Batalla de Ideas

13 abril, 2020

El derecho a la ficción, o no siempre la realidad es la única verdad

La pandemia obtura. Plantea un presente excepcional que parece no tener fin y bloquea la imaginación de un futuro diferente.

Victoria García

@vicggarcia

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La pandemia llegó para sacudirlo todo. Una realidad extraordinaria, inédita en la historia, se impone a escala global y hace colapsar nuestras formas habituales de vida, sin que podamos comprender todavía si estamos frente a un mero impasse después del cual habremos de retornar a la “normalidad”, de una inflexión rotunda en el rumbo del mundo o de alguna combinación más o menos virtuosa entre ambas. 

Si, en las primeras semanas de la expansión de Covid-19, fue posible para un filósofo de la talla de Giorgio Agamben afirmar que era una mera “invención” de ciertos gobiernos y medios de comunicación, dirigida a naturalizar el estado de excepción y a masificar el alcance de los dispositivos de control social, hoy son más bien esas afirmaciones las que parecen haber pecado de ilusorias. 

La realidad de la pandemia, que en ciertos países no alcanza a materializarse aún por los números de infectades y muertes –en el nuestro, de hecho, son proporcionalmente bajos–, se impone por otros medios: por las medidas de contención que inciden de lleno en nuestra cotidianeidad, por el impacto económico y social de estas medidas en un contexto de crisis y, finalmente, porque a falta de una vacuna pareciera que la enfermedad llegará para todes tarde o temprano: la realidad del coronavirus reside en su amenaza y no solo en su efectivo padecimiento. 

Como señaló Martín Kohan, se plantea una situación sin escape. Por primera vez nos encontramos frente a un fenómeno verdaderamente mundial: “Nadie está a salvo, nadie está exento; en ningún lugar no hay virus o amenaza de que llegue el virus… no hay afuera, ningún lugar adonde ir”. 

Otro escritor, Nelson Specchia, ubica en este elemento una diferencia importante con otras grandes epidemias de la historia, como la peste del siglo XIV, que dio lugar al Decameron de Giovanni Boccaccio: “En esa oportunidad, los nobles y los burgueses ricos aún podían huir, escaparse de esa ‘peste negra’ que todo lo contaminaba y oscurecía; y esa huida y reclusión obligada es el gran acicate para ponerse a divagar mediante la creación de historias».

Podría parecer que la omnipresencia de la peste de Covid-19 nos condena a sumirnos en el más insulso realismo, ese que entroniza “la” realidad como si fuese la única verdad, como si el orden de lo existente no albergase espacio alguno para la metáfora o para la imaginación. Ese realismo cínico, que en nombre de “la” realidad no deja de recurrir a las fake news, a la “posverdad” y a la manipulación política y mediática con tal de reasegurar la preservación de lo dado. Ese realismo capitalista del que hablaba Mark Fisher, que emerge en estos días como bombardeo numerológico –cifras de contagio y de muertes siempre provisorias, siempre inferiores a las que se comunicarán mañana–, pero también como apelación al miedo y a la obediencia. Porque no sea cosa que, frente a la evidencia más descarnada que nunca de que todo en este maldito sistema está mal –al decir de Lisa Simpson–, se nos ocurra hacer algo por rebelarnos. 

Sería impropio denominar “ficción” a eso que producen los medios de comunicación al servicio del sistema, aunque a menudo usemos esa palabra, porque en el mundo contemporáneo hablar sencillamente de “verdad” y “mentira” resultaría anticuado.

Pero ficción, lo que se dice ficción, es otra cosa. 

¿Qué lugar le queda a esa otra ficción en las circunstancias actuales? ¿Es posible hacerle espacio al juego, inherente a la experiencia de la ficción –como enseñó el filósofo inglés John Searle–, en un mundo donde todo parece haberse vuelto súbitamente serio, insoslayablemente grave? 

Y si, como se suele afirmar, la ficción permite concebir mundos posibles distintos del actual, ¿qué imaginación puede desplegarse en un mundo en que el futuro, que es una forma de la posibilidad, parece más que nunca puesto en crisis? ¿Qué imaginación novedosa del mundo puede surgir cuando la realidad resulta tan extraña que parece superar a las creaciones ficcionales? 

Como señala Pedro Almodóvar en una de las bellas crónicas que publicó sobre la pandemia, “la realidad de ahora mismo es más fácil entenderla como una ficción fantástica que como parte de un relato realista. La nueva situación global y vírica parece salida de un relato de ciencia ficción de los años 50”.

