 abril, 2020
Cuando vuelvan las clases
Desde que el domingo 15 de marzo comenzaron las medidas de aislamiento social, se suspendieron las clases. Bueno, se suspendieron las clases presenciales tal y como siempre las conocimos. A partir de esa semana, las y los docentes no tienen respiro.
Alicia García Tuñón
Unos días antes de que se declare la cuarentena obligatoria para toda la población, se declaró la suspensión de las clases. Sin embargo, esto fue una forma de decir ya que las mismas continúan bajo otra modalidad y tienen implicancias directas sobre el trabajo de las y los docentes.
En la Ciudad de Buenos Aires primero tuvieron que ir a las escuelas para hacer unas supuestas guardias sin que se respetaran las normativas que se dictaron desde Nación con relación al personal exceptuado de concurrir a trabajar: personas en riesgo por edad o enfermedades de base, personal a cargo de niños y niñas menores de 14 años o de adultes mayores.
Después, comenzó la odisea de las clases on line. El Ministerio de Educación porteño, lo primero que salió a decir fue que todos los docentes habían recibido capacitaciones y estaban preparados para dar clases virtuales y que además les alumnes contaban con las herramientas necesarias para trabajar desde sus casas.
Tampoco dudó en gastar 52 millones de pesos en elementos antidisturbios en lugar de proveer de elementos de higiene y seguridad a las escuelas, computadoras, acceso a internet para todes, comida saludable y en cantidad y agua potable en los barrios.
A esto sumó que, durante los últimos cuatro años, el gobierno de Mauricio Macri dejó de implementar el Programa Conectar-Igualdad y de distribuir las netbooks a estudiantes del nivel medio, profesorados y de educación especial. Asimismo, y mediante un gran negociado, en las escuelas primarias, con la excusa de que los chicos se llevaban las computadoras del Plan Sarmiento a sus casas y luego no las traían a clase, entregaron tablets para que se usaran exclusivamente dentro de las instituciones educativas.
Resultado, hoy gran cantidad de estudiantes no tienen dispositivos para trabajar en sus casas. Esto sin contar las diferencias de conectividad entre los barrios y la dificultad de compartir un celular entre varios miembros de una familia en condiciones que no son las mismas para todes.
Obligados por las circunstancias, las y los docentes empezaron a “dictar” las primeras clases on line, con creatividad a falta de herramientas y con su querer hacer las cosas bien, a pesar de que muchos nunca habían experimentado la docencia en un entorno fuera del presencial.
Pero para los chicos y chicas, ¿es lo mismo, trabajar en una mesa en el comedor o living, con una familia que puede estar a disposición para ayudar a ese pibe que hacer los deberes en una habitación compartida con toda la familia en la que no están garantizadas las condiciones materiales ni afectivas necesarias para la subsistencia? La respuesta la tenemos a la vista cotidianamente.
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Pero ¿cuál es el sentido de la escuela hoy? ¿Qué hacemos y sentimos los y las docentes?
La primera respuesta fue la de sostener un acompañamiento pedagógico y garantizar el derecho a la educación pero también el derecho a los alimentos de nuestros pibes y pibas.
Pero el problema es en qué condiciones hacemos ese acompañamiento, con qué costos personales, con qué recursos. Hoy están muchísimo más limitados que lo que están en tiempos comunes. Las exigencias desde las autoridades para que cada docente se comunique con cada uno de los estudiantes, complete las planillas, las rúbricas y a la vez piense, diseñe, plantee estrategias para evaluar y llegar a cada uno de las y los pibes suenan por lo pronto, desmedidas.
Mensajes a la hora de ingreso para ver si están en línea o despiertos, exigencias de “tomar lista” a los alumnos y alumnas, reuniones por Xoom obligatorias para mostrar que están conectados, etc.
Los comentarios a modo de lamentos en los diferentes grupos de whatsapp comienzan a mostrar el agobio en el que están inmersos, no solo por las formas de dar respuesta a las actividades de cada estudiante sino también por lo que los y las estudiantes dicen o no pueden decir.
“Desde que comenzó no tuve ni feriados ni fines de semana y encima tuve que aguantar que me llamen a casa preguntándome por qué no estoy subiendo tareas a la Plataforma”.
“En el Huergo a una profe le llegaron 400 mails”.
“Yo tengo unos 200 e-mails. Y eso es porque unxs cuántos estudiantes aún no me entregaron nada”
“Varios trabajos que me enviaron por e-mail tienen como archivo adjunto fotos de hojas de carpeta… Esto es demasiado…”
“Y seguramente en esos meses ni docentes ni familias enloquecieron tratando de omitir lo q pasaba y seguir como si nada con la escuela… Perdón hoy estoy muy enojada, siento que x todos lados nos piden que obviemos la angustia y respondamos como androides”.
“¿Y pretenden que se extiendan las clases en vacaciones como si ahora no estuviéramos trabajando? Yo los mato o me suicido!!”
“Una compa se hizo la copada tiro un cuento para trabajar violencia y por el edmodo un pibe puso q el padre les está pegando, q chupa porque no tiene laburo… Toda la mierda. La guardia de abogados nada…”.
En el mejor de los casos, en los grupos surgen discusiones sobre el material apropiado para dar si el docente no está ahí para contener al pibe o para que no sienta que no cambia su vida violenta pese a haberlo contado.
Los recursos, las guardias de abogados y abogadas, el contacto con defensoría, están más limitados. Pero solo imaginar la soledad en la que están inmersos les pibes en situaciones de violencia, nos pone frente a la necesidad de tomar aire, soportar la angustia que nos impone la impotencia y pensar que nunca es lo mismo que haya una oreja que pueda escuchar a que no la haya. A veces sostener lo que sale es que sepa que no está solo. No es fácil soportar el dolor de los demás, pero aunque parezca poco solo poder hacer eso, es mejor que nada.
Son tiempos excepcionales para las familias, para les estudiantes, para les docentes, por lo que las respuestas pedagógicas no pueden ser las mismas. No es posible reproducir lo mismo que hacemos en clase a través de plataformas virtuales cualquiera sea esa plataforma.
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A la vez, surge la pregunta si el sentido de la escuela en tiempos de pandemia es enseñar contenidos. Si eso es lo prioritario.
Es necesario repensar los procesos de enseñanza y de aprendizaje tal como se venían haciendo y quizás también sirva para repensar lo que hacemos cuando estamos en el aula. Volver a reflexionar sobre ese vínculo pedagógico que se necesita hoy, sosteniendo lazos de amorosidad, de compromiso y solidaridad con nuestros y nuestras estudiantes, sus familias y el barrio.
Pero también, pensar colectivamente, con qué escuela nos vamos a encontrar al fin de la pandemia. Cómo trabajaremos con los y las estudiantes que sufrieron el encierro al igual que nosotros y nosotras. Cómo adecuar los contenidos prioritarios para lo que quede del año, sin presiones, sin agobio, sin las urgencias de que hay que terminar con el programa.
Como trabajadoras y trabajadores de la educación, tenemos que poner límites a las exigencias burocráticas, a las presiones, a que el aula se trasladó a la casa a toda hora. Es vital que no nos aíslen, que no nos desinformen a través del aislamiento o aturdiéndonos de información.
Es urgente, necesario, contar con otros y otras. O mejor dicho entre nosotros. No somos de hierro ni parecido. Y nosotras, nosotros, también necesitamos que nos escuchen. Por eso el trabajar de forma colectiva es casi imprescindible.
Que la angustia no nos gane y se transforme en organización. De estos tiempos excepcionales, ni de ningún otro, se sale solo.
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