12 abril, 2020
Alguien que secunde al presidente
Alberto Fernández parece un jefe de gabinete. O más: parece todavía aquel jefe de gabinete de Néstor Kirchner. Gestiona, apaga incendios y replica a las críticas. Es un estilo audaz pero con un riesgo obvio: que la sobreexposición lo desgaste.


Federico Dalponte
El hiperpresidencialismo era la obsesión de Carlos Nino. Su forma, su desgaste, sus riesgos. Su solución era matizarlo y desguazarlo: por un lado un presidente, por otro un jefe de gobierno.
Desde 1994, tal vez una única excepción: Néstor Kirchner y Alberto Fernández. Antes y después, los presidentes y sus jefes de gabinetes se superpusieron y se sepultaron. Supuraron ambos. No hay nada más eficaz, si se quiere estropear a un buen gobierno, que debilitar al que comanda.
Parece una obviedad y sin embargo se hace tanto: el presidente que habla mucho se equivoca en proporción. Lo aprendió Cristina Kirchner. Una palabra mal dicha, un mal gesto, una torpeza. Y después también: una retractación, un pedido de disculpas, nunca quise decir tal cosa.
De 2003 a 2008 el jefe de gabinete Fernández habló mucho. Habló con la prensa, con pocos, con duchos, por radio, por tevé; habló para dar buenas noticias, para dar las malas y hasta para dar explicaciones. Fernández, como Kirchner, conocía el riesgo: si se equivocaba, estaba afuera. Un fusible trabaja de eso.
Ahora, con todo, el presidente Fernández arrastra el mismo problema desde hace meses: no tiene voceros –no los busca, o no los quiere– y el jefe de gabinete no cumple esa función –no la busca, o no la quiere–. Y desde hace un par de semanas, para peor, asumió también la función de guardavidas: es él quien se expone en cámara, en vivo, a temario abierto, para defender a sus ministros –cuando la lógica indica que debería ser al revés–.
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Hace una semana, el ministro Daniel Arroyo no pudo o no supo lidiar con un problema inherente al puesto: hacerse cargo de las fallas internas. Lo cual parece mucho, pero es arte cotidiano. Si surge un problema en el ente regulador del transporte de ganado porcino, debe asumir las culpas el director del organismo, no el presidente de la Nación. Son así los cortafuegos.
La actual administración tiene 21 ministerios y 84 secretarías. Una de ellas es la Secretaría de Articulación de Política Social, donde empezó el incendio que debió apagar, algunas horas después, el propio presidente. Es decir: la máxima autoridad política del país debió resolver un problema surgido en un órgano de cuarta escala. Todo un despropósito. Si Alberto Fernández va a resolver los problemas de todos sus ministros y secretarios, debería pensar seriamente en dejar de dormir.
Desde que el lunes estalló el escándalo, el presidente habló tres veces por televisión en apenas 48 horas. Habló por la noche, por la mañana y por la tarde. Habló para un medio opositor y para otro que no tanto. Se hizo cargo del problema, brindó explicaciones, evacuó dudas y mostró el camino de salida. Alberto Fernández, tal cual su mejor versión: la de jefe de gabinete de Néstor Kirchner.
Aquellos fueron años de gestión y batalla, de defensa de las armas propias y negociación con fuerzas ajenas; fueron los años que moldearon a este estilo presidencial: estar detrás de todos los detalles, resolver por sí mismo todos los problemas, asumir –literalmente– que el destino del país se juega en su propio despacho.
Ahora la duda, si cabe, es para qué y por qué se expone de esa forma: si es por falta de mejores alternativas, o por homérica defensa de sus funcionarios, o por instinto de preservación. La estrategia, tal vez, sea repetir la forma de trabajo que le dio resultado hace casi dos décadas. Y se dirá que es razonable. Pero al mismo tiempo es peligroso: un error de comunicación en boca del presidente, en momentos decisivos, puede poner las cosas muy cuesta arriba.
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El presidente no lee sus discursos, no hay guión ni teleprompter, y al revés: concede entrevistas, tuitea, charla con todos. Se coloca siempre a tiro de la crítica, sin opción de ser fusible. Confía, se sabe, en su claridad, en su pedagogía, en su capacidad de persuasión. Pero puede fallar.
Y así, hace dos meses, dijo por ejemplo una frase maldita. El contexto matiza, es cierto; era el inicio de una misión de paz. Está claro que «dar vuelta la página» era un mensaje a los oficiales «de la democracia», no un postulado de impunidad. Pero lo dijo. No quiso, no supo, pero lo dijo. Y durante dos días la Argentina debatió si su presidente era o no un negacionista.
Una enormidad en varios sentidos. Pero qué importa. Cuatro notas en un diario, varias entrevistas en la radio y referentes contradiciéndose entre sí. Es probable que allí, en ese instante, el problema se explicite con crudeza: todo es peor si la malas palabras importan más que la política, si lo que importa al final del día es un textual, un gesto, una postura, un dedito levantado.
Para eso es mejor no decir nada. O decir bien lo poco que se dice. O escribirlo previamente. O que lo diga cualquier otro. Un buen discurso, un mensaje claro y ameno, genera siempre aclamaciones y qué bien que habla el presidente. Pero un error con relieve, forzado o no forzado, es un problema político mayúsculo.
Sabina Frederic fue, tal vez, un claro ejemplo hace unos días. La ministra admitió que las fuerzas de seguridad hacen “ciberpatrullaje” para “medir el humor social”. Una barbaridad sin apelación posible. Luego matizó, aclaró, pidió disculpas, prometió intervención del Congreso, un protocolo, una convocatoria a especialistas.
Frederic logró así lo que Daniel Arroyo no: ofrecer respuestas, tirarse arriba de la bomba para que la polémica no llegue al presidente. Y ofreció, además, lo que faltó en aquella jornada caótica de pago a los jubilados: una cara responsable, alguien que asuma el error y que lo enmiende.
Fue, en todo caso, lo que se espera de los ministros y ministras: que sean ellos y ellas quienes salgan en defensa del presidente y no al revés. Parece una nimiedad. Pero el riesgo, en caso contrario, es aquello que Carlos Nino quería precisamente evitar: que de tanto golpe y de tanto tropezón, de tanta crítica y tanto explicación, sea la figura presidencial la primera en erosionarse, sin alfil que lo preserve.
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