En Almodóvar, pero también en otros artistas y escritores –como los reunidos por la Biblioteca Nacional Mariano Moreno en sus Diarios de la peste virtuales, o los que convocó la editorial Mardulce para su magazine dedicado a la pandemia–, la escritura de la peste contemporánea recurre a formas como la crónica o el diario. Estas formas no solo son “no ficcionales”, sino que además colocan al tiempo en el centro de su materia narrativa. El tiempo de la pandemia, así, parece crónico, porque se prolonga junto con un confinamiento de duración aún incierta, pero también con las enfermedades crónicas del mundo que dieron lugar a la expansión del virus. Es un tiempo que, además, se vive a diario: que se preocupa por lo inmediato y hasta nimio de los quehaceres cotidianos en la situación rara que representa el aislamiento.

En esta crisis del presente, y dentro del espacio acotado y cargado de afectos que es la propia casa, surgen también con intensidad los recuerdos del pasado. Almodóvar confiesa que en el encierro “uno es presa fácil de la nostalgia”. Pero, lejos de dejarse caer solo en el dolor, el cineasta busca además un poquito de gloria en la evocación de experiencias que constituyen los cimientos de la identidad. La ficción hace parte de esas experiencias. Sus crónicas, de hecho, están plagadas de recomendaciones de películas, intentos por compartir, a la distancia que implica el confinamiento –pero también la escritura–, el regocijo que puede conllevar trasladarse, aunque sea solo efímeramente, a un mundo extraño, y quizás hasta mirar el propio de lejos, y verlo de formas nuevas. 

La oferta de ficciones on line durante la cuarentena es muy vasta, hasta abrumadora. Puede parecer que nos invita a evadirnos de una realidad difícil de sobrellevar si se participa de ella sin pausas, o a “aprovechar el tiempo” que la cuarentena nos dejaría libre para ejercitar el ocio que en la vida ordinaria queda acotado a unos pocos ratos dispersos. 

El escritor Leonardo Sabbatella, en su intervención en el mencionado magazine de Mardulce, compara su situación actual con una que atravesó hace unos años, cuando por prescripción médica tuvo que hacer dos semanas de reposo: “[el médico] no terminó de anotar las indicaciones que ya estaba fantaseando con las lecturas de esos quince días… Primero leer este libro de quinientas páginas y después estos dos cortos. Mejor, al revés, arrancar con uno corto…”. Resultó, sin embargo, que una vez en reposo no leyó absolutamente nada. Una paradoja similar refiere el filósofo Lucas Soares: “Teniendo todo el tiempo del mundo para leer y escribir, nunca leí y escribí menos”.

En la lógica de “aprovechar el tiempo”, la experiencia de la ficción tiende a reducirse a mero consumo, se incorpora a los modos de “reparto de lo sensible” –en términos del filósofo francés Jacques Rancière– que priman en un mundo desigual. Hay quienes, en estos días, no pueden darse el “lujo” de entretenerse mirando series en Netflix o leyendo una novela, porque están demasiado ocupades intentando sobrevivir al deterioro económico que profundiza la pandemia. 

El capitalismo nos ha llevado a niveles tales de desigualdad, que hoy estamos discutiendo si una licencia con goce de sueldo en el contexto de una crisis sanitaria de escala global es un privilegio o un derecho. Ni hablar del derecho al ocio, a la imaginación, a la ficción. 

Pero que “no haya alternativa”, como nos hicieron creer los adalides del neoliberalismo desde los años 80, implica, entre muchas otras cosas, que nos hayan robado ese derecho: nos han cercenado las posibilidades de imaginar y proyectar formas de vida diferentes de las que impone el sistema.

En las últimas semanas, circuló la imagen de un grupo de italianos que colgaron en su ventana una bandera con la inscripción trabajar menos, trabajar todes, producir lo necesario, distribuir todo. Distribuirlo todo, sostiene la consigna: tanto los bienes materiales como los simbólicos; el trabajo pero también el ocio, la atención a la realidad pero también la emancipación de ella y las posibilidades de hacer ficción. 

Solo en el más allá de la reproducción de la vida surge un espacio para imaginar universos diferentes: habría que tenerlo en cuenta a la hora de construir un programa político y estético para los tiempos que corren y los que vienen.  

